Toros
Hablan de la crueldad con que un hombre, provisto de armas letales y vistosa vestimenta apretada a los genitales y a las nalgas, tortura a una bestia indefensa mientras miles de personas aplauden la perfección de su faena.
A menos que se trate de las especies incluidas en mi dieta alimenticia, respeto a los animales, domésticos o salvajes, pero, sobre todo, a las especies en vías de extinción. No siento lástima ni piedad por el toro sacrificado en una plaza, tal vez porque ando preocupado con la gente que mata a la gente en actos de barbarie sin nombre ni perdón.
Savater -que ha escrito libros sobre la ética- dijo, respondiendo a quienes califican de bárbara la fiesta brava, que “la barbarie es no distinguir entre la sangre de los animales y los humanos. El bárbaro es el que se pone pintura roja y unas banderillas en las puertas de las plazas de toros como si ellos fueran los toros (…)”.
Estoy de acuerdo con la primera parte. No me gusta su sarcasmo contra la gente que, con argumentos éticos, hace manifestaciones frente a las plazas de toros, pintándose de sangre y portando las banderillas con que se hiere la piel del toro y se le anima para que responda con embestidas antes de darle la estocada final.
Sería bueno que nos dedicáramos a hacer un inventario, repasando las actividades que los humanos hemos emprendido para herirnos, torturarnos y matarnos, a pequeña y grande escala, en crímenes individuales y en genocidios espantosos. Una vez hecho el inventario, pasaríamos al tema secundario de los toros.
En la distribución técnica de servicios que las especies animales prestan a los humanos, el toro se convirtió en alimento o en sujeto de espectáculo ritual. Y para cumplir ambas funciones, debe ser sacrificado. El toro, como el ser humano, cumple un ciclo vital.
Hay más humanos que mueren de muerte natural que los que mueren en guerras y otras acciones autodestructivas. Lo mismo pasa con los toros, pese a los miles y miles de ejemplares sacrificados para alimento de la especie humana. Y los poquísimos que son sacrificados en una plaza.
Si uno inclina el lado bueno de su corazón para repudiar el sacrificio de toros en rituales sangrientos, como las corridas, demuestra tener buen corazón, es cierto. Pero esas bondades deberían ponerse a prueba en lo que sentimos frente al injusto y sangriento sacrificio de seres humanos y lo que hacemos para evitarlo. Lo terrible de todo es que las corridas de toros se acabarán antes de que los seres humanos acaben con la costumbre de destruirse como especie.
Yo me sentiría solidario con quienes quieren la prohibición de las corridas el día en que, cubiertos el cuerpo de rojo y portando armas de corto y largo alcance, salgamos a protestar por la espantosa costumbre de matar gente inocente y la aún peor de no castigar a los culpables.El Heraldo.
*Escritor