Los milagros de Juan
Siempre me pregunté por qué una persona con esa voz de recién levantado, o de agripado, había escogido la radio como medio para su trabajo periodístico. De su paso por El Espectador y por EL HERALDO había dejado pruebas fehacientes de magnífico cronista con la ventaja, para él, de que uno escribe callado. Sin embargo, a pesar de esa voz, el día de su despedida de la radio tenía incontables oyentes a los que no les importa su voz de tarro, sino lo que dice y cómo lo dice. Es decir, que Juan deshizo el mito de que una voz bonita es un talismán para hacer buena radio, y sentó doctrina: la voz es lo de menos; lo que se diga y cómo se diga es lo de más. Ese es uno de los milagros que recuerdo de Juan.
El otro está muy ligado a este. Cuando escuchaba aquellos editoriales en la madrugada, apreciaba la palabra fluida y sencilla, hecha para la comprensión inmediata; pero admiraba, además, la corrección del lenguaje y la búsqueda permanente de las riquezas del idioma. Siempre imaginé un diccionario de la Real Academia al lado del micrófono, tan frecuentes eran sus incursiones por el bosque de las palabras, y esto desde una cabina de radio en donde son frecuentes las masacres de palabras por el imperativo de la improvisación y por la convicción de que en la radio un silencio es un crimen. Juan se retira en la mitad de un Mundial de fútbol, ese multitudinario espectáculo en el que los espectadores escuchan indiferentes, por el acostumbramiento, el diario destrozo del idioma. Juan lo sabe y lo sufre, por algo es académico de la lengua. Pero cambiar a un locutor deportivo va más allá de su capacidad de milagros.
Y no quiero olvidar un tercer milagro: en Juan conviven el viejo y curtido periodista, testigo de mil episodios, y el hombre de fina sensibilidad humana. Lo frecuente es el periodista con olfato para la noticia y para la primicia, junto con el endurecimiento y la indiferencia del cínico. “Uno es testigo de tantas historias que acaban resbalándole sin tocarlo” decía un viejo colega. Eso no va con Juan, hombre de exquisita sensibilidad que convirtió esa característica, mirada como debilidad, en una de sus fortalezas como escritor y como periodista.
En los editoriales encontré otro milagro: los escuchaba en las mañanas mientras devoraba kilómetros en mi bicicleta estática, con una hipótesis que dejaba pendiente como la célebre espada: a ver dónde sale la obsecuencia con el gobierno que le atribuyen a Juan. Confieso que nunca encontré arrodillamientos. Por el contrario, la lógica aplastante, el estilo seductor, y el pensamiento claro de alguien convencido de que la independencia es la piedra sillar de la credibilidad. Ser independiente en un ambiente profesional inclinado a la cercanía con el poder, adquiere las dimensiones de un milagro.
Y antes de agotar el espacio debo decir que salir de San Bernardo del Viento con abarcas y guayabera, y convertirse en un hombre universal es otro milagro. Si hoy la distante aldea es un referente, es porque este agradecido hijo de María Abdala removió su provinciano anonimato.
No es que Juan esté haciendo milagros en vida —Dios nos libre— sino que en las condiciones actuales del país, hacer un periodismo honesto y de calidad (perdón por la redundancia) tiene características de milagro. Dicen los teólogos que el milagro es una suspensión de las leyes de la naturaleza. En el periodismo parecen leyes la rutina, las frases hechas, las dependencias, o la arrogancia. En Juan esas leyes se han suspendido.
Repito: no soy hagiógrafo sino coleccionista de los milagros que suceden todos los días.