Con los ojos del alma
Así es Leandro Díaz, el también autor de La diosa coronada, El verano y tantas otras canciones que son referentes obligados de la música colombiana. Él mismo lo ha dicho: “Dios no me concedió la vista, pero desde muy temprana edad me propuse describir el mundo con los ojos del alma”.
Ahora bien, hace unos días, cuando el equipo Junior festejaba el triunfo (que lo hace acreedor de su merecida sexta estrella), Leandro se dio el lujo de llenar (hasta los pasillos) el aula magna de la Universidad Simón Bolívar.
Allí, todos fueron testigos de un excepcional conversatorio que muchos calificaron como una lección de vida. Y casi todos, como si se tratara de Chayanne o Daddy Yankee, querían fotografiarse al lado de este menudo hombre que durante su existencia no ha hecho otra cosa que componer canciones.
Admirable, por cierto, su locuacidad y memoria, y hasta sus mensajes cargados de una filosofía profunda de la existencia.
Por eso, cuando me dieron ‘papaya’ me acerqué para preguntarle sobre sus estudios, y me dijo: “Me habría gustado asistir al colegio como cualquier niño, y hasta ser maestro de una escuela. Incluso hubiera querido tener una profesión. Pero me ha tocado defenderme solo sin saber nada. Y la verdad es que en la época de mi niñez ni siquiera los que tenían la vista sabían leer. Esos eran privilegios que tenían quienes vivían en las grandes ciudades, como Bogotá, Medellín o Barranquilla.
Maestro, ¿y cómo percibe hoy la vida? –le pregunté-. “Ahora se escucha mucho hablar de una tal tecnología. Yo a ciencia cierta no sé de qué se trata, pues hace algún tiempo hasta llegué a creer que se trataba de alguna mujer. Una mujer que ha acabado entre nosotros la comunicación, la convivencia y hasta con el buen hablar. Fíjese usted, hace unos días en Bogotá entablé una conversación con un periodista y no pasó de expresarse así: o sea, ok, la verdad es que…, y hasta utilizaba con frecuencia una muletilla me dijo: “Me habría gustado asistir al colegio como cualquier niño, y hasta ser maestro de una escuela. Incluso hubiera querido tener una profesión. Pero me ha tocado defenderme solo sin saber nada. Y la verdad es que en la época de mi niñez ni siquiera los que tenían la vista sabían leer. Esos eran privilegios que tenían quienes vivían en las grandes ciudades, como Bogotá, Medellín o Barranquilla.
Maestro, ¿y cómo percibe hoy la vida? –le pregunté-. “Ahora se escucha mucho hablar de una tal tecnología. Yo a ciencia cierta no sé de qué se trata, pues hace algún tiempo hasta llegué a creer que se trataba de alguna mujer. Una mujer que ha acabado entre nosotros la comunicación, la convivencia y hasta con el buen hablar. Fíjese usted, hace unos días en Bogotá entablé una conversación con un periodista y no pasó de expresarse así: o sea, ok, la verdad es que…, y hasta utilizaba con frecuencia una muletilla que ahora usan para solicitar algo. Por ejemplo dicen: regálame tu nombre, regálame tu cédula o regálame un almuerzo, cuando en realidad van es a comprarlo, pues ahora nadie regala ni un vaso de agua”.
Pero bueno –le dije–, a los bogotanos ese tal invento del ‘regálame tal cosa’ parece que les ha dado buen resultado, pues hace unos días leí en la prensa capitalina que al parecer algún rolo advirtió la presencia de don Julio Mario Santo Domingo caminando por la Séptima y lo abordó diciéndole: “Regálame un libro”. Y sin pensarlo dos veces le obsequió un inmenso complejo cultural que supera los 95.000 millones de pesos en un área de 3 hectáreas, que además alberga biblioteca, teatros y hasta espacios lúdicos.
Todo esto es plausible y hasta necesario. Lo inconcebible es que los niños de la Lagunita de la Sierra (el caserío donde nació el maestro Leandro) aún carecen de escuela y de libros.
Tocará incluir en nuestro vocablo el tal ‘regálame’ para ver si algún filántropo se decide a llevar la cultura y la educación a los lugares más insólitos de este país, con el ánimo de ofrecer oportunidades y mejorar sus condiciones de vida.
Mientras tanto, como lo ha dicho el maestro Leandro, nos tocará conformarnos con nuestros dirigentes y gobernantes que confunden el Chicó con el Chocó, que además tienen un inmenso corazón para sus apetitos, pero carecen de alma para darle la mano a los más necesitados.
No en balde recuerda el doctor Mario Pineda Geickel a aquel gobernador del Cesar que mantenía discrepancia con los alcaldes de ese entonces, y algunos copartidarios le preguntaron: “Doctor, ¿y usted qué va a hacer con los burgomaestres? –No se preocupen –contestó tajantemente–, los Burgos votaron por mí, y los Maestre viven al frente de mi casa.
Esquirlita: A quien le interese ahondar sobre la vida de este excepcional ser humano les recomiendo el libro Cantar sin pena, del destacado periodista y compañerito Heriberto Fiorillo. El Heraldo.