Delirio onírico
revive las tardes con piel de mujer, atezadas y voluptuosas, con sabor a sonata de mestizos, a chirimías de aldeanos fiesteros, a alpargatas, con remiendos de novia, en el baile de los negros; contabiliza las barcazas peregrinas, orilleras de barrancos, tímidas ante el golpe fuerte de la ola, débiles como un suspiro, incrustadas en el torbellino de un volcán de agua, sumergidas y resucitadas a trastazos de milagros; hace memoria de los cantos tristes en la boca lasciva de las mulatas, con eco que se reproduce en los espinazos de las cordilleras y es reminiscencia de cadenas que atenazaron los tobillos de los esclavos. Libro de prosa lujuriosa, con recovecos para las saudades. Fué elaborado en los silencios que se alimentan de apetitos insatisfechos, instrumentado en la experiencia que dejan las intimidades. Sabe de los pasos presurosos para esconder las claudicaciones de la carne detrás de unas colgaduras alcahuetas. Libro de frases orquestales, con ondulaciones de pecado, que después de ser leído, por la temperatura que suscita, debe concluir en golpes contritos ante un levita.
Por sus páginas espejean nombres de mujer sin apellidos, sonoros y enervantes, que invaden la trastienda sentimental de los recuerdos. De allí surge ella, la única, con boca inmantada, con perlas blancas por donde se desgranan las sonrisas, labios con experiencias de tormenta, acostumbrados a los mordiscos en los paroxismos que dejan diminutos hematomas sobre la piel caliente. Ella, sí, -ella- con sangre de india altanera, de atormentadores ojos selváticos, licenciosos y caníbales, habituada a los jugueteos del amor. En este libro, esa morronga de alfeñique levanta sus faldas con torcido propósito incitante, se menea con aire de palmera, aliena con su perfume de hembra feliz, abanica, apenas, con tímida levedad esas caderas que sostienen la arquitectura móvil de su cuerpo. Ella, con un manejo avaro de la alcancía de las palabras, afásica para hacer el diálogo imposible, suelta de risa como un arroyuelo que brota de peña lastimada, después extendida sobre el césped inocente que al sentirla se convierte en eréctil puntilla inofensiva. Ella, la joven cachorra que huele a floresta inviolada, con un idioma indescifrable de remilgos, que guarda con llave fuerte sus secretos, maliciosa y ardiente, guapa para las insinuaciones, cobarde, lisa y veloz como una tentación, pero vigilante, siempre ahí, como un angel de la guarda. ¿Qué hacer con esta mujer? ¿ Utilizar los potajes de los indios para controlar su mente díscola, pedirle auxilio a la brujas para asesinarle el corazón con alfileres, hacer cocimientos con los recetarios de los nigromantes, rezar en reversa las oraciones de satanás, apalearla a besos en las confidencias que con nadie se comparten? Ella ahí, en los insomnios largos, en los sueños que la buscan, frágil, vital e ingobernable como una espada de luz, aradora abusiva en el cerebro que solo y exclusivamente en ella piensa, vestida con muselina transparente, con boca grande para un festín inacabable.
En este libro ella es la primera letra y el punto final de una historia trunca, que se alimentó de ilusiones imposibles, con besos que no fueron, con palabras pronunciadas temblorosamente, con un océano de lágrimas que murieron en los surcos de las mejillas, con el inocente rubor de las verdades a medias. Ella ahí, siempre ahí, inamovible como un peñasco, ahí como un acantilado, con el candor del alba y el morenaje de los céfiros. Para olvidarla, se contrataron hechiceros expertos en exorcismos, se hicieron pócimas según el vademécum de las pitonisas y como el patriarca hebreo, se amagaron sobre piras insensibles el sacrificio de niños inocentes, con resultados negativos.Ella sigue ahí, con la seducción de su sonrisa, con esos labios para los naufragios en la intimidad de las alcobas, con la estatua viva de su cuerpo tan perfecto como un cáliz de alabastro.
El escritor fue incapaz de extinguirla . Quiso darle un retoque final con trémulos adioses, pero ella de quedó ahí, renaciendo todos los días en la imprenta de los olvidos, fatigando la imaginación para alimentar otros poemas, con esa deliciosa dictadura de las mujeres que son expertas en asaltos sorpresivos. Además, hizo robos continuados en el almacén del amor. Nadie sintió sus pasos de gacela, nadie la vió trepar por las escaleras, nadie la escuchó cuando descubrió la clave de la caja fuerte del corazón. El tímido escritor se quedó a medias en el boceto de esta diosa amurallada en caprichos, más hermosa que Cleopatra y mas dañina que Lucrecia Borgia. No contó que es diestra para los abordajes, que sabe agazaparse para no fallar en el ataque. No dijo que es mimosa, que tiene piel de porcelana, que camina sobre nubes de nácar y que es consentida de los dioses. Por qué no reveló que a ella la cuida la espada de San Gabriel, la protegen los arcángeles de la guerra, es la preferida del Santísimo que perdona los pecados y cuando llegue al cielo, comandará con su voz de alondra el coro de las vírgenes. Mientras tanto, ella sigue ahí, ahí, se interpone con su perfume balsámico, es veleidosa dictadora con sus melindres antojadizos y está salvaguardada con cerrojos irrompibles en su torre de oro puro. Solo ella sabe que este libro y este comentario fueron escritos bajo el amoroso yugo de su tiranía . ( Es inexplicable que este relato onírico haya surgido después de leer el libro “En un Rincón de Alma” de Carlos Arboleda González. O “talvez lo sé, mas no lo digo”).