13 de febrero de 2025

Muere un ruiseñor

27 de febrero de 2010
27 de febrero de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar
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gustavo paezSobre el poeta Javier Huérfano, que acaba de fallecer en Bogotá, dijo Luis Vidales en 1984: “Huérfano, pero no de poesía”. Y refiriéndose a la brevedad de sus poemas, agregó: “Si persiste en esta modalidad de su ahorro poético, no es aventurado el pronóstico de que alcanzará las excelsas rutas del canto”. 

Estas palabras están escritas en el prólogo de Vidales para el primer libro de su paisano calarqueño, cuyos primeros poemas habían surgido a los 11 años. Desde entonces, el tránsito de Huérfano por la poesía fue infatigable. Esta disciplina se tradujo en 13 libros publicados y en otro material que deja inédito. Su última obra, “Luz de papel”, fue presentada hace pocos meses, cuando ya el poeta presentía su muerte inminente. 

Vidales fue su maestro. Y además, su brújula. De él heredó la fibra social, que el discípulo plasmó en versos transidos de dolor, soledad y angustia, donde clama por las desigualdades, las injusticias, el abandono y la humillación del hombre carente de protección humana –como lo fue el propio Huérfano–, en medio de una sociedad arrogante y apática. 

En 1990, Huérfano conduce los restos de Vidales a la casa de cultura de Calarcá. Cuatro años después, crea en el barrio Ciudad Bolívar de Bogotá, donde con enorme sacrificio ha construido su vivienda, la biblioteca pública Luis Vidales. Fiel guardián de su preceptor, no solo siguió tras sus rastros sino que se encargó de preservar su memoria. Ahora, lo indicado es que las cenizas de Huérfano se lleven también a la casa de cultura de Calarcá, al lado de su maestro. 

La obra de Huérfano, incluyendo su prosa poética, cumplió con la pauta trazada por Vidales: la brevedad. En síntesis afortunadas expresó todo lo que tenía que decir sobre la tragedia del hombre. Era su propia tragedia. Captada con el rigor de la pena constante que sufrió desde la niñez (abandonado por su madre en un inquilinato, enfermo de asma y a merced del desamparo, y más tarde ayudante de zapatería, al tiempo que comenzaba a estudiar de noche), su vida toda fue una cadena de tormentos y tristezas. 

Rodeado de semejante racha de adversidades, mantuvo, sin embargo, el ánimo elevado sobre las vilezas del torvo existir. Y no se dejó ganar la partida, así fuera a cambio de las gotas de sangre vertidas por su alma de poeta y su espíritu de lucha y conquista. Luchando a brazo partido por el pan de la miseria, encontró en Yolanda a su aliada incondicional, y con ella conquistó el sentido de la solidaridad y la alegría de vivir. Supo que si el hombre es lobo para su propio hermano, el amor todo lo redime. Más tarde se volvió pintor, y con esa virtud le puso color a la vida. 

En sus versos afloran estremecedoras metáforas, y es que el dolor vivido (y no el figurado) habla el lenguaje más expresivo de la sensibilidad humana. Cuando hace siete años le sobrevinieron los primeros síntomas de la cruel enfermedad que lo llevaría a la tumba, supo que los hados adversos no cesaban de asediarlo. A partir de entonces vivió momentos cruciales, donde el suplicio se ensañó con su vapuleada existencia. Y exclamó: “Soy apenas un solo dolor que atraviesa el día con su sombra de negra compañía” (…) Quedo sin huesos para sostenerme, torre sin luz en busca de luciérnagas, asoma el tiempo su vieja cara de muerte perpetua”. 

Un día Íngrid Betancourt, siendo representante a la Cámara, conoció al poeta. Y sintió el impacto de las grandes desventuras. Ella consiguió  que la entidad legislativa le patrocinara el libro titulado “El olvido no tiene palabra” (1998), y como autora del prólogo escribió lo siguiente: “Dios ha querido, para fortuna mía, que conozca al poeta. De su mano he caminado por el túnel sin luz de la injusticia, a ciegas pero mordiendo siempre el tallo amargo de la rosa”. 

Inescrutable destino el que permite estos infortunios de negra pavura. No se entiende cómo la suerte se encarniza con seres buenos, dignos, creadores de belleza, como Javier Huérfano. Queda, empero, la contribución que, gracias a su vida atormentada, le dejan al arte. Tal el caso de este eximio poeta quindiano que en aquel lejano 1984 puso el primer ladrillo de una obra impulsada por su maestro Vidales, y que ha coronado la meta que él le pronosticó. 

Columnas del autor

*Sobre el poeta Javier Huérfano, que acaba de fallecer en Bogotá, dijo Luis Vidales en 1984: “Huérfano, pero no de poesía”. Y refiriéndose a la brevedad de sus poemas, agregó: “Si persiste en esta modalidad de su ahorro poético, no es aventurado el pronóstico de que alcanzará las excelsas rutas del canto”. 

Estas palabras están escritas en el prólogo de Vidales para el primer libro de su paisano calarqueño, cuyos primeros poemas habían surgido a los 11 años. Desde entonces, el tránsito de Huérfano por la poesía fue infatigable. Esta disciplina se tradujo en 13 libros publicados y en otro material que deja inédito. Su última obra, “Luz de papel”, fue presentada hace pocos meses, cuando ya el poeta presentía su muerte inminente. 

Vidales fue su maestro. Y además, su brújula. De él heredó la fibra social, que el discípulo plasmó en versos transidos de dolor, soledad y angustia, donde clama por las desigualdades, las injusticias, el abandono y la humillación del hombre carente de protección humana –como lo fue el propio Huérfano–, en medio de una sociedad arrogante y apática. 

En 1990, Huérfano conduce los restos de Vidales a la casa de cultura de Calarcá. Cuatro años después, crea en el barrio Ciudad Bolívar de Bogotá, donde con enorme sacrificio ha construido su vivienda, la biblioteca pública Luis Vidales. Fiel guardián de su preceptor, no solo siguió tras sus rastros sino que se encargó de preservar su memoria. Ahora, lo indicado es que las cenizas de Huérfano se lleven también a la casa de cultura de Calarcá, al lado de su maestro. 

La obra de Huérfano, incluyendo su prosa poética, cumplió con la pauta trazada por Vidales: la brevedad. En síntesis afortunadas expresó todo lo que tenía que decir sobre la tragedia del hombre. Era su propia tragedia. Captada con el rigor de la pena constante que sufrió desde la niñez (abandonado por su madre en un inquilinato, enfermo de asma y a merced del desamparo, y más tarde ayudante de zapatería, al tiempo que comenzaba a estudiar de noche), su vida toda fue una cadena de tormentos y tristezas. 

Rodeado de semejante racha de adversidades, mantuvo, sin embargo, el ánimo elevado sobre las vilezas del torvo existir. Y no se dejó ganar la partida, así fuera a cambio de las gotas de sangre vertidas por su alma de poeta y su espíritu de lucha y conquista. Luchando a brazo partido por el pan de la miseria, encontró en Yolanda a su aliada incondicional, y con ella conquistó el sentido de la solidaridad y la alegría de vivir. Supo que si el hombre es lobo para su propio hermano, el amor todo lo redime. Más tarde se volvió pintor, y con esa virtud le puso color a la vida. 

En sus versos afloran estremecedoras metáforas, y es que el dolor vivido (y no el figurado) habla el lenguaje más expresivo de la sensibilidad humana. Cuando hace siete años le sobrevinieron los primeros síntomas de la cruel enfermedad que lo llevaría a la tumba, supo que los hados adversos no cesaban de asediarlo. A partir de entonces vivió momentos cruciales, donde el suplicio se ensañó con su vapuleada existencia. Y exclamó: “Soy apenas un solo dolor que atraviesa el día con su sombra de negra compañía” (…) Quedo sin huesos para sostenerme, torre sin luz en busca de luciérnagas, asoma el tiempo su vieja cara de muerte perpetua”. 

Un día Íngrid Betancourt, siendo representante a la Cámara, conoció al poeta. Y sintió el impacto de las grandes desventuras. Ella consiguió  que la entidad legislativa le patrocinara el libro titulado “El olvido no tiene palabra” (1998), y como autora del prólogo escribió lo siguiente: “Dios ha querido, para fortuna mía, que conozca al poeta. De su mano he caminado por el túnel sin luz de la injusticia, a ciegas pero mordiendo siempre el tallo amargo de la rosa”. 

Inescrutable destino el que permite estos infortunios de negra pavura. No se entiende cómo la suerte se encarniza con seres buenos, dignos, creadores de belleza, como Javier Huérfano. Queda, empero, la contribución que, gracias a su vida atormentada, le dejan al arte. Tal el caso de este eximio poeta quindiano que en aquel lejano 1984 puso el primer ladrillo de una obra impulsada por su maestro Vidales, y que ha coronado la meta que él le pronosticó.