22 de septiembre de 2023

Largo & Ancho

7 de enero de 2010

Podría uno pensar, para los adentros, que estamos muy mal en la tendencia de blindar la unidad familiar. Si divorciarse es una meta que no oculta casi un treinta por ciento de los encuestados, es porque la situación está espinosa. Y que no se crea que estamos en contra del divorcio-remedio, pues zanja un pandemónium que no es justo proseguir. Nadie está obligado a vivir en un infierno y para eso se ha creado la figura: para solucionar la amargura de un matrimonio roto, en donde el amor se torna inexistente.

Pero una cosa es que se acuda a una salida legal y otra cosa es que la disolución del vínculo, ya tenga el rótulo de objetivo previsto para el nuevo año. En palabras crudas, significa ello que hay una cantidad de personas que entre ceja y ceja ya tienen barruntada la ruptura y no ven la hora de que llegue. Si casarse está en el 4,1% de ser una meta trazada y divorciarse se trepa al 27%, es porque estamos en un desbalance muy riesgoso para el núcleo de las familias colombianas. El dualismo es si vivimos la crisis del matrimonio o la crisis de los seres que se unen en matrimonio. Yo creo que es lo segundo.

A este prurito por divorciarse (su equivalente en el matrimonio católico es el de "cesación de efectos civiles del matrimonio"), se suman otros hechos muy lesivos para la familia: el descenso de las uniones matrimoniales a cambio del auge de las uniones libres, que por su propia laxitud comportan altas posibilidades de desintegración -dado que nada ata, sino una decisión libérrima que no cuesta mucho echarla para atrás-, la violencia intrafamiliar galopante, la pérdida de autoridad ante los hijos y una profusión de padres que han perdido su rol de ser ejemplos y guías porque han extraviado el camino.

Capítulo aparte merece el análisis de la moda de hoy de no tener hijos, que se ha vuelto una opción de muchas parejas -que no podemos cuestionar, pero que podría parangonarse al silencio de varios hogares que no disfrutan del bullicio de los infantes y de la radiante alegría de verlos crecer y proyectarse- y la decisión de otros de optar por un solo vástago, que priva a estas criaturitas de tener hermanitos con quién compartir, jugar y hacer ruido y, a futuro, de ser parte de la galería de tíos alcahuetas y añorados. Y ni qué decir de lo maltrecha que resulta la unión de parejas homosexuales que se suman a la antítesis de un mundo con presencia del padre y de la madre y, consecuentemente, bajo la exclusión de hijos, salvo que alguno los arrastre.

Embarga de dolor que la concepción de la familia se sumerja en una crisis peligrosa y honda.

Cuando debería considerarse la unidad familiar como un proyecto de vida, resulta ahora que divorciarse es la meta más pensada para el 27% de colombianos. Por encima de independizarse montando un negocio, de adquirir vivienda, de buscar un empleo ideal y de otros considerandos plausibles, romper el vínculo es todo un proyecto para el año que empieza, que sabe a gloria. Nuevos estropicios les esperan a muchos hogares, en donde los hijos vuelven a ser las víctimas de unas determinaciones paternas tomadas de tajo.

Acertadas o no esas decisiones -pues no podemos decir que sean irresponsables todas- lamentamos que ello ocurra. Esa brecha se sigue abriendo, cuando por el contrario, necesitamos que haya unión, respeto y calor de familia. ¿No seremos capaces de construir hogares duraderos? ¿No seremos inteligentes para seleccionar a nuestras parejas? ¿Seguiremos incursos en matrimonios desechables? El Mundo.