18 de marzo de 2024

Tres por ciento más de angustia

20 de diciembre de 2009

Por lo tanto, carezco de elementos para hablar con propiedad de inflación, Emisor, destrucción o creación de empleos, crecimiento del PIB, IPC y otros términos utilizados por los representantes del gobierno y de los trabajadores para dorarnos la píldora cada año por esta época, como aguafiestas empedernidos, respecto a la definición del salario mínimo para el año entrante.

Pero ni falta que hace tener conocimientos en la materia. Basta algo de sentido común y una pizca de pericia en el manejo de "bienes escasos" para entender, con mucha indignación, que el incremento de máximo 16.000 pesos mensuales en el salario de 4.5 millones de trabajadores colombianos, es una ofensa contra ellos y contra su calidad de vida. En vez de aumento podría llamarse limosna. De todos modos el efecto final es el mismo.

Los gremios convocados a la payasada de cada año sesionan por días enteros, en el más fastuoso derroche de tiempo que se conozca, pero el reajuste siempre se decreta después de infructuosos intentos de llegar a un acuerdo. No sé de qué material tan fuerte están hechos los representantes del Gobierno y de los empresarios -los del poder- y de cuál tan débil los de las centrales obreras -los del aguante-. Lo cierto del caso es que estos últimos no ganan media.

¿De qué sirve un aumento de dieciséis mil pesos mensuales? ¿O de cuatro mil semanales? Serviría si la canasta familiar contemplada por el DANE fuera posible para todos, pero el hecho de que incluya 520 artículos, bienes o servicios, no significa que todos tengan acceso a ellos con la misma oportunidad ni en la misma proporción, ni refleja las necesidades de todas las familias.

El solo hecho de llamarse "mínimo" lo hace un salario indigno. "Tan pequeño en su especie, que no lo hay menor ni igual". Pero más allá de la connotación lingüística, lo que duele es la realidad y la insensibilidad social: no faltan los olímpicos que consideran que "algo es algo, 'pior' es nada". Son algunos, que devengan salarios de millones, que piensan que es posible vivir con el mínimo y que es cuestión de organización. Sí, claro, se vive, pero a los trancazos, abriendo un hueco para tapar otro, en una sucesión infinita de carencias. Hay que ponerse en los zapatos, a veces rotos, de alguien que devengue un sueldo tan pírrico, para entender lo doloroso que es salir de la casa con hambre y volver igual, no poder satisfacer las necesidades de su familia y tener que elegir cada quincena entre mercar o guardar para el arriendo.

También suben, y no propiamente el 3 por ciento, los costos de la educación, el transporte, la cuota moderadora de la salud y los servicios públicos. Sobra decir que aumentan las angustias, la impotencia, la rabia y la frustración. Y de qué manera.