28 de marzo de 2024

Noticia de una novela quindiana

14 de octubre de 2009
14 de octubre de 2009

Esta circunstancia suscitó natural revuelo en la comarca, que no había conocido ningún escritor al frente de una entidad financiera. En 1974, tres años después de la edición  de Destinos cruzados, la oficina de Extensión Cultural de Calarcá, presidida por Humberto Jaramillo Ángel, me honró con el otorgamiento de la medalla Eduardo Arias Suárez, una presea de renombre nacional.

Cuando recibí la condecoración, ya había leído varios libros del eminente escritor y entendía, por supuesto, su significado como una de las grandes figuras de la literatura quindiana, que había traspasado las fronteras patrias al ser calificado, en los años 20 y 30 del siglo XX, como el mejor cuentista del país, con obras magistrales como Guardián y yo, La vaca sarda, El gallinero.

Una de las personas de Armenia a quien llamó la atención mi carácter de banquero-escritor fue Hernán Palacio Jaramillo, por aquel entonces presidente del Comité de Cafeteros del Quindío (y que también fue alcalde de Armenia y gobernador del Quindío). Pocos sabían que él era, además, hombre de cultura. Yo sí le conocía esa faceta. En varias tertulias hablamos sobre la importancia de publicar, por cuenta de la entidad cafetera, algunas obras inéditas de valiosos escritores quindianos.

Cualquier día me invitó a una sesión con su junta directiva para tratar un programa relacionado con Eduardo Arias Suárez, y me dijo que a la misma reunión asistiría Adel López Gómez, brillante escritor quindiano residente en Manizales, quien desde su columna de La Patria no cesaba de enaltecer la memoria de Arias Suárez  (muerto en 1958). Además de ferviente pregonero de su valía literaria, Adel era el depositario de su obra, fuera de su discípulo aventajado en el género del cuento.

En la reunión mencionada supimos que la intención del gremio cafetero era publicar la novela Bajo la luna negra, escrita por Arias Suárez en 1929, en la Guayana venezolana,  donde ejerció su profesión de odontólogo. Había transcurrido medio siglo sin que aquellas páginas autobiográficas, de indudable mérito literario, hubieran visto la luz a pesar de la persistente labor adelantada por Adel. La novela estaba prologada por Baldomero Sanín Cano, sobre la cual dice que “es una obra original, llena de sentido de la vida en el trópico y abundantísima en bellos paisajes del espíritu y de la tierra, reales e imaginarios”, y que “parece escrita por un personaje de Dostoievski”.

Todo marchaba a la perfección, hasta que se interpuso un inconveniente mayor. Este consistió en que el día anterior a la cita convenida con los cafeteros se entrevistó conmigo la señora Susana Muñoz de Arias, viuda de Eduardo Arias Suárez, quien me hizo saber que debido a cierta animadversión que tenía con Adel López Gómez, no permitía que él figurara en la obra de su marido. En cambio, depositaba en mí toda su confianza para adelantar el proyecto.

Tamaña encrucijada en que me había metido. Midiendo todas las incidencias del problema, opté por guardar silencio en ese sentido ante la junta directiva del gremio, a la espera de que se definiera el programa de la edición. Me sentía muy incómodo, e incluso apenado, con mi cordial amigo Adel López Gómez. Yo no tenía la culpa de ese imprevisto, pero podría aparecer como una ficha malévola. Estuve a punto de echar pie atrás para evitar suspicacias. Sin embargo, surgió un imperativo para salvar el caso por encima de cualquier sinsabor o incomprensión: había que rescatar la novela inédita de Eduardo Arias Suárez, a como diera lugar.

Finalizada la junta directiva, invité a Hernán y Adel a dialogar solos en una cafetería. Allí, con gran disgusto mío, les dije que Adel no podría dirigir la obra, ni escribir palabra alguna en el libro. Él abrió tamaños ojos ante mis palabras, y yo les conté la ingrata misión que me había confiado la viuda del escritor. Adel, haciendo gala de su proverbial elegancia, comprendió la situación y manifestó que se marginaba del proyecto. Ante todo, le interesaba que se salvara la novela. Y así sucedió: Hernán me pidió entonces que dirigiera la publicación, a lo que accedí con gusto en honor del cuentista insigne, ya muy entronizado en mis devociones literarias, pero con enorme contrariedad por el percance ocurrido.

Pero aquí no terminan los tropiezos. Días después, ya en plena marcha la tarea editorial, me pareció oportuno enviarle una carta a la viuda, residente en Bogotá, en relación con la abundancia de frases de interrogación y admiración que contenía la obra, las cuales carecían de los signos de apertura, por lo cual yo había procedido a salvar la omisión. Le comenté, como la cosa más natural del mundo, que las máquinas de escribir antiguas carecían de dichos caracteres, que ahora yo había marcado para la edición correcta del libro.

Recibida mi carta, me llamó desde Bogotá Rosario, una de las bellas hijas del escritor, a notificarme que no permitía que se hiciera esa ni ninguna otra modificación en los textos, pues todo lo que su padre escribía era “perfecto”. Yo podía absolver el tono quisquilloso que traslucía la voz de mi interlocutora, entendible dentro de su obsesivo amor filial, pero las reglas gramaticales decían otra cosa. 

Volví a explicarle que no se trataba de corregir al cuentista extraordinario por quien yo sentía profunda admiración y respeto, sino de corregir a la máquina anticuada. Pero no fue posible que ella aceptara mi posición. Ante lo cual le anuncié que desistía de continuar dirigiendo la edición.

Así se lo hice saber al Comité de Cafeteros. Y la entidad me manifestó que, de no ser bajo mi dirección, la obra no sería publicada por ellos. Deploraba yo, en lo más íntimo de mis frustraciones, y en pro de la cultura y del nombre excelso de Eduardo Arias Suárez, que hubiera surgido semejante intríngulis, pero los caminos estaban cerrados. Y no era yo el que los había cerrado. El Comité de Cafeteros dio orden a la editorial de suspender la publicación.

Cuando dos días después recibí una nueva llamada, muy gentil, esta vez de Zafiro, la otra bella hija del cuentista, ya el desaliento total había invadido mi espíritu. Me rogó que la recibiera en Armenia para presentar disculpas en nombre de la familia por el desliz de su hermana, y pedirme que continuara al frente de la publicación. Siéndome imposible desatender el gesto amable de la linda embajadora que viajó a la capital quindiana a sosegar mi alma, reanudé la tarea hasta dar a la estampa, en septiembre de 1980, una bella edición de la maravillosa novela escrita en tierra ajena medio siglo atrás.

Tarea al mismo tiempo grata y torturante. Mi maestro Eduardo Arias Suárez, desde su descanso eterno, sabe que fue así. Y como él mismo recorrió en vida caminos ásperos, me entiende.