La profesionalización de los alcaldes
Pues no. Se trata de un peligroso proyecto de ley porque tiene solo dos artículos, lo que deja gran espacio para muchos “micos”, iniciativa que pretende reformar el artículo 86 de la ley 136 de 1994, que establece las calidades que debe satisfacer hoy cualquier persona que aspire a ser alcalde.
Reza así la norma que se pretende modificar: “ARTÍCULO 86. CALIDADES. Para ser elegido alcalde se requiere ser ciudadano Colombiano en ejercicio y haber nacido o ser residente en el respectivo municipio o de la correspondiente área metropolitana durante un (1) año anterior a la fecha de la inscripción o durante un período mínimo de tres (3) años consecutivos en cualquier época”. Esto coloca al alcance de la mano del bobo del pueblo el trono, pero también les facilita el arribo a muchos vivos. A pesar de lo blando de las exigencias, pueden estas resultar ser mayores que aquellas que la Constitución prevé para los miembros de la Cámara de Representantes: “para ser elegido representante se requiere ser ciudadano en ejercicio y tener más de veinticinco de edad en la fecha de la elección”, lo cual puede explicar muchas de las cosas que se suceden en los recintos del Capitolio Nacional. La diferencia estriba en que ahí no llegan bobos sino vivos.
Los motivos invocados hoy en día para no hacerle mayores exigencias a quienes aspiran a desempeñar algunas tareas al servicio del Estado, son los mismos que escuchamos quienes vimos transcurrir el siglo XX creyendo que la supervivencia del sistema democrático estaba asegurada, en la medida en que se protegiera un cierto gesto de analfabetismo que expresaba nuestra abominación por la aristocracia, para entregarle a ésta el manejo de la cosa pública. Expresado de otra manera, la posibilidad de elegir congresistas iletrados podría ser defensable desde el punto de vista de un sistema que pretendía estar asentado en la más pura democracia política. Gastamos todo el siglo anterior librando duras batallas en defensa de la pureza del sistema democrático, pues jurábamos que lo primero era la fortaleza y supremacía de las instituciones. En un segundo plano estaban los individuos, en cuyo beneficio dizque existían principios como el de la función social de la propiedad, que el trabajo es una obligación social protegida por el Estado, que los esclavos que pisaran el territorio nacional quedarían libres ipso facto y muchas otras entelequias que ya no recordamos porque nunca las vimos tomar cuerpo. Hasta que llegó el año de 1991y se decidió por una mayoría ad-hoc reformar la dichosa Carta, para de ahí en adelante, poner en vigencia una Constitución la cual, como para que no quede duda alguna acerca de su impoluto origen, no ha dejado de ser reformada de manera incesante en sus dos décadas de vida. Sin embargo algunos la califican como la Carta humanista a causa de haber ubicado la dignidad humana como fines últimos del poder y de la sociedad civil.
La Carta del 91 le dio autonomía política, administrativa y presupuestal a los alcaldes, a la manera de un mico de un mal dibujado esquema federal. Por la vía de hacer autónomos a los entes territoriales y a sus autoridades, se ha venido rompiendo el orden jerárquico del poder ejecutivo. Por todo ello muchos que no saben qué hacer con el poder y los recursos que les entregan en una elección, han empezado a recorrer el camino hacia la prisión.
Hace unas pocas semanas el Conpes aprobó un documento en cuya parte de diagnósticos se lee: “En los últimos 50 años Colombia ha registrado una fuerte tendencia a la urbanización. Mientras en 1950 la población urbana constituía 39%, en 2005 ascendía aproximadamente a 76%. Conforme a esa tendencia, se estima que para 2020, más del 80% de la población estará localizada en las ciudades, lo cual representa un crecimiento aproximado de 30%, respecto a la población que habita en la actualidad en los centros urbanos.” En otras palabras, ¿para el apocalíptico año 2020 sabrá Dios quien cultivará el campo, de que tamaño serán Bogotá, Quipile y Chía? Y ¿qué cantidad de cosas deberán saber y poseer los alcaldes de semejantes ciudades, además de su “patriótico” espíritu de sacrificio para con sus conciudadanos?
Por lo pronto el proyecto de ley en curso trae como exigencia fundamental hacia el futuro, la de “ser profesional en cualquier área del conocimiento, cuyo programa haya sido aprobado por el Ministerio de Educación Nacional, o reconocido mediante homologación o haber cursado un programa de Tecnología en Administración Municipal o Administración Pública en la ESAP o en institución reconocida por el Ministerio de Educación”. Dada la proliferación de las denominadas “universidades de garaje”, la exigencia de un título puede resultar ser toda una necedad, pues al fin y al cabo el cartón puede ser irrelevante para conducir una comunidad de más de 100.000 habitantes, todos llenos de derechos, prerrogativas legales y pocas obligaciones, para cuyo ejercicio la propia Carta le entrega armas o recursos especiales.
Sostiene el senador ponente del proyecto que, “según la Dirección de Apoyo Fiscal de Minhacienda de los 1.100 municipios que tiene Colombia cerca del 20% son inviables y están a punto de desaparecer por malos manejos y graves fallas en conocimientos fiscales por parte de los alcaldes”. El diario El País en un artículo titulado “Denuncias acorralan a alcaldes del Valle”, afirma que la mayoría de los mandatarios en el Valle del Cauca enfrentan procesos ante los organismos de control y otros los tienen ante la Fiscalía”. Nadie pone en duda pues la necesidad de hacer más exigentes los requisitos para el desempeño del cargo, no solo desde el punto de vista profesional sino en relación con los aspectos que se encontrará el funcionario en el desempeño de funciones: derechos humanos, derechos fundamentales, protección de los recursos naturales y del ambiente, entre otros. No garantizarle a la comunidad que el funcionario que la gobernará durante cuatro años reúne los requisitos de competencia para el ejercicio del cargo y la idoneidad y aptitud para ajustarse a la Constitución y a la Ley, equivaldrá a conducir a un enemigo del cual difícilmente podrá librarse, sin mayores posibilidades reales de que su conducta sea disciplinada por sus propios electores.