Crónicas de ocasión
El libro nos cogió. El tono épico desde el comienzo, y el lenguaje sobrio pero rico, nos sedujeron. Lo leímos de un tirón, de una sola sentada. Es una novela breve, que oscila entre el canto épico y la crónica alucinada. Libre, como la que más, de las amarras de la preceptiva clásica. Auténticamente moderna, modernísima. Que le hace honor al aforismo de Baltasar Gracián: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Olorosa a selva virgen, a los hechizos sórdidos de la maraña. Rutilante de humanidad y de animalidad. Es, sin embargo, una obra original, que nos recuerda a La Vorágine, de Rivera, pero no la calca. Discurre auténtica y autóctona. Con personajes que piensan como son y como viven, haciéndole honor a la relación dialéctica que hay entre pensamiento, lenguaje y realidad. (Alguna vez hablábamos con Gonzalo Arango de este tema. Decíamos que el mal de muchos autores colombianos es el de poner a sus personajes a actuar en contra de su naturaleza: un enclenque alzando pesos pesados o un ignorante diciendo frases geniales).
Alguna vez dijimos que Páez Escobar tiene el don del buen manejo del lenguaje. Esta novela lo corrobora. El lenguaje es su principal protagonista. Claro, sin menoscabo de los personajes naturales, que en este caso son auténticos. Que nos simpatizan o nos chocan, como en la vida cotidiana. Bandidos como Fidolo Petri, o como Barrabás, tan desafortunadamente colombianos. O revolucionarios, idealistas y románticos como Emilio Soto, encarnación del histórico Tulio Bayer. O como el malogrado Camilo Torres…
En fin, la de Páez Escobar es la novela culminante de una obra literaria hecha a paso firme, sin prisa, sin desmayo. O del augurio de la obra con que soñamos todos los autores: la que nunca escribiremos…