El semblante de la parca
Los divertidos chascarrillos que el menudo “Pabilo” soltaba en las tertulias eran todos de su propia autoría. No necesitó libretista, ni recurrió al chiste callejero, ni a la procacidad para hacer reír a los demás. No portaba su repertorio en pequeña libreta. Tenía una memoria prodigiosa. No repetía chispazos ni a ruego de sus pequeños y particulares auditorios. Otro ítem: su magra figura le daba un innegable aire de comediante.
Si hubiese sido argentino, Pacho habría encajado perfectamente en el grupo de instrumentos informales ‘Les Luthiers’, pues tenía, además de su creatividad, un gran oído musical y una voz de bajo excepcional que alabaron el aguadeño Obdulio Sánchez (segunda voz de Julián Restrepo, el otro Gordo) y Rodolfo Pérez, alma, corazón y músculo de la Coral Tomás Luis de Victoria. En noches de bohemia, Quico (como lo apodábamos en familia) formaba admirable dupla bambuquera con su sobrino Jorge Cadavid, el mayorazgo de su hermana Angélica.
Devoto practicante del humor fino, cargado de ingenio, tuvo su “santísima trinidad” predilecta en el neoyorquino Julius Marx Groucho, el uruguayo Hebert Castro y el santandereano Humberto Martínez Salcedo, de quienes solía decir que jamás cometieron la estupidez de reírse de sus propios chistes (antes o después de contarlos) puesto que ya se los sabían. Lástima que no le alcanzó el tiempo para paladear la producción del mexicano Roberto Gómez Bolaños, ‘Chespirito’, con sus chispeantes ‘Chaparrón Bonaparte’ y su ‘Chómpiras’.
Su matrimonio con Lourdes Acevedo se convirtió en rica fuente para su divertimento cotidiano. Ella le increpó un día de pago: “Pacho, ¿vos en qué te gastás toda la plata que te ganás”? Respuesta: “en un ‘enredo’ que tengo con vos, hace 20 años”.
Para describir lo necia y caprichosa que era su esposa, decía que en un viaje de paseo al departamento de Caldas, después de una escala para desayunar en un estadero del Alto de Minas, se enroscó y le notificó: “Ni me quedo aquí, ni sigo para Manizales, ni me devuelvo para Medellín”.
Una noche lo pilló su mujer en acrobacias de catre con la muchacha del servicio. Él escapó empiyamado y se refugió en la tienda de la esquina de propiedad de un amigo. Al rato apareció, maleta en mano, la cesante trabajadora doméstica que al despedirse, le dijo: “Bueno, don Francisco, me voy; yo no puedo volver a su casa”. Pacho le respondió: “Usted siquiera no puede volver… yo que tengo que volver”.
Vecino de las lomas cercanas del oriente medellinense, cuando le preguntaban dónde vivía, contestaba: “En Manrique Montañal”. Como en su entorno funcionaba “Palos Verdes”, un punto de encuentro para las parejas que luego se irían de motel, le cambió el nombre al estadero: “Pa’los números”.
Una vez lo amonestó el gerente de la Nacional de Chocolates, don Samuel Muñoz Duque, (hermano del Cardenal Aníbal), porque combinaba su trabajo con las humoradas y provocaba sonoras carcajadas entre sus compañeros de oficina. Para justificar su silencio en el trabajo, decía que se lo había impuesto como penitencia “Midios Muñoz Duque”.
Al enterarse de que su amigo Hugo López andaba en preparativos matrimoniales, lo buscó y le dio este consejo: “No te cases”… “Hombre, Correa, es que el matrimonio es un mal necesario”, le contestó resignadamente el futuro esposo de Amparo Sierra. Con la velocidad de un rayo replicó el tío: “Mal, sí, pero necesario, no”.
La apostilla: En la antesala de la muerte, en el hospital de Palmira, Valle, Pachito tuvo alientos para desparramar buen humor ante sus afligidos visitantes. “Como estás de repuesto, Quico”, le dijo (con el propósito de animarlo un poco) su sobrino Héctor Cadavid, el ingeniero. Réplica: “Repuesto es un tornillo”. El pariente halagador volvió a la carga: “Quiero decir que te veo de muy buen semblante”. Y el querido paciente lo calló así: “Es que el que se está muriendo no es el semblante sino yo”. Al sobrino se le escaparon dos grandes lagrimones.