29 de marzo de 2024

Luis Morales Gómez, “El Superministro de Rojas”

1 de noviembre de 2020
Por Jorge Emilio Sierra Montoya
Por Jorge Emilio Sierra Montoya
1 de noviembre de 2020

Del ex ministro Luis Morales Gómez, mano derecha del general Gustavo Rojas Pinilla en su gobierno (1953 – 1957), se cumplirá el décimo aniversario de su muerte en febrero próximo.

Pero, ¿quién era él? ¿Por qué fue calificado Superministro de ese régimen en la prestigiosa revista Time? ¿Y qué tanto logró, en su paso por el ministerio de Hacienda, una notable recuperación económica en nuestro país?

A esas y otras preguntas respondió en la siguiente entrevista, realizada en 1994 para la serie “Perfiles de historia económica” del diario “La República” e incluida luego en mis dos libros anteriores -publicados en 1995 y 2004- sobre Protagonistas de la Economía Colombiana.

En la carrera periodística

Luis Morales Gómez se educó en Bogotá. O sea, era chapetón de pura cepa. Pasó por las aulas del Gimnasio Moderno y la Universidad Javeriana, donde estudió Derecho y se le despertó cierta vocación de escritor.

Fue así como escribió para la Revista Colombiana, fundada por Laureano Gómez y José de la Vega, su profesor de derecho constitucional, quien luego de publicarle un primer ensayo (sobre algún antepasado suyo que murió encarcelado en España por ir a comprar armas a Inglaterra en la guerra de independencia), lo invitó a colaborar en el periódico El Siglo.

Era el comienzo de su carrera periodística. Primero, columnista ocasional; después, aún sin concluir sus estudios universitarios, redactor de la sección económica, y, finalmente, metido de lleno en la prensa cuando esto era apenas cuestión de linotipos, trabajo intenso hasta muy avanzadas horas de la noche, cubrimiento de intensos debates políticos en el Congreso, tertulias y más tertulias.

Usó un seudónimo: Maxim, cuyo origen había olvidado a pesar de su memoria prodigiosa, la cual se remontaba hasta los pasajes más desconocidos de los años postreros de la Colonia.

Pero, terminó peleando con el gerente del diario, Luis Ignacio Andrade, por discrepancias que se abstenía de precisar. Fue entonces cuando decidió con varios amigos colegas (Francisco Plata Bermúdez, Francisco Fandiño Silva y Jaime Uribe Holguín, todos ellos periodistas de El Siglo) levantar tolda aparte y fundar su propio periódico, para el cual se tenía al menos el nombre: Eco Nacional y una imprenta, precisamente suya, que sabrá Dios de quién la había heredado.

Faltaba el director. Le ofrecieron el cargo a Guillermo León Valencia, quien aceptó pero nunca tuvo tiempo para asumirlo, y a fin de cuentas, en 1947, casi en vísperas de El Bogotazo, el nuevo diario vespertino hizo su aparición, dirigido por El Mariscal Gilberto Alzate Avendaño.

Y fue él, como digno representante de los hermanos Morales (héroes nacionales del 20 de julio de 1810, cuando su produjo la histórica reyerta que desató el movimiento independentista de la Nueva Granada), quien hizo el contacto con Alzate en Manizales, le planteó el proyecto y terminó convenciéndole para asumir esa responsabilidad.

Esa fue su primera disidencia de las toldas conservadoras, si bien saltaba a la vista que era más godo que cualquiera.

Un banco popular

A fines de los años 40, siendo miembro suplente del desaparecido Banco Prendario Municipal, se le ocurrió la idea de crear un banco auténticamente popular, para prestar a los pobres, en quienes confiaba, sobre todo por experiencia en la hacienda familiar, sobre la capacidad de saldar las deudas a pesar de sus escasos recursos.

Y aunque el superintendente bancario de la época, de apellido Leal, se opuso al principio, acabó dándole luz verde a la que antes calificaba como descabellada propuesta que se hizo realidad en 1950 con el nombre de Banco Popular.

Esta entidad financiera nació con modesto capital de miembros de su familia, en calidad de socios, y del municipio de Bogotá, el cual hizo sus aportes con la liquidación del Banco Prendario, cuyos activos (joyas, máquinas de coser y de escribir, etc., una condición básica para acceder al crédito, similar a lo que sucede en las prenderías o casas de empeño) fueron rematados en un martillo de la Bolsa de Bogotá.

El capital inicial fue de seis millones de peso, y su primer crédito, el concedido al propietario de una zorra (cuyo caballo, por cierto, murió luego en un accidente de tránsito), por la insólita suma de 350 pesos.

De ahí en adelante, aquello no fue sino bonanza. Gobernadores y alcaldes, ante el éxito del Banco Popular, hacían fila en su oficina para solicitarle que abriera sucursales en las diferentes regiones del país. Hasta el entonces ministro de Hacienda, Antonio Álvarez Restrepo, le hizo una petición en beneficio de su querida ciudad de Manizales, donde se creó la primera sucursal.

Las demás sucursales vinieron después. Cada ciudad no tenía que poner sino el terreno para construir allí la sede del banco, el cual se pagaba con acciones propias, dentro de una sana política de democratización accionaria.

Y más tarde llegaron, también en serie, las filiales en el exterior: en ciudades capitales de Guatemala, Haití y Bolivia, entre otros países latinoamericanos, casi siempre a petición de sus gobernantes, con quienes aparecía en las fotos que él, Morales Gómez, conservaba en su vieja casona del barrio Teusaquillo, en Bogotá.

Gerente de tres bancos

El negocio con todos ellos era muy simple: 50% del capital era interno, del país respectivo, y el resto, del Banco Popular, el cual tendía así a transformarse -según le dijo Carlos Lleras Restrepo en justo reconocimiento- en un auténtico banco latinoamericano, antecesor del Banco Interamericano de Desarrollo -BID-.

Cada filial manejaba el dinero doméstico sin recurrir al dólar, que era otra de las tantas ventajas para estimular la integración regional.

Hasta abrió oficina en Nueva York. Para esto, algún líder de Puerto Rico, con enorme influencia sobre los latinos que podían incidir electoralmente en pro o en contra del gobernador de turno, le permitió recibir la licencia correspondiente -¡en un día!-, aunque se la negaran al principio.

Como si fuera poco, el banco creó otros similares: el Popular Hipotecario (anterior al Banco Central Hipotecario -BCH-, que luego lo compró) y el poderoso Banco Ganadero, que abrió sus puertas en la calle trece con carrera séptima, minutos después de que su primera esposa terminara de instalar las cortinas.

Era, pues, gerente de tres bancos. Se había erigido en poco tiempo, al decir de la revista Cromos, en un super-Estado, y, tras fundar la Asociación Colombiana de Pequeños y Medianos Industriales -Acopi- y la Feria Internacional de Bogotá (el Banco Popular adquirió los terrenos para la sede de Corferias), no le quedaba sino ser ministro para sentirse de nuevo a sus anchas, al igual que los Morales de antes, en los círculos palaciegos.

El general Gustavo Rojas Pinilla, en buena hora, le tendría reservado el puesto.

Minhacienda sin plata

“Te acabo de nombrar ministro de Hacienda -le dijo Rojas en 1953, casi en el momento de llegar a Palacio. Como estaba previsto por su nuevo jefe, se posesionó de inmediato, lejos de imaginarse que la situación de las finanzas nacionales fuera tan difícil.

Era crítica en verdad. A la salida del ministro Carlos Villaveces, no había sino problemas: bajo precio externo del café, muy inferior al estimado por las autoridades económicas; cero reservas internacionales, con un Banco de la República “sin plata” (situación que, al parecer, provocó el deceso posterior de su gerente, Luis Ángel Arango); una cuantiosa deuda externa, tanto pública como privada, y “ni un peso para pagar”, como si fueran pocas las dificultades.

Por fortuna, salió bien librado. Cerró las fronteras, para frenar aquella apertura de medio siglo; suspendió múltiples importaciones, como no fueran las realmente indispensables; subió aranceles y dedicó todos sus esfuerzos a aumentar el ahorro, con austeridad absoluta en un régimen caracterizado por su generosidad para atender a las demandas populares.

De este modo ahorró algo así como US$180 millones, suma con la cual se fue a Nueva York para negociar con los banqueros, llevando un as bajo la manga: pagar 40% de contado, y el 60% restante, a plazos.

Las reacciones iniciales fueron contrarias: lo mandaron, en la banca comercial, a obtener un nuevo préstamo del Banco Mundial, descartado de antemano, y no tuvo otra salida que hacer el arreglo con su banco, el Popular (filial de Nueva York), al que algunas entidades le siguieron los pasos.

Rumbo a la recuperación

Ese fue el comienzo de una recuperación que los historiadores económicos sabrán determinar hasta qué punto se dio o no y si la negación de que se diera fue más bien por la honda crisis política que afrontó el régimen y provocó su caída.

De dicha caída, él fue testigo de excepción: A su regreso de Estados Unidos (donde estaba con el gerente de la Federación de Cafeteros, Manuel Mejía, siempre en busca de préstamos, y cuando recién había sido portada de la revista Time por ser “El Superministro de Rojas”), sostuvo una extensa charla con el general, quien descartaba de antemano la validez de la presunta omnipotencia de su funcionario o el deterioro de sus relaciones personales.

Fue cuando el mandatario le confesó que pensaba renunciar, que estaba cansado y dejaría una junta de gobierno, de la cual esperaba que él, Morales Gómez, formara parte.

Un militar oyó la conversación, pues lo alcanzó a ver por la puerta abierta del salón en que estaban. Y poco después apareció el general Rafael Navas Pardo, notificando la decisión tomada: “Nosotros, en condición de máximos jefes de las fuerzas militares de Colombia, no permitiremos civiles en la nueva junta, si llegara a formarse”, declaró sin vacilaciones, jurando, con arma al cinto, lealtad absoluta al presidente de turno, si bien se disponía a reemplazarlo…

Todo sucedió en forma rápida, sorpresiva. En la madrugada del 10 de mayo de 1957, Morales Gómez se despertó por el ruido ensordecedor en las calles capitalinas al celebrarse el fin de la dictadura y el retorno a la democracia, como dirían los periódicos que tanto incidieron en la caída del gobierno y su reemplazo inmediato.

Sus últimos días

Ante lo ocurrido, vino su exilio voluntario, primero a Bolivia y después a Guatemala, por la persecución política -según decía- que a continuación desató el presidente Alberto Lleras Camargo (1958 – 1962) en contra suya no sólo por su cercanía a Rojas sino por un pasado incidente personal en Washington, el cual generó finalmente la salida del entonces secretario general de la Organización de Estados Americanos -OEA-.

Fue asesor presidencial en Guatemala, promovió la creación de un mercado común centroamericano, replicó su experiencia del Banco Popular en México y sólo regresó a Colombia muchos años después, en 1970, por solicitud expresa de Enrique Santos Montejo –Calibán-.

En sus últimos años, hasta su muerte en febrero de 2011, se dedicó por entero, como su padre, a los negocios particulares, a su hacienda, a su ladrillera y a un nuevo banco, esta vez de materiales de construcción para vivienda de interés social, o sea, para gente pobre.

Aún era rojista -no anapista, aclaraba- y añoraba sus épocas en que fue Superministro, cuando se entrevistó incluso con el presidente Eisenhower, ante quien terció para evitar un conflicto diplomático por la cuenta de cobro que el embajador norteamericano hizo a nuestro país, en nombre de su gobierno, por gastos en la Guerra de Corea.

“Les voy a cambiar al embajador”, respondió el presidente de Estados Unidos, quien cumplió ipso facto su promesa.

Sólo le acompañaban los recuerdos de su paso por el poder, donde repitió la hazaña de sus ilustres antepasados, Los Morales, protagonistas de la reyerta que dio origen a la independencia nacional.

Los tiempos habían cambiado, a pesar de todo…

(*) Ex director del diario “La República” y Magister en Economía de la Universidad Javeriana