El temor del desempleo
A veces parece que los desempleados son tratados como una plaga en vez de ser vistos como personas que se merecen un lugar en el mundo. Todos los análisis económicos sobre los salarios y el empleo suelen traducirse en cifras y estadísticas que denotan la situación del país; pero lo que suele olvidarse a menudo son las condiciones familiares, sociológicas y psicológicas a que se enfrentan los asalariados y los que carecen de trabajo, unos y otros.
Es conveniente diferenciar que una cosa es el desempleo, y otra el miedo al desempleo. El desempleo a menudo puede verse como parte temporal y pasajera de una vida digna y respetable, o como una circunstancia general de la economía que es incapaz de resolver dicho problema. Hay suficientes estudios e investigaciones que se han ocupado de este asunto y, desde luego, cientos de propuestas para erradicar el inconveniente en definitiva. (Por supuesto ninguna tan practica e ingeniosa como la recomendación de Keynes quien le propuso a Roosevelt que creara muchos empleos pagando una obreros que cavaran unas zanjas, en tanto que otros miles vinieran detrás tapándolas; con esa insólita medida se aseguraba el pleno empleo!).
Pero el miedo al desempleo es otra cosa: este miedo solo nace principalmente en el corazón de quienes ya tienen un trabajo determinado. Los desempleados hacen colas, revisan los periódicos, vagan de un lugar a otro, presentan hojas de vida, sufren los rechazos, se ilusionan tan pronto como se desilusionan, se quejan, protestan, y sufren. Los empleados, en cambio, a menudo son sadizados, presionados hacia la sumisión, abierta o tácitamente obligados a aceptar reglas inequitativas; acosados y acosadas y muchas veces resignados a sufrir en silencio el estado de su conformismo.
Muchas situaciones pueden ilustrar lo que significa el miedo al desempleo: este temor se traduce en las distintas maneras como soportamos, o no, los maltratos al decoro; vale decir, a los sapos que nos debemos tragar cuando las conductas de otros nos obligan a hacerlo. Algunos empleados simplemente viven atragantados por la complicidad en torno a los actos de terceros. Cuando entran al mundo laboral, tienen que soportar los abusos o caprichos de otros –-jefes, compañeros, amigos— porque su silencio significa el precio a la sobrevivencia en el empleo. Esto es más que un irrespeto, es una vejación.
Porque infortunadamente garantizar la seguridad personal y de la familia tiene un precio: el que a menudo tienen que pagar los empleados y empleadas cuando deben soportar las vejaciones a su dignidad. “Tráigame treinta votos o sino le quito el contrato” es una frase muy escuchada en estas épocas electorales y esa orden constituye un abuso no solo moral sino legal que muy pocos denuncian precisamente por el temor al desempleo. Cuando las sociedades se construyen con la presencia de tales amenazas, lo que veremos enseguida será una multitud de ovejas pastando en los potreros de los abusadores.
Una de las condiciones del bienestar consiste en abogar por un mejor trato en el trabajo (porque el trabajo no es una maldición divina sino un espacio para realizarme como persona), aunque muchos sabemos que no existe ninguna clase de fórmula perfecta para que la humanidad tenga una respuesta al menos satisfactoria al tragadero de sapos o a los miedos reales que se dan para conservar los ingresos de una familia.
Octubre 2020