28 de marzo de 2024

Calamares en su tinta (Intermedio) de Juan Esteban Constaín

19 de septiembre de 2020
19 de septiembre de 2020

Apuntes, d.j.a.

Este libro es una absoluta delicia. Es una colección de ensayos muy breves, alrededor de setecientas palabras cada uno, publicados originalmente en el diario El Tiempo, cuestión que da lugar a un primer texto –el único que sobrepasa la extensión de dos páginas largas– donde Juan Esteban Constaín (Popayán, 1979) cuenta la historia del comentario de prensa, desde el primer columnista, un farmacéutico y botánico inglés del siglo XVIII llamado John Hill, y reconoce sus filiaciones: Aulo Gelio, Thomas Browne, Montaigne, Francisco de Cascales, Jerónimo Feijoo, Max Beerbohm, Mary Beard, Umberto Eco, Ortega y Gasset, Larra, Karl Kraus, Kurt Tucholsky.

También advierte allí que “casi nunca me ocupo, en mi columna, de la actualidad política ni de la coyuntura”, bendito sea, porque al volverla libro, esa columna adquiere su verdadero carácter de ensayo literario a prueba de los desgastes de las noticias de prensa. Más adelante añadirá: “las noticias de estos días (puede uno poner aquí la fecha que quiera) son el horror: desastres naturales, el más grave de los cuales sigue siendo la especie humana; la guerra, la intriga, la violencia, la maldad; y la política con su voracidad inagotable, que todo lo tiñe y todo lo arruina, que no deja resquicio sin contaminar. El asteroide ese que iba a destruir la Tierra ya llegó hace mucho, es el hombre. Somos nosotros”.

En suma, estas pequeñas joyas son una delicia porque, desde el principio, su propósito –cumplido con creces– consistía en “una columna que tenía que ser sobre temas que me hicieran feliz, que me gustaran mucho”. Y él mismo, también con tino, resume los temas que lo emocionan, lo conmueven, le interesan: “puede ser un libro o un viejo episodio de la historia o un personaje o una noticia extraña o un rasgo inesperado o cómico o absurdo del mundo o mi país, cualquier cosa que llame mi atención se me vuelve un objeto literario”. Y de eso estoy hablando. De literatura. De magnífica literatura. (Tan buena que, ahora lo descubro, la nota introductoria es la mejor reseña que puede hacerse de este libro: de modo que reseñarlo es superfluo porque ya existe la mejor reseña).

Además del estilo, que le vuelve al lector un placer el deslizarse por sus párrafos, Constaín tiene la puntería y la memoria para la anécdota inesperada o desconocida, para la cita precisa, cuando no para intercalar aforismos involuntarios en medio de su líquida prosa.

Hablando de Scrooge, el avaro del Cuento de Navidad, dice que Dickens lo copió de la realidad, de un tal John Elwes, un millonario y político, que “vivía en un castillo, pero era tan tacaño que allí vivía a oscuras para no gastar nunca el sebo de las velas”. Su biógrafo cuenta “que Elwes no se cambiaba jamás la ropa para no gastar agua ni jabón. Que hacía largas filas con los pobres para comer gratis lo que fuera”. Y comenta: “los tacaños no van al infierno, ser tacaño es el infierno”.

Constaín tiene particular afición, qué digo, más que afición, una pasión y un conocimiento profundo del siglo XVIII, de modo que estos Calamares en su tinta están habitados por personajes de esos tiempos, como Horace Walpole –“el mejor conversador de su época”–, inventor de la palabra serendipity. O Emma Hamilton: “todos hablaban de ella, de su talento para el baile y la conversación, de su olfato certero para manejar los hilos del poder entre Nápoles y Londres. Pero hablaban de ella también porque era la protagonista del que es acaso, aún hoy, el trío amoroso más célebre de la historia, completado por su marido lord William Hamilton, y por el almirante Horace Nelson, quien perdió la cabeza por ella”. Antes ha contado que “cuando a Goethe le preguntaron que cuál era el hombre más importante de su tiempo, lo dijo sin la mayor vacilación: ‘Emma Hamilton, quién lo duda’”.

Siguiendo con el siglo XVIII, “quizás el siglo más inteligente de la historia”, Constaín nos regala un precioso ensayo sobre James Boswell, el biógrafo del doctor Johnson (“el hombre más inteligente de su siglo”). Boswell, “un idiota…; un hombe elemental y disoluto y bohemio, ingenuo, vividor, festivo y enamorado y banal: un amigo de sus amigos –el mejor–, un zoquete consciente de serlo y agradecido por vivir rodeado de sabios y luminarias”. Boswell siguió a Johnson por todas partes, anotó lo que decía y le tenía reverencia; “no toleraba que nadie en su presencia hablara mal de él, jamás. Y si alguien lo hacía, se levantaba como un caballero y le daba un feroz bastonazo. (…) Lo curioso es que Johnson despreciaba a Boswell y lo reprendía todo el tiempo. O más que despreciarlo, lo trataba con resignación y condescendencia: una estatua que le habla desde su pedestal a un pobre mortal que la adora deslumbrado, ciego de amor. Y sin embargo, con los años y los siglos (…), ese mundo tan brillante y genial es comprensible y tolerable, sólo en la mirada de Boswell. Gracias a ella lo conocemos mejor, lo disfrutamos de verdad, lo recordamos siquiera”.

Antes de salirme del siglo XVIII transcribo un documento notarial firmado por Jonathan Swift titulado Intenciones para cuando esté viejo: “no casarme con una mujer joven. No frecuentar jóvenes, a no ser que ellos lo quieran. No querer a los niños (no dejar que se acerquen). No contar una y otra vez las mismas historias a la misma gente. No ser codicioso. No recordar mi belleza ni mi fuerza ni mi suerte con las mujeres. No hablar mucho, menos de mí mismo”.

Texto tras texto, Constaín va haciendo una lista de lecturas recomendadas: “La muerte del estratega [de Álvaro Mutis es] el mejor relato de la literatura colombiana, para mí”. También hace un elogio de Álvaro Uribe Rueda y dos de sus libros: La otra cara de la luna, “una refutación de la ‘leyenda negra’ contra España y una defensa del legado hispánico” y Bizancio, el dique iluminado. Siguiendo con los colombianos, García Márquez aparte –y Volkening y Hernando Téllez–, Constaín manifiesta su fervor por Nicolás Gómez Dávila, y entiende su obra como “una invitación a pensarlo todo sin concesiones ni dobleces, una oportunidad para cuestionar desde el fondo los dogmas de la modernidad, tan soberbios, tan ingenuos”.

Constaín tiene afición particular por los grandes historiadores, los que emprenden visiones macro, como Fernand Braudel, como Martin Bernal, como Ernst Gombrich, como Eric Hobsbawm que “en 1963 dijo que en veinte años nadie iba a saber quiénes eran los Beatles”; muchos años después “eso dijo Hobsbawm cuando le pregunté, en una cafetería del Hay, por los Beatles: ‘me alegra haberme equivocado. Predecir el futuro es tan difícil como predecir el pasado’”.

Al respecto de esos proyectos de hacer la gran historia universal, cuenta Constaín que sir Walter Raleigh lo tuvo mientras era prisionero en la Torre de Londres: “una noche oyó un ruido aterrador bajo su celda; no pudo dormir. Al otro día preguntó qué había pasado, nadie fue capaz de contestarle, nadie sabía. Puso en su diario: ‘hasta hoy llega mi proyecto de hacer esa historia universal. ¡Si no puedo saber qué pasó anoche bajo mi celda, qué voy a poder saber cómo eran los asirios hace miles de años!’”.

Siguiendo con los historiadores, hay un ensayo en el que cuenta una historia de Werner Jaeger, el autor de la Paideia, un absoluto clásico sobre la antigüedad griega. Mucho tiempo después de haberlo escrito, en 1956, fue por primera vez en su vida a Atenas. “Pero en ese viaje ateniense, de frente por fin a todos esos lugares de los que había hablado y escrito toda su vida, el maestro prefirió no verlos y en cambio se quedó tranquilo en su habitación tomando vino. Parece que sí fue a la Acrópolis, pero en vez de subirla la contempló a la distancia, vio desde abajo el Partenón, muy rápido, y se montó en un taxi y se fue para su hotel y nunca más volvió (…). A veces es mejor no arruinar la magia de las cosas; a veces es mejor recordarlas sin haberlas conocido. Eso mismo, según Jeager, había hecho August Boeckh, otro de los mayores expertos en la Grecia antigua y quien un siglo antes que él, y con el mismo argumento, también se había negado a ir a Atenas a verla de verdad: prefería no hacerlo, aterrado ante la posibilidad de que la realidad fuera inferior a su ilusión y a sus expectativas”.

Su interés en la historia va desde lo universal a lo colombiano: no faltan ensayos sobre don Jaime Jaramillo Uribe y sobre Fernando Guillén Martínez; para Constaín, El poder político en Colombia, de Guillén, “es quizás el mejor libro que se haya escrito sobre este país”.

Algunos libros que receta Constaín son: Ficción y reflexión de José Bianco, El defensor de Pedro Salinas, Nocturno de los 14 de Ramón J. Sender, Historia de la filosofía de Julián Marías, España como preocupación de Dolores Franco, Los enamoramientos de Javier Marías, Fiebre en las gradas de Nick Hornby, El ladrón de recuerdos de Michael Jacobs, El rumor sutil de la prosa de Giorgio Manganelli, Historia oficial del amor de Ricardo Silva, El orden del día de Éric Vuillard, Mi gente de Alberto Lleras, Sonámbulos de Christopher Clark.

Además de su desenfadado despliegue de cultura y de humor, de buena prosa y de sentido para traer anécdotas a cuento, Constaín no descarta pequeños ensayos más personales. En uno, admite que es impuntual de nacimiento y en otro, que le dan ataques de risa nerviosa. Y, con varias historias, revela su fascinación por las palabras. Se refiere a una antigua palabra anglosajona, uhtceare, que significa “lo que siente quien se despierta antes del alba y no puede volverse a dormir porque algo lo atormenta”. Transcribe los usos que un amigo barranquillero le da a la interjección ajá: “pregunta, respuesta, afirmación, negación, saludo, despedida, regaño y ajá”. Trae a colación la palabra japonesa komorebi, que “es el nombre que recibe la luz del sol cuando atraviesa las hojas y las ramas de los árboles”. También japonés es el término tsukan, que “es la sensación, la conciencia súbita, como una revelación, que tenemos cuando algo nos falta”. Siguiendo con las palabras, Constaín celebra –y con razón– el Diccionario de colombianismos del Instituto Caro y Cuervo y cuenta que “un inglés que vino a Colombia en 1828 decía que dos expresiones nos definen: ‘mañana’ y ‘se me olvidó’. La eternidad del tiempo que no fue, el futuro y el pasado”.

Dedica varios ensayos, y con diferentes enfoques, a sus relaciones con los libros, comenzando con “esa pregunta que atormenta, hasta el último de sus días, al bibliópata integral: ¿por qué compramos tantos libros si ya tenemos tantos por leer? ¿De dónde nos viene esa voracidad acumulativa que va sitiando nuestra vida hasta poblarla y sacarla de su casa?”. Más adelante, en otro texto sobre el mismo tema, enuncia “esa ley sagrada y brutal y feliz de la bibliomanía que reza: nunca vamos a encontrar el libro que estamos buscando sino solo cuando lo dejemos de buscar. Ahí sí aparece”.

Hay otros sobre noticias insólitas, como la absolución del poeta Ovidio, que fue desterrado por el emperador a las orillas del mar Negro y nunca pudo volver a Roma. “Lo que en realidad parece que ocurrió es que Ovidio se acostaba con la hija o con la hermana del César, o con las dos” y, por eso, Augusto nunca le permitió volver a su Roma amada. Lo que cuenta Constaín es que dos concejales de Roma presentaron una proposición para que, dos mil años después, Ovidio pueda regresar a Roma. Romano, también, es el ensayo que dedica al caballo de Calígula, Incitatus, que fue nombrado senador por su dueño; al respecto, cita a Albert Camus: “felices quienes fueron gobernados por el caballo de Calígula”.

Siguiendo con las noticias inusitadas, en un texto se refiere a una carta que tardó 138 años en llegar y en otro cuenta que una granjera, Leigh Erceg, en una mañana de 2009 estaba alimentando sus gallinas, dio un mal paso, se cayó, se dio un golpe en la cabeza, quedó en coma durante varios meses y, al despertarse, esa mujer de limitada educación, una campesina que sólo sabía lo necesario para ser campesina, “se levantó convertida en una poeta y una pintora; también en una mujer con un descomunal talento para las matemáticas”.

Hay un ensayo sobre las erratas donde está “la famosa anécdota de Blasco Ibáñez, en una de cuyas novelas quedó que una señora se levantaba con el ‘coño fruncido’, cuando el original decía ‘el ceño’”. Y, enseguida, hay otro texto, precioso, sobre Pete Best: “el famoso (o más bien todo lo contrario) baterista de los Beatles que dejó de serlo justo en la víspera de que el grupo grabara su primer disco”. Y, más adelante, una inesperada historia de los robots: el primer robot lo construyó en el siglo IV a. C. un tal Arquitas de Tarento, “quien según Aristóteles fue también el inventor de otra cosa mejor y más duradera: el sonajero”.

Cuenta que Maquiavelo era un buen tipo y que “le tenía terror a su esposa”, y anota que “los hermanos Grimm odiaban a los niños y vivían los dos con la misma mujer”. Y, al reseñar una biografía de la hija de Carlos Marx, aprovecha para contar que éste “era un mujeriego y un vividor, [de quien] todos huían despavoridos, ante los raptos de furia y de celos del gran defensor del prójimo. No, no había tiempo que perder en esa casa, primero estaba la humanidad. En mayúsculas, como les gusta a los egoístas, La Humanidad”.

Termino contando una historia que ocurrió en una base rusa de investigación aislada del mundo, situada en la Antártida. Allí trabajaban –y vivían– Sergei Savitsky y Oleg Beloguzov. Un día, Sergei atacó a Oleg “como poseído por una furia sobrenatural, gritando como loco y, de repente, yendo primero al cuello y después al corazón en certeros golpes que dejaron por el piso a la víctima, tan confusa como maltrecha (…). Lo que exasperó a Sergei Savitsky y lo llevó a la lucha fue la costumbre que tenía Oleg Beloguzov… de contarle a la brava el final de los libros que su colega leía”.

Magnífica lectura. Como para gozar leyendo. Y no les cuento el final.