29 de marzo de 2024

Abdón Espinosa Valderrama, economista en el cuarto poder

19 de septiembre de 2020
Por Jorge Emilio Sierra Montoya
Por Jorge Emilio Sierra Montoya
19 de septiembre de 2020

Imagen tomada de El Heraldo

El ex ministro Abdón Espinosa Valderrama falleció en 2018, hace apenas dos años, cuando sólo le faltaban tres para cumplir un siglo de vida (1921-2018).

Casi hasta el final de su larga existencia, mantuvo una columna editorial en el periódico “El Tiempo”, siendo reconocido, de tiempo atrás, como uno de los mejores economistas del país, según era admitido a diestra y siniestra.

La presente entrevista, realizada en 1994, fue incluida en sendas ediciones de “Protagonistas de la Economía Colombiana” (1995) y “50 Protagonistas de la Economía Colombiana” (2004), además de aparecer en el libro “Huellas en la Academia” (1918), el primero de mis Obras Escogidas en Amazon.  

“Abdón es Abdón”

“Porque Augusto es Augusto, pero Abdón es Abdón”, decía algún poema satírico bastante popular hace varias décadas, cuando ambos personajes, los hermanos Espinosa Valderrama, eran auténticas personalidades nacionales.

Lo eran, claro está, porque Augusto ejercía un gran protagonismo público en el partido liberal hasta su muerte, mientras Abdón era uno de los economistas más prestigiosos del país o al menos el más conocido por su columna habitual en el periódico El Tiempo.

A lo mejor por eso, o sabrá Dios por qué, fue tan difícil conseguir esta entrevista. Pero, al fin la concedió. Y fue así como, de buenas a primeras, me encontré en su casa al norte de Bogotá, ante su vasta biblioteca, a la espera de su aparición en una amplia escalera cubierta por un largo tapete rojo…

En las paredes del estudio, fotos con varios ex presidentes, ilustres copartidarios; con el Rey Juan Carlos y la Reina Sofía; en una flamante carroza, como si los tiempos coloniales no hubieran concluido, y hasta un retrato suyo, en pleno centro de una pared, rodeado por diplomas, condecoraciones, medallas y más medallas.

“Abdón es Abdón”, dije para mí casi al momento en que él empezaba a bajar por las escalas con la solemnidad debida.

Infancia campesina

A primera vista parecía un típico bogotano, más bien santafereño, chapado a la antigua. Pero, no. Era de Bucaramanga, campesino -confesaba, si bien con orgullo de propietario-, y al abordar el tema no dudó en remontarse a su infancia, a los lejanos años veinte, cuando el setenta por ciento de nuestra población vivía en el sector rural.

“Es que allí había más comodidades que en la ciudad”, explicaba, hablando a continuación de esa finca familiar, cercana a la bella capital santandereana (entonces una aldea apacible), donde permaneció hasta cuando inició estudios de primaria.

Y aunque entró a la escuela (donde su hermano Augusto apenas le llevaba un año escolar, a pesar de la mayor diferencia de edades), pasaba mucho tiempo en el campo, acostumbrado ya a la molienda nocturna, a sus ruidos de caña.

No obstante, el paso de los días lo lanzó a Bucaramanga. El destino era ineludible: su familia, de las más tradicionales en la región, le impuso las normas. Fue así como desde los balcones de la casa del general Aníbal Valderrama observaba las concurridas procesiones de Semana Santa.

Y en su propia casa, con escasos diez años a cuestas, tuvo el primer contacto con el poder público, pues Eduardo Santos, hacia comienzos de la República Liberal que vino tras la prolongada Hegemonía Conservadora, se hospedó en ella como gobernador, cargo que ocuparía por sólo cuarenta días, mientras se superaba una grave emergencia política.

Nada extraño, por cierto. Su padre era dirigente liberal; la elección del Presidente Enrique Olaya Herrera fue vivida por él visceralmente, a tan temprana edad, y aquella experiencia familiar con Santos fue clave para el posterior apoyo santandereano a su candidatura presidencial, con la que saldría triunfante.

Tampoco era de extrañar que al joven Abdón lo esperara el prestigioso Colegio Mayor del Rosario en Bogotá.

Del Rosario a la Universidad

Llegó en los albores de su adolescencia, a los trece años. Traía la fiebre de la literatura, debido con seguridad a su sensibilidad formada en el campo, pero el rector del claustro, monseñor José Vicente Castro Silva, lo recibió con un cordial regaño al verlo leer Crimen y castigo de Dostoievski, si bien le regaló, como premio de consolación, un libro con poemas de Bécquer, puerta de entrada a los clásicos españoles que tanto lo conmovieron, al igual que Balzac, Shakespeare, Wilde…

Escribía versos, que llegaron a ser aplaudidos por Juan Lozano; leía latín de corrido (“En los recreos -recordaba- a Cicerón”), y obtuvo por tanto una sólida formación humanista, de la que mucho se enorgullecía.

Quizá esa formación, esos valores intelectuales, ese gusto por la política y su cercanía al Estado, lo llevaron a estudiar Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional, de la que luego fue profesor de política fiscal, con énfasis en historia.

Fue un buen estudiante, mejor incluso que su hermano Augusto, quien sí lo había aventajado, con notas excepcionales, en bachillerato. “Se invirtieron los papeles”, decía con fraternal satisfacción.

Y allí nació su afición por la economía, tanto que, a medida que avanzaba en la carrera universitaria, tenía cada vez mayor interés por ella, en la que recibió hasta un curso del ministro de Hacienda de la época, Carlos Lleras Restrepo, su posterior director de tesis.

Precisamente Lleras lo vinculó a la burocracia. Como contador privado de estadística, en 1942, cuando en realidad era su asistente inmediato. Y se ganó el puesto, todo por un examen que le hizo el futuro Presidente de la República, quien, al descubrir su vasto conocimiento teórico pero nulo en la práctica, le daría la oportunidad de vincularse al alto gobierno.

Así las cosas, a los 22 años ya era abogado, con énfasis en formación económica, y devengaba en las arcas oficiales, con las que estaría bastante familiarizado a lo largo de su vida, incluso como ministro de Hacienda en dos ocasiones.

En el cuarto poder

Volvió a su tierra natal. Se fue como secretario de hacienda del gobernador Alejandro Galvis, a quien reemplazó varias veces. En alguna de ellas le tocó nada menos que el fallido Golpe de Estado a Alfonso López Pumarejo, cuando la guarnición militar de Santander se alzó también contra el gobierno.

El viejo López le ofreció, acaso como contraprestación a su lealtad incondicional, la principal secretaría de la Embajada de Colombia en el Vaticano.

Aceptó. Regresó a Bogotá, preparaba maletas, hubo el relevo presidencial con Alberto Lleras por la renuncia del titular…, pero nació su primer hijo, hecho que le obligó a suspender el viaje, tanto como un mensaje de Carlos Arango Vélez, leído por el propio Lleras Camargo para ofrecerle la secretaría privada de la Presidencia de la República, en reemplazo de Indalecio Liévano Aguirre.

Poco después sucedió, sin embargo, lo que ningún liberal esperaba: la derrota de su partido, en manos del jefe conservador Mariano Ospina Pérez. Aunque Lleras le había prometido puesto en el exterior, prefirió quedarse en el país.

Y empezó a entrar, con pie derecho, en el periodismo. Primero, como fundador, con su anterior jefe, de la revista Semana, donde asumió la gerencia, y más tarde, en el año 1948 de El Bogotazo, como subdirector de El Tiempo, periódico lanzado de lleno a la oposición.

Fue Eduardo Santos, propietario de El Tiempo, quien lo vinculó allí (recuérdese: el ilustre huésped de su casa en Bucaramanga).

“Necesito alguien que sepa decirle No al gobierno”, le dijo. Y en pocos meses ya estaba como subdirector y gerente, ocupando la dirección en calidad de encargado, cuando se ausentaba el director titular, don Roberto García Peña.

Le tocó, en cuanto tal, el cierre e incendio del periódico, la liquidación de personal en el gobierno de Rojas, sobrevivir sin un aviso oficial durante quince años y soportar, fuera del riesgo de ser el último día de edición, el hostigamiento personal, propio del sectarismo de la época.

Una época de la que más recordaba su profunda amistad con Santos, quien lo nombró, hasta su muerte, apoderado general de todos sus bienes.

Ministro en apuros

Cuando Lleras Restrepo, en pleno Frente Nacional y para suceder a Guillermo León Valencia, fue elegido Presidente de la República, no dudó en llamarlo a ocupar el Ministerio de Hacienda. Y él tampoco dudó en acoger el llamado: “No perdamos tiempo -le respondió-. Yo también he pensado lo mismo”.

Lo que no había pensado, a pesar de su versación en temas económicos, es que la situación fuera tan crítica: sin reservas internacionales o, aún peor, con reservas negativas; cuantiosas deudas en el exterior, tanto del Banco de la República como de la Federación de Cafeteros, y, en general, condiciones muy difíciles “que impedían prácticamente moverse”.

Para colmo de males, el precio externo del café se fue a pique, el Fondo Monetario Internacional -con múltiples recomendaciones a cuestas- cerró el crédito a Colombia, y todos a una, con el gobierno americano a la cabeza, se oponían a la alternativa que empezó a abrirse paso entre nosotros: el control de cambios, no la devaluación exigida.

Al interior del gobierno nacional había criterios encontrados. Pero Lleras, luego de escuchar ambas partes, lo apoyó, para fortuna de su mandato y del país: hubo repatriación de capitales, suficientes para elevar las reservas y reanudar los pagos suspendidos durante seis meses.

Participó, pues, de la elaboración y promulgación del Decreto 444, piedra angular (hasta la libertad cambiaria de los últimos años) del manejo cambiario, si bien fue un crítico recio de la devaluación gota a gota que originó “porque su automatismo -explicaba con tono profesoral- contribuyó a la inflación inercial”, aquella que ahora el gobierno de Ernesto Samper pretendía erradicar a través del Pacto Social.

Fue artífice, además, de una reforma tributaria, donde nacieron la retención en la fuente y los anticipos, “clave -sostenía- del equilibrio de las finanzas públicas, sujetas a un manejo riguroso”.

A ese manejo precisamente atribuyó el éxito que no temía en celebrar con base en resultados que José Antonio Ocampo calificó en alguno de sus libros como el mayor dinamismo económico de nuestra historia económica. En efecto, el crecimiento del país fue de 6,5 por ciento, cerrando el cuatrienio en un altísimo siete por ciento que casi nunca se volvió a alcanzar.

Todo -sostenía- por el presupuesto equilibrado a nivel nacional y del Fondo del Café, la adecuada orientación del crédito, el control de intereses con persecución a la usura y una alta inversión pública (especialmente en infraestructura y educación), entre otras políticas que las autoridades de turno deberían -según él- tener siempre en cuenta.

La segunda oportunidad

Mientras fue ministro de Lleras en todo su período, de López lo fue apenas durante nueve o diez meses para suceder a Rodrigo Botero y entregarle a El Cofrade, Alfonso Palacio Rudas, quien -según afirmaba- “no cambió nada” de su política económica.

Ni siquiera lo que se debía cambiar -agregó-, como descongelar los arrendamientos y desmontar el encaje marginal que se había establecido, con diferentes mecanismos adicionales, para frenar el desbordamiento monetario causado por la bonanza y el uso o abuso de la llamada ventanilla siniestra del Banco de la República, por donde entraban dólares a granel.

Se esterilizaron 380 millones de dólares, se cerró la ventanilla, de nuevo hubo control de intereses, y también repitió la exitosa experiencia de fomentar las exportaciones, con tan buenos resultados que en julio de 1977 no se registró aumento en el costo de vida: ¡cero inflación!

Hubo, entonces, apretón monetario pero con crecimiento económico por el fomento al aparato productivo y, en especial, a las exportaciones, sin olvidar la reducción de precios.

Luego vendría, en 1970, la publicación de su columna Espuma de los acontecimientos en El Tiempo, con tanta acogida que hasta obtuvo un programa de opinión en televisión, transmitido durante casi un lustro.

Contribuyó por terciar ante Ospina Pérez para que Rodrigo Llorente fuera ministro de Hacienda en el gobierno de Misael Pastrana Borrero; fue embajador en España, durante el mandato de Julio César Turbay Ayala, tras fracasar en la campaña reeleccionista de Lleras Restrepo; escribió un programa liberal, por altísimo honor de Alberto Lleras, y siguió dedicado por entero al análisis de la economía y la política, en su residencia al norte de Bogotá.

Abdón era Abdón, definitivamente.

(*) Ex director del periódico “La República” y Magister en Economía de la Universidad Javeriana en Bogotá – [email protected]