28 de marzo de 2024

Caritas romana

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
17 de julio de 2020
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
17 de julio de 2020

Sus pasos eran firmes, los pies iban descansando sobre el suelo con cadencia y seguridad, los músculos aún obedecían sin dudar a su cerebro y este no se debatía. La miraba embelesado mientras le iba conversando, como si fuera un amante apasionado. Ella, menos segura que él, caminando de lado, casi como esperando que él diera un paso en falso, presta a socorrerlo, iba vestida de blanco hasta sus zapatos, ropa interior incluida.  Llevaba el uniforme de enfermera ajustado a su cuerpo, tanto como le había sido posible ajustarlo a la costurera. Un mínimo esfuerzo, la intempestiva necesidad de socorrer al hombre en su, esperada, caída, hubiera puesto en riesgo cualquiera de las costuras y habría quedado al descubierto aquella piel trigueña, sensual y desbordante.  Él habría dado los restos de su vida por un instante así, que le permitiera ver, tal vez tocar, aquella voluptuosidad apenas contenida tras esa tela blanca y traslucida.

El sendero por el que caminaban estaba cubierto de musgo, era un riesgo para ambos, al menos para los huesos del hombre y para la blancura del uniforme.  Ella le tomó la mano y él aprovecho para cogerla como si fuera su mujer, anulando de un tajo cualquier conmiseración o debilidad; ella, sin embargo, persistía en cierta delicadeza sanitaria.

Cruzaron la calle tomados de la mano, ella como su asistente, él como un amoroso. Pero -cuidado lector, aquí aparece Pero– el maldito uniforme desentonaba. Lo ponía a él en evidencia y a ella la libraba de la malicia que provoca la sustancial diferencia de edades.

Subieron la cuesta a un paso rápido y cadencioso. Seguro iban camino al apartamento del hombre. A partir de acá solo vienen burdas elucubraciones; resultado tal vez de la desbocada imaginación de mi propio futuro, o del que habría soñado mi padre, que justo apenas entrar a la clínica, poco antes de que le declararan su enfermedad incurable, que unos días después le provocaría su muerte, hizo brillar sus ojos emocionado ante la hermosura de la médica, que delicadamente lo atendió: otro ser lo roía por dentro, y él, en cambio, atendiendo sus instintos, pensaba atrevidamente en la mujer que tenía al frente.

Volvamos al anciano y a la enfermera; habrán llegado al edificio tomados de la mano. Él habrá soñado con que la caminata fuera eterna. Supongo que, a esa edad, si aún se ama la existencia, uno quiere que cada instante se extienda eternamente. Habrán subido las escaleras o el ascensor, y se habrán sentado en la misma mesa, uno frente al otro.  Ella, paciente y solícita como seguro se lo habrán pedido las hijas que la han contratado, le habrá rogado que coma un poco y se hidrate, nada de café, ni alcohol, solo aguas saborizadas y un batido nutritivo, pero insípido y artificial. Él, la habrá mirado con deseo, provocado aún más, por aquella blusa ceñida que amenaza con soltar algún botón de un momento a otro y dejar al descubierto lo que lo atormenta cada noche desde que ella apareció en su apartamento, contratada con el fin de que le hiciera compañía durante el día, y le evitara las molestias provocadas por los olvidos recurrentes.

Pero -lector, otra vez Pero– el cuerpo del viejo está entero, y la mente también, solo que ahora, como escribió el poeta Ted Kooser: “No hay ni inquietud ni impaciencia ni rabia a la vista”; solo tiene existencia pura, su único afán es vivir el presente sin agotar los segundos y minutos, como si fueran metas volantes. Por eso habrá dejado que la enfermera haga lo que tiene que hacer, hasta quedarse nuevamente solo en la noche, mirando por la ventana, con un vaso de ensure en la mano, mientras recuerda mentalmente las casi infinitas pinturas que representan la Caritas romana; y entonces, se excitará un poco, solo un poco, nada comprometedor. Intentará dormir más tarde, pensando, porque ya no sueña, sino que se queda en ese estado de vigilia que es más atractivo que el sueño mismo, que ella es una creación de Rubens, y él, un pervertido Cimón que recibe el pecho de la compasiva y hermosa Pero.

 

Manizales, julio 17 de 2020