28 de marzo de 2024

El ojo que todo lo ve.

31 de mayo de 2020
Por Omar Reina
Por Omar Reina
31 de mayo de 2020

Un sábado del mes de noviembre del año pasado, mientras salía de una clase al medio día; recibí una llamada a mi teléfono celular de un número que no tenía registrado en mis contactos. Una hora antes, mientras trataba de acceder a una prueba gratuita para medir mi nivel de inglés, a través de una página de internet, diligencié un formulario con mis datos, sin prestarle atención a los términos y condiciones; con la ansiedad de conocer los resultados del sitio virtual, había aceptado, sin percatarme, que la empresa me llamaría en cualquier momento, con el fin de hacerme la oferta de sus cursos virtuales para mejorar mi dominio del idioma universal.

Pues bien, esta semana recibí una notificación de la aplicación de mi banco; se efectuó un cobro automático a mi tarjeta de crédito por casi ciento cincuenta mil pesos ($50 dólares), para renovar mi suscripción al dichoso curso de inglés. Efectivamente en la llamada de hace seis meses, lograron convencerme de comprar un semestre de práctica con clases en vivo, por la mitad del precio. Solamente debí pagar ese mismo día a través de un enlace que me enviaron al correo y al que nuevamente accedí sin revisar la letra pequeña del contrato. Con la rapidez de un clic, entregamos un sinnúmero de permisos y derechos, entre ellos, el de cobrarse de nuestras cuentas de banco cuando lo requieran, vendernos publicidad, hacer mercadeo con nuestros perfiles y en general para utilizar como suyos nuestros datos personales.

Dándole un vistazo a las aplicaciones de nuestros teléfonos, especialmente las redes sociales, evidenciamos que la mayoría de ellas son gratuitas. Podemos comunicarnos por mensajes y llamadas, publicar y ver fotografías, noticias, videos, música, todo lo que necesitemos, sin gastar en ello “aparentemente”. ¿Cómo es qué empresas como Facebook están valoradas en miles de millones de dólares, si son de acceso gratuito y nadie paga por navegar en ellas? Te voy a dar correo, historias y fotos, podrás hablar con tus amigos, enterarte de todo lo que pasa de forma gratuita; solamente tendrás que hacer una cosa: cederme toda tu vida. Precisamente el gigante tecnológico Facebook, pagó más de 21.600 millones de dólares por comprar Whatsapp; obteniendo así el acceso a 600 millones de personas y sus agendas de contactos. Según las condiciones que aceptas cuando instalas la aplicación, pueden controlar tus mensajes y todos los archivos, fotos, videos y notas de voz que guardes en ellos.

Pero no son los únicos, plataformas como Google, crean a través del manejo de nuestros datos a gran escala, perfiles completos de nuestro comportamiento virtual. Qué consultamos, aquello que nos gusta, lo que nos preocupa y nos asusta. Saben exactamente dónde estamos y qué hacemos a cada minuto. Solo basta con buscar cualquier cosa en internet, como por ejemplo zapatos para niño; entonces se nos mostrará infinidad de respuestas a nuestra pregunta, si alguna nos interesa, accedemos para conocer más. Con esta simple tarea, tendrán información valiosa para vendernos como posibles compradores de calzado infantil. En segundos, sin darnos cuenta, nos mostrará publicidad de marcas de zapatos, videos graciosos de niños sin zapatos, artículos sobre el juanete infantil  y súper ofertas de boticas de la patrulla canina. A veces es tan terrorífico, que hablando con otra persona sobre un viaje, aparecen en las redes de ambos, publicaciones de hoteles y aerolíneas; pareciera que solo es necesario pensar en algo para que internet te lo quiera vender.

Lo frágil de la privacidad en la actualidad ha terminado con la carrera de empresarios, políticos y artistas por conversaciones y audios sacados de su contexto. Sin embargo, somos nosotros mismos los que a través de lo que publicamos, exponemos peligrosamente nuestra vida y a los seres que amamos. Cientos de fotos y datos en nuestros perfiles, muestran la familia con sus nombres y fechas de cumpleaños; donde estudian o trabajan; sus aficiones y gustos; direcciones de la casa, placas del carro y muchos datos que parecen poco importantes, pero que sirven de insumo para quienes se dedican a los crímenes virtuales y a estafar por internet. Esas son las cosas que usamos habitualmente como contraseñas de nuestros correos y cuentas bancarias y están al alcance de nuestros recuerdos publicados. También la esfera más privada se ha virtualizado. Prácticas como el “sexting” y las video llamadas, permiten tener sexo a través del teléfono, intercambiando audios e imágenes de nuestra intimidad. Aunque actualmente la desnudez no representa un tabú como hace unos años, el contenido que se comparte en un acuerdo de confianza puede terminar siendo difundido sin consentimiento. Hace algunos días, hubo una denuncia masiva de un perfil de Instagram que estaba divulgando imágenes íntimas de jóvenes manizaleños, muchos de ellos menores de edad.

Avanzamos a una velocidad incontrolable hacia un mundo completamente interconectado, donde la línea que separa lo público de lo personal cada vez es más borrosa. Somos perfiles que integramos un nicho de mercado, que tenemos valor para empresas que quieren vendernos sus productos. Regalamos toneladas de información personal con la que comercializan los grandes de internet que nos dan conexión gratuita. Utilizan nuestros miedos para encausar las preferencias políticas y ganar campañas electorales, como ocurrió con el presidente norteamericano Donald Trump en 2016 y lo único que tuvieron que hacer fue medir la cantidad de “likes” de los usuarios, frente a distintas publicaciones.

Yo por lo pronto, me voy a iniciar la clase virtual de inglés de hoy; como no leí la letra pequeña, mi contrato se renovó automáticamente y estoy obligado a pagarlo. Espero que mi pronunciación sea mejor, que las fotos que he enviado ya no existan, que no me descuenten más plata de las tarjetas, que sí me llegue lo que pedí por Wish y que nadie adivine mis contraseñas de internet.