28 de marzo de 2024

Amenacé el olvido

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
8 de mayo de 2020
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
8 de mayo de 2020

En esta época, que podrá ser nombrada cuando los estúpidos callen y la incertidumbre sea, de nuevo, aceptada como el elemento fundamental de nuestra humanidad, frágil y errante, podemos, mal que bien, detener la velocidad de nuestras miradas. Por eso pude ver una mañana, muy temprano, sobre los árboles que rodean la cafetería de la facultad de arquitectura, una bandada de Tyrannus tyrannus.   Nunca había visto estas aves en los alrededores del edificio, así que me emocioné y dediqué varios minutos a ver los individuos que fui descubriendo en la arboleda. Movía un poco los binóculos y encontraba uno o dos posados. Descubrí que era una bandada más o menos grande. De improviso, tal como si alguno hubiera dado el mandato que todos los demás estaban pendientes de escuchar, volaron, y pude contarlos. Eran diecisiete Tyrannus que se fueron volando hacia el sur.  Me despedí imaginariamente, y supuse que darían pronto un giro para comenzar su regreso al norte. Eran los primeros días de abril, la primavera en el hemisferio norte comenzó el 19 de marzo, y el Tyrannus es migratorio boreal. Este año se adelantó la medición del inicio de la primavera un día, con el fin ajustar nuestra medición imprecisa del tiempo a los ajustados ritmos naturales.

Hechas las cuentas, la bandada estaba retrasada al menos quince días, y el viaje de regreso no les tardaría menos de treinta. Así que, más o menos por la fecha de publicación de este escrito, deben estar llegando a su lugar de origen.  Fue bello verlos partir cumpliendo su mandato genético, y más bello aún, pensar que un misterio rodea la capacidad que tienen para ubicarse y viajar miles de kilómetros. El poeta Quessep refiriéndose a un ruiseñor escribió: “entre las ruinas pienso/ que nunca será polvo quien vio su vuelo…”. Así que aquella mañana, desde mi ventana, viendo esa bandada de Tyrannus viajar al norte, amenacé el olvido; apenas una leve provocación, que no contradice, ni más faltaba, el mandato de ser polvo.

Mas tarde, mirando aún el arrayan del que los vi partir, me di cuenta de que aún quedaba allí una pareja de los tiranos.  En medio de las hojas los delataba el contraste que provocaba el blanco y el negro intenso de sus plumas. Estaban muy quietos. Como extasiados por la soledad de las calles y el inacostumbrado silencio.  Supuse que partirían a la mañana siguiente, imaginé que algún itinerario diferente definía sus ritmos de viaje.

Al otro día, a primera hora, me levanté a ver su partida. No los encontré posados en la rama que parecía pertenecerles, lamenté entonces no haber podido presenciar su vuelo.  Con los binóculos en las manos decidí pasear la mirada por las copas de los demás árboles buscando otras aves, intrigado incluso en el momento en el que aparecería la Mirla mayera, que parece que saliera en abril, de improviso, de algún escondite, silenciosa y tímida, para luego inundar, un mes después, todo el entorno con un canto tan melodioso como modesta es su figura.  Y de pronto, volví a ver a los tiranos sobre la copa de un árbol de la Avenida.  Alla estaban, inmóviles. Estuve mirándolos un rato largo, y no cambiaron de posición.  Aquella mañana conté a mi familia lo que para mí era un portento. La audiencia fue nula. Y puedo entenderlas, ellas no vieron lo que torpemente yo intentaba narrarles.

Durante los siguientes días seguí viendo a la pareja en el parque, evidentemente retrasados en su viaje. No obstante, seguían tranquilos y silenciosos, volando de vez en cuando desde su percha para cazar algún insecto, y luego pasar horas inmóviles, mirando fijamente algún punto en el horizonte.  Ni siquiera el revuelo provocado a diario por la aparición del gavilán, lograba sacarlos de su mutismo.

Hace tres días deje de verlos. Los he buscado con juicio y ya no están. Seguro partieron obedeciendo ese impulso que ellos mismos ni siquiera piensan.  Habrá sido tan natural comenzar el vuelo como estar durante horas posados en aquellas ramas.

Un koan del budismo zen plantea el siguiente acertijo: si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo ¿hace algún sonido? La poeta Annie Dillard contestó: “La respuesta debe ser, creo, que la belleza y la gracia tienen lugar tanto si las queremos y las sentimos como si no. Lo menos que podemos hacer es estar ahí”. Y yo estuve en aquellos instantes de los Tyrannus: en el vuelo de la bandada y en aquellos momentos de quietud y silencio extremos.

 

Manizales, mayo 7 de 2020