29 de marzo de 2024

El Hoyo

2 de abril de 2020
Por Juan Alvaro Montoya
Por Juan Alvaro Montoya
2 de abril de 2020

No es necesario ser comunista para examinar con sentido crítico los vacíos del capitalismo como modelo económico. La bipolaridad que durante la guerra fría se disputaban por la hegemonía mundial, se ha transformado en un esquema multipolar difícil de comprender. Ahora cohabitan en un mismo país sistemas socialistas con políticas orientadas al mercado, como sucede en china; o arquetipos que abogan por el libre comercio con un fuerte componente de solidaridad tal cual acontece en Francia. Sin embargo, el mercantilismo parece hacerse presente en casi todas las naciones e impone sus postulados como un dogma que hoy no se discute.

Pero el capitalismo no es nuevo. La acumulación de bienes podría datarse con el origen de la civilización. Nos es natural el acopio indiscriminado de fortuna sin aprecio por el prójimo. Quien así procede no piensa en sus semejantes, lo hace siempre considerándose a sí más que a quien realmente lo necesita. Nuestra sociedad condena en público lo que repite en privado. Con un quejido hipócrita, lapida sin contemplación a los financistas, a los especuladores de mercancía, a los acaparadores de alimentos, a los banqueros que se enriquecen con la miseria de sus clientes, a los vendedores que incrementan sin razón el precio de sus productos cuando el hambre presiona, a los políticos que usan sus privilegios para vivir con opulencia, aunque ello conlleve el sufrimiento del pueblo. Mientras el escarmiento público no espera, repetimos las mismas acciones en privado. Frente a una vicisitud nos olvidamos del necesitado y menesteroso, de la avidez extraña, del dolor de nuestros hermanos y entonces, como fariseos, damos gracias a Dios por nuestras bendiciones que han sido construidas sobre lágrimas ajenas.

Nuestra voracidad no conoce límites. El egoísmo no conoce doctrina, fe ni religión; no sabe de regímenes ni de ideales. Solo se conoce a sí mismo y al bienestar personal. Solo propugna por la autocontemplación y la ambición que debe prevalecer, aunque para ello otros deban morir. Es de nuestra esencia matar para vivir. Lo hacemos sin percibir la delicada línea que separa la supervivencia ajena de nuestro propio bienestar. Extinguimos bosques para construir casas, contaminamos océanos para limpiar ciudades, agotamos la tierra para alimentar personas que después sacrificamos para hurgar en el suelo en búsqueda de sus recursos, en un espiral de crecimiento constante que no conoce fin.

En tiempos de crisis aflora lo mejor de la condición humana. Y también lo peor. Hay quienes hacen de la solidaridad su mantra, de la compasión su mensaje y del sacrificio una oración continua. Se desprenden de sus bienes para que otros subsistan sin temor, ni ambición. Ellos predican con ejemplo. Pero hay quienes se resguardan en la orilla opuesta. El apetito por el capital los abruma cuando deben confrontar dificultades que determinan su propia seguridad. Ante la duda del mañana, ante la incertidumbre del día postrero, es mejor acumular con desenfreno. Sabe que con su actitud despoja a sus vecinos del sustento, los presiona y aísla hasta llevarlos a una desesperación que puede concluir en la muerte. Pero es irrelevante. “¿Qué importa el otro? ¡Primero YO!” es su consigna.

Como en el galardonado filme de Netflix titulado “El Hoyo”, nuestra sociedad se enfrenta a un dilema de profundas connotaciones determinadas por los hechos que se ciernen alrededor de todo el orbe. Unos pocos que se encuentran “arriba”, especulan y absorben la totalidad de los recursos que deben llegar hasta los de “abajo”. La gula los vence y los convierte en seres indolentes frente a las famélicas figuras de quienes física y metafóricamente yacen sobre sus pies mientras una “administración” indiferente, únicamente mira.

Este cruel relato parece encarnarse en este momento histórico. Especuladores miserables y acaparadores roñosos y mezquinos han convertido la pandemia actual en un verdadero hoyo donde para surtir productos básicos en la canasta familiar es necesario agotar hasta el último céntimo en una ola frenética de pánico. Pareciera que la imaginación se ha trasladado a una realidad que nos ha sumido en un letargo pasmoso y una incertidumbre que destruye nuestros sueños.

Nos resta esperar que nuestra “administración” no sea un espectador indiferente como en la producción cinematográfica y haga uso de todas las herramientas legales para evitar que tacaños y cicateros mercachifles ensanchen sus arcas con la penuria de los colombianos; como muchas veces ha ocurrido.

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