29 de marzo de 2024

Hacerle feliz

Comunicador Social-Periodista. Especialista en Producción Audiovisual. Profesor universitario, investigador social y columnista de opinión en diferentes medios de comunicación.
6 de diciembre de 2019
Por Carlos Alberto Ospina M.
Por Carlos Alberto Ospina M.
Comunicador Social-Periodista. Especialista en Producción Audiovisual. Profesor universitario, investigador social y columnista de opinión en diferentes medios de comunicación.
6 de diciembre de 2019

En ese tiempo, Johan, tenía 9 años de edad. Cada mañana se descolgaba del árbol que le servía de casa. Ajenos a la música vallenata y a los poemas cantados, la familia de apellido Cartagena, todos los días efectuaba una proeza al sol puesto y al borde de la muerte.

Por inverosímil y desafiante que parezca, la pobreza, articula esperanzas dentro de hojas verdes y frágiles ramas. La escasez lleva a la protección de los hijos hasta el punto de inventar un tugurio cerca de las nubles para mirar la constelación Orión, mientras los estómagos crujen de hambre.

Al hilo del viento, 2.300 metros sobre el nivel del mar, 306 escalones irregulares de subida y más de mil de caída pusieron aprueba la disposición de las almas piadosas. En aquel lugar la panorámica del Valle de Aburrá, cuatro semanas antes de la Navidad, exponía el entramado desigual de la urbe. Otrora camino obligado de los arrieros en dirección a los municipios de Guarne, Marinilla y Rionegro, hoy la estación Santo Domingo del Metrocable moldea el territorio surgido a partir de la venta ilícita de lotes, ranchos, derechos de posesión, tenencia e historia en general de la Comuna 1.

Mirando el lote para iniciar un proyecto, el predicador, preguntó a una familia que bajaba del cerro “sí a ellos les hacían la Navidad”. La respuesta negativa lo impulsó a pedir que recogieran 50 niños con el fin de celebrar la Nochebuena. Hoy día tiene muchas navidades a cuestas y un trabajo benéfico digno de resaltar.

“Hace una semana compramos materiales. Padre, me puede explicar ¿por qué requiere más?”, preguntó, Juan Diego, con cierto tono de extrañeza.

El rostro del misionero, Hernán Darío, enrojeció. En seguida sopló en forma de cruz, tomó valor y sacó del bolsillo derecho una foto. “Es que les voy a levantar una casita”.

Sí, era la imagen de la familia Cartagena viviendo en el árbol. Tratándose de un hombre compasivo y sabio como lo describe el significado de su nombre, Juan Diego, saltó de la silla y le dijo al sacerdote: “Vámonos ya a comprar esa casa”.

En principio, Carpinelo, fue un asentamiento subnormal. En 1993 pasó a ser un barrio de la Comuna. Las calles estrechas y las empinadas laderas descubren la indolencia propia y extraña, una mezcla explosiva de economías ilegales y tiendas de barrio arriba de inquilinatos y al lado de máquinas tragamonedas. La vendedora de manzanas caramelizadas tongonea las nalgas cerca del chico que rompe las bolsas de basura y a poca distancia de las heces de los perros callejeros.

Abundan las peluquerías, los comercios de variedades y las tejas de zinc inmovilizadas con piedras, palos, ladrillos y llantas viejas. También, se observa la rompa enjabonada encima del techo o recién colgada en la venta. Por cuadra hay 5 o 6 lavaderos de motos y diferentes pillos al acecho. Las denominadas “fronteras invisibles” están ahí a la vista de cualquiera. La mejor escolta del forastero es el vecino o el niño avispado de la zona.

Debajo de las últimas pilonas del Metrocable que conduce al Parque Arví se levanta la misión Santa María de la Ermita. Esta peregrinación en once años ha construido 16 casas, una sala de cine-biblioteca, un comedor de niños y un patio infantil. Algunas de estas viviendas son habitadas por 10 o más personas que se disputan el reducido espacio con gatos, perros, gallos de pelea, gallinas ponedoras y cultivos de pancoger.

La labor misional del sacerdote Hernán Darío ha contado con el compromiso y la sensibilidad social de un hombre sin ánimo de figuración. Él, Juan Diego, cumple al pie de la letra la expresión “cada uno es hijo de sus obras”. Con toda seguridad la armonía interior contagia los corazones dispuestos. Por esto, sus empleados en compañía de Ana, su hija, otro ser iluminado, realizan jornadas lúdicas y recreativas en Carpinelo. Los niños les dicen “profe”.

“¿Saben qué significa empatía?”, pregunta un voluntario con el propósito de enseñarles el respeto hacia los demás.

“Profe, ¡fácil! Cuando se junta dos cables”, explica un crío de 9 años. En tono alegre, una pequeña, lo corrige: “Nooo, mijito, es cuando se junta un hombre y una mujer”.

“Profe, ¿yo puedo estar en este grupo de pintura que es para niños?, porque yo soy grande, estoy embarazada”, encogió los hombros la chiquilla de 11 años.

Allí, donde no hay agua potable ni alcantarillado, en ese cinturón urbano que acaricia la cordillera y anhela resolver sus necesidades básicas, dos hombres, ungidos con el óleo de la solidaridad y la bondad, hacen lo que toca y lo que no toca, para mejorar las condiciones de vida de mucha gente. Aquella que sonríe de corazón al pronunciar los nombres de Hernán Darío y Juan Diego. “Dios les guarde y les dé la gloria” escuché decir en la misión Santa María de la Ermita.