28 de marzo de 2024

Álvaro Gómez visto a distancia

Columnista de opinión en varios periódicos impresos y digitales, con cerca de 2.000 artículos publicados a partir de 1971. Sobre todo, se ocupa de asuntos sociales y culturales.
6 de diciembre de 2019
Por Gustavo Páez Escobar
Por Gustavo Páez Escobar
Columnista de opinión en varios periódicos impresos y digitales, con cerca de 2.000 artículos publicados a partir de 1971. Sobre todo, se ocupa de asuntos sociales y culturales.
6 de diciembre de 2019

Colombia no supo valorar a Álvaro Gómez Hurtado. Murió asesinado hace 24 años –el 2 de noviembre de 1995–, y fue, tras su desaparición, cuando comenzó a tomarse conciencia de que se trataba de uno de los grandes estadistas del país. ¿Quién lo asesinó? Él lo hubiera dicho sin equívoco: el régimen.

Esta era una de sus palabras favoritas –como talante y acuerdo sobre lo fundamental–, y con ella se refería, no al gobierno de turno, sino al sistema, de cualquier partido, que desde los días siguientes a la Independencia hasta la hora presente se entronizó en el poder y ha impuesto mandatos personalistas y excluyentes.

Si la democracia es la “forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos”, bien claro está que todos nuestros gobiernos son camarillas en las que solo tienen cupo las personas o grupos matriculados en la misma tendencia imperante, en la que también se agazapan los arribistas y los oportunistas. Del régimen también hacen parte los gremios económicos, la gran prensa, los jueces y magistrados y una masa heterogénea que sabe pescar en todas las aguas.

Días antes de su muerte, Gómez Hurtado enfocaba sus baterías contra el gobierno de Samper, al destaparse el bochornoso proceso 8.000 que sacudió al país. Al Noticiero 24 Horas le manifestó: “Yo creo que el presidente no se cae; y creo, como lo he dicho varias veces, que tampoco se puede quedar”. Y agregó: “Al que hay que tumbar es al régimen”. 

Y fue el régimen el que acabó con él, por incómodo y por arremeter contra el estado de corrupción que se respiraba en la vida nacional. Fue asesinado al salir de dictar su clase en la universidad Sergio Arboleda. Era el Día de los Muertos. ¡Qué ironía! Con motivo de los 15 años del magnicidio, su hermano Enrique escribió el libro titulado ¿Por qué lo mataron?, en el que presenta el oscuro panorama de la impunidad dormido en los 150.000 folios del expediente.

Álvaro Gómez fue en sus mocedades beligerante hombre de partido, y tal era el signo característico de aquellas calendas. El país vivía los peores momentos de sectarismo, odio y violencia que enlutaron la vida colombiana. Era época de bárbaras naciones. Este proceder lo practicaban por igual conservadores y liberales. Pero Álvaro Gómez tuvo que cargar toda la vida el estigma de ser hijo de Laureano Gómez, uno de los políticos más impetuosos e ilustres de la época nefasta. Y nunca logró desvanecer la sombra heredada de su padre. Pero siempre se glorió de ser hijo del caudillo.

Superada la negra noche, y luego de padecer infamias, golpes bajos e incluso el secuestro, se convirtió en otro hombre. El paso de los años y la evolución del país marcaron en su vida otros caminos. Fue concejal, representante a la Cámara, embajador en varios países, tres veces candidato presidencial, miembro de la Asamblea Nacional Constituyente, notable periodista y brillante escritor. Era una de las mayores brújulas del país.

Anota el historiador y columnista Juan Esteban Constaín en su libro Alvaro. Su vida y su siglo, escrito con ocasión del centenario del nacimiento de Álvaro Gómez –mayo de 1919–, que “fue el estadista más grande de Colombia en el siglo XX. Una vida combativa, polémica, riquísima”. 

Su madurez y capacidad intelectual le hicieron ganar la calificación, muy escasa hoy, de verdadero hombre de Estado. Esto lo notaron muchos colombianos, ya al final del tiempo. Era tarde: el régimen le cerró el paso. Y Colombia perdió un gran presidente. 

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