29 de marzo de 2024

El pulmón cuyabro

29 de noviembre de 2019
Por Jaime Jurado
Por Jaime Jurado
29 de noviembre de 2019
Imagen tomada de Wikipedia

El Eje Cafetero se viene convirtiendo en una de las zonas más visitadas por el turismo nacional y extranjero. Dentro de los tres entes seccionales que lo componen es el Quindío el que más ha sabido promover sus maravillas naturales, el clima benévolo y la calidez de sus habitantes. En los 1845 kilómetros cuadrados del segundo más pequeño de los departamentos del país, los visitantes dirigen su atención principalmente a Salento con su valle de Cocora en el que las esbeltas palmas de cera, el árbol nacional, enmarcan un paisaje de cordillera de belleza sin igual. Filandia, “la colina iluminada”, con su mirador de amplios horizontes, sus casas de colores y la reserva forestal que alberga entre otras muchas especies a los monos aulladores de pelaje rojizo y voz chillona, es  otro de los grandes atractivos junto al icónico Parque del Café de Montenegro, el balsaje por el río La Vieja que parte de Quimbaya para terminar en los límites del vecino Valle del Cauca y el sensacional mariposario de Calarcá.

Parecería que todo el encanto se concentra en los pueblos y en los verdes campos, pero es en el corazón mismo de su capital, Armenia, donde se encuentra una pequeña pero maravillosa joya de la corona local..

Se trata del Parque de la Vida, verdadero paraíso en la Ciudad Milagro, regalo de la Federación de Cafeteros por su centenario en 1989,  que reúne en ocho hectáreas vegetación nativa, fuentes de agua, espacios deportivos y recreativos y una variada flora y fauna.

La primera sensación al llegar a este espacio es de irrealidad. Claro que en los parques se espera encontrar verdor, solaz y un respiro que nos aleje de la agitada vida moderna, pero en cuanto se está en este remanso se entra en un mundo de ensueño inesperado. Los senderos enmarcados por guaduales, arboledas y orquídeas compiten con las cascadas escalonadas, un brazo del río Quindío que serpentea en la espesura y  limpios lagos en los que los patos, como los cisnes de una famosa canción colombiana, tienen su mansión.

En esta “región más transparente” en la que se limpian los pensamientos, los seres vivientes de este edén respiran la frescura y alegría de vivir del primer día del mundo: el aire es atravesado por loros multicolores, sencillos gorriones, canarios y toda clase de pájaros, mientras juguetonas ardillas danzan en las copas y al menos para mi gusto, los reyes son los tranquilos guatines, roedores de tamaño mediano que pacen tranquilos en las orillas y en el sotobosque, sin el más mínimo temor frente a los humanos que los observan con fascinación.

Tal vez mi admiración por estas criaturas contenga, además de la curiosidad satisfecha, cierto sentimiento de culpa no personal sino genética frente a la cacería de que fueron víctimas por algunos ancestros en años remotos. Tanto a mi abuelo como a mi padre les escuché hablar con orgullo en la infancia de la cacería del guatín. Por suerte para ellos, al parecer no mataron ninguno porque nunca vi que trajeran presa alguna y siempre decían que se les había escapado uno “muy grande”.

Esta palabra y el animalejo al que se refería adquirían contornos míticos en mi mente de niño y  ahora, cuando los veo en su serena belleza, unidos en grupos familiares, me invade un sentimiento inefable de alegría al comprobar que la especie no se extinguió y que goza de cabal salud, mezclada con la nostalgia por todos aquellos especímenes sacrificados.

Así como en el himno del Quindío se recuerda que “por viejas trochas de Caldas, con la orquídea por blasón, Antioquia viajó descalza y el milagro floreció”, en su principal ciudad, reverdece para Colombia y el mundo un lugar en el que se celebra la comunión entre la vida humana, vegetal y animal, que son finalmente una misma.

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