29 de marzo de 2024

Indígenas se toman el corazón de Manizales Abachaque Chamí / Familia Chamí

13 de noviembre de 2019
13 de noviembre de 2019

 

 Alexandra Franco Muñoz  

En la última semana los grupos indígenas resaltan en el centro de la ciudad, siendo este el reflejo de varias familias que buscan, al igual que los demás a su alrededor, sobrevivir. Aquí está la entrega de “Abachaque Chamí”, que busca contar cómo y en detalle, el proceso diario de los foráneos que sienten el asfalto de la ciudad, como propio. Deseo que las siguientes líneas hagan ruido en usted, lector.

I 

En la acera de la carrera 23 que abarca desde la 22-2 hasta la 22-86 de Manizales se escucha el sonido de una charrasca, un instrumento popular colombiano muy común en las regiones que colindan con el mar, lo domina un niño con un ritmo particular mientras entre balbuceos entona una canción en otro dialecto, un lenguaje que a las 3:30 de la tarde se pierde entre la multitud, pero se hace familiar con las raíces del pacífico.

Al acercarse a este lugar, una voz  con fuerza dice: Jâjâ-mabae-mae  es decir, Hola en castellano, así saluda Juanita Esteve, una mujer perteneciente a  la comunidad indígena colombiana Emberá Chamí que se traduce como  la Gente de la Cordillera. 

Al mirarla lo primero que resalta es el llamativo diseño de su vestido, envuelto en cintas de colores y piedras diminutas que hacen juego con collares y aretes elaborados a mano, hechos por ella misma. Al sonreír, Juanita deja al descubierto el puente de plata que le protegen dos de sus dientes delanteros, siendo una muestra de vanidad y cuidado en la mujer Chamí. Sus ojos, cabello negro y su tez trigueña se complementan con unos pómulos puntiagudos y unos ojos levemente rasgados que dejan indicios acerca de su autóctona procedencia.

En medio de las piernas de esta mujer se encuentra Paula Murri Esteve, su hija (Kau) de 3 años, con características similares a las de Juanita, su mamá (Nâbê), quien le habla en Emberá, pues dice que ella no debe perder sus raíces. Paula sonríe y grita entre palabras cortantes aquello que le repite su mamá. Los collares de color rojo, amarillo y azul adornan los cuellos de esta niña y mujer indígena.

A un costado de ellas, de pie y con la charrasca en la mano, se puede ver a Jon Murri Esteve de 8 años, él es su hijo mayor (War), el  cual tiene cabello castaño lacio y un intenso negro en sus ojos, los cuales hacían  resaltar aún más la sonrisa que dejaba ver sus dientes mamelones. Al son de su otro instrumento, una armónica, entona una canción en el lenguaje propio de esta comunidad que traduciendo el título al español se entiende como Mariposa Chamí, la cual según él, significa la libertad de la cultura indígena en los ríos. El río para los Emberá no sólo es fuente de sostenimiento sino también parte de su sistema de creencias. En este caso es el río Baudó, en la desembocadura del Océano Pacífico colombiano, su hogar.

En aquel lugar esta familia vivía en un tambo, una vivienda con una arquitectura cónica, techo de hojas de palma y cimientos de una mezcla parecida al bahareque; la cual se encontraba en medio de la selva, en el poblado de Catrú, en el Alto Baudó chocoano. Juanita en un español muy rudimentario relata: “Mis pies dolían mucho, todos debíamos caminar una semana para subir y bajar a casa, entre piedras y sierra de Chocó”. Mientras tanto Jon Esteve en la acera simula estar subiendo con dificultad a lo que antes era su hogar y permite imaginar a cualquier espectador lo difícil que es el acceso al lugar que era su casa.

¿Cómo era este hogar?

II

Para este resguardo indígena la agricultura se ha constituido como el trabajo que les permite subsistir, “las mujeres y hombres cosechamos plátano, caña, maíz y yuca, pero  a veces se quemaban con los cambios del sol,  y ya no servían para nada” concluye ella con una expresión de vacío y extrañeza al mirar las personas pasar. Con la mirada fija en el piso dice que no extraña su casa, pues la pobreza y la falta de comida los obligó a trasladarse a esta ciudad y tener que vivir otras costumbres. En sus recuerdos está la toma ceremonial que hacían en conjunto con el agua del plátano, que los limpiaba y alimentaba a su vez.

“Chiquirignia Paula, Chiquirignia”  le dice Jon a su hermana, la que con una sonrisa le toca el rostro; al palparlo con tanta sensibilidad, con tanta delicadeza, se entiende que no quiere olvidar que él, su hermano, le acaba de decir Te quiero mucho en Emberá. Él aprendió a tocar la charrasca estando en su comunidad, gracias a un profesor que iba desde el Chocó  hasta la serranía del Baudó, y allí les enseñaba en cartones el abecedario y el ritmo de canciones Chamí, “Mis amigos se fueron con otros êbêra (Emberá) porque no hay ayudas para nosotros, extraño jugar con ellos, y aprender el abecedario, yo no sé leer” cuenta Jon con cara que expresa sentimientos ambivalentes, entre la alegría por confiar en que ellos se han trasladado a un lugar mejor y la tristeza de su ausencia.

Algunas personas pasan de largo, otras, se quedan mirando unos segundos a esta familia que vive de la caridad de los ciudadanos. Un hombre tatuado pasa por el lado de Jon, él lo mira y sonríe amigablemente, le señala a su mamá que él también tiene una marca en la piel, y es que esta comunidad indígena tiene la costumbre de tatuarse el brazo izquierdo con su nombre en el lenguaje autóctono, con el fin de ser reconocidos ante cualquier adversidad. Una marca que hace parte de sus creencias e identidad.

Al hablar de nombres ella recuerda a  su esposo, padre de Jon y Paula, quien se encuentra recogiendo café en algunos sectores de Caldas, su nombre es Pedro, o así lo llama  Juanita, él trabaja, pero ella no puede decir mucho sobre él y lo expresa tapándose la boca con la mano, esto es un gesto que representa solemnidad y respeto para su comunidad.

Esta familia indígena lleva cerca de 20 días viviendo en Manizales, refugiados por la Alcaldía de la capital caldense, decidieron llegar al centro del país en busca de mejoras económicas y oportunidades sociales para sus hijos. Al pasar la tarde sentada en la parte de atrás de la catedral, los Emberá Chamí, notan que se acaba la luz del sol, que comienza la noche y las personas van apuradas hacia sus destinos. Juanita apunta en dirección al sector de Puerto Paz, un barrio cerca de la plaza de mercado de la ciudad, y cuenta que ahí queda su hogar.

¿Hacia dónde vamos?

III

Recoge sus pertenencias del piso, unos trapos sobre los cuales se sientan ella y sus hijos, una maleta vieja y un recipiente donde caen las monedas que los transeúntes le regalan. Un grupo de mujeres transeúntes la miran con detalle, ocasionando un golpe cultural que dice Juanita respeta mucho. Levanta la mano al cielo advirtiendo que la lluvia viene, toma de la mano a los dos pequeños que se dirigen con ella hacía la residencia.

Las calles no son tan largas y agotadoras para los seis pies que esperan llegar a casa a descansar después de una jornada que comienza sobre las 8 de la mañana y termina sobre las 5:30 de la tarde, entre risas esta Viiaquiri abachaque (Linda familia), enseña como la situación económica no es un problema, pues su cultura indígena colombiana les demuestra desde su infancia la importancia de ser unidos pese a las adversidades.

La calle 20 n° 17-32, es la nomenclatura de esta residencia llamada hogar, en la cual viven 8 familias Emberá Chamí que son albergados en hogares de paso y a los cuales se les provee una alimentación básica, pan, arepas de maíz y algunos tubérculos, dentro del subsidio del departamento de Caldas; Juanita y su familia se encargan del alquiler a $10.000 pesos por noche, dinero el cual reúnen día a día a través de la caridad.

Al cruzar la calle en la entrada de la casa se pueden ver 4 trabajadoras sexuales dos dentro, dos fuera, las cuales expiden un olor a aceite de carros y pegamento para zapatos. Con las miradas sobre ellos piden dinero con insultos y amenazas, pero aun así permiten el ingreso entre refutes.

Al subir, varios hombres aunque no de procedencia indígena, recorren los pasillos, mirando de manera curiosa las piernas de las niñas emberá del lugar. En ese momento una de las trabajadoras sexuales sube las escaleras y estruja para abrirse paso entre el olor a humedad, orina, fluidos genitales y comida podrida.

Existen 8 puertas que permiten ingresar al cuarto de cada familia emberá que vive allí. En este caso la  número dos es de Juanita, quien descarga los trapos y el bolso, y se sienta sobre su cama, que se compone de tablas y un colchón duro que no permite comodidad para 4 personas; los niños salen corriendo hacía el pasillo de tableado café a jugar unos con otros, este se ilumina con una luz central y deja en oscuridad los accesos a algunas habitaciones, mientras ella canta nuevamente Mariposa Chamí como si no estuviese en aquella habitación, en esta ciudad, pues da un aire de estar ausente en espíritu.

En silbidos leves saca un pedazo de pan de la parte de abajo de una mesa que hay al lado de la cama, es para ellos tres, pero sin contar con la noticia y sorpresa de que su esposo habría llegado sin avisar, un toqueteo a la puerta lo anunció y al entrar cambió el ambiente de la habitación. Los abrazos y un Inna (Te amo) se escucharon en la voz de Pedro, al abrazar a su familia.

Sentados en la cama se quedaron conversando en Emberá Chamí, al mirar a la puerta de la habitación una voz femenina, la de Juanita, se escuchó cantar Herabaurunai (Adiós).

Herabaurunai (Adiós).