18 de abril de 2024

CANCUN,  ¡TOCTOC, PUMPUM..!

15 de octubre de 2019
Por Coronel RA Héctor Álvarez Mendoza
Por Coronel RA Héctor Álvarez Mendoza
15 de octubre de 2019

Viajar a México, con cualquier propósito y tocar a sus puertas de entrada en solicitud de admisión, parece que se está convirtiendo en empresa de alto riesgo, al menos para vacacionistas y viajeros de este lado del mundo. Basta un repaso por los titulares de prensa de los últimos meses para descubrir la cantidad de noticias y quejas sobre incidentes de malos tratos, atropellos y agresiones injustificadas a visitantes colombianos por parte de autoridades policiales, aduanales y de inmigración de ese país, generalmente reputado por nosotros mismos como “país hermano”. Infortunadamente y con chocante frecuencia, pariente tan “acogedor y fraternal” como la Venezuela bolivariana refundada por Chávez y su trágica claque de Maduros, Cabellos, Padrinos y Carreños.

Pareciera que la amable imagen de la hospitalidad mexicana se estuviera difuminando en las sombras de los tiempos y las hazañas criminales del “general” Arturo Durazo Moreno, apodado el “Negro Durazo”, tenebroso comandante del cuerpo de Policía y Tránsito de la Ciudad de México durante el gobierno del presidente José Guillermo López Portillo (Sexenio de 1976 a 1982), mandatario que a los trancazos y de golpe y porrazo accedió a otorgarle al oscuro funcionario, su antiguo amigo de la infancia, la insólita, inexistente e inmerecida distinción como “general de tres estrellas”.

Fue precisamente durante su gestión de comando al frente de la institución policial capitalina que el nombre de Arturo Durazo surgió en las reseñas judiciales de esa nación como patrocinador de actividades irregulares de la llamada Brigada Jaguar, cuerpo secreto de operaciones especiales de la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), comandado por Francisco Sahagún Baca, otro siniestro personaje de este entramado de piratas. A este grupo, entre muchas otras “hazañas” similares, se le atribuyó la autoría directa del homicidio de un grupo de 14 presuntos delincuentes cuyos cuerpos aparecieron, a principios de enero de 1982, flotando en la pestilente corriente del Rio Tula, cuyas aguas reciben los desechos del alcantarillado de la enorme ciudad.

Establecida la identidad de los cadáveres, resultó que se trataba de 13 colombianos y un mexicano, chofer de taxi, al parecer, integrantes de una banda de ladrones de residencias y bancos, arrestados por el mencionado cuerpo secreto a cuyos investigadores se les “habría ido la mano” durante el proceso de interrogatorio, por lo cual, para tapar semejante “ligereza” en los procedimientos de pesquisa utilizados, habrían decidido asesinarlos y lanzar los cuerpos al rio citado, evento delincuencial al que la prensa mexicana conoció desde entonces como “Los crímenes del Rio Tula”.

Aunque en los casos recientes se ha dado mayor énfasis y audiencia a las quejas de turistas nacionales inadmitidos y atropellados durante el proceso de ingreso al país por las autoridades mexicanas de inmigración, en ejercicio, por cierto, del legítimo derecho que cada país tiene de admitir o rechazar a cualquier extranjero que se tome la molestia de tocar a sus puertas con el propósito de entrar al país, no se puede perder de vista el lamentable trato recibido por los visitantes colombianos inadmitidos, quienes aparte de ver frustradas sus esperanzas de disfrutar de una experiencia agradable, probablemente programada con mucha anticipación y a lo mejor lograda con muchos sacrificios, se ven tratados como criminales, expuestos a soportar extremos incalificables de humillante degradación, en condiciones y por autoridades migratorias que desconocen a patadas los más elementales principios de la hospitalidad, la decencia, las buenas maneras y el respeto universal a los derechos humanos.

Estas feas y deprimentes historias infortunadamente traen a mi memoria un par de experiencias no muy placenteras, aunque mucho menos traumáticas que tuve que padecer hace algunos años durante una visita de turismo a México con mi esposa y mis dos hijos pequeños cuando, animado por mi interés personal por la historia de la revolución de 1910, me propuse visitar algunos sitios emblemáticos de la historia de ese proceso revolucionario, viajando por carretera desde la Ciudad de México hacia el sur, en procura de visitar y conocer algunas localidades como la población de Anenecuilco, Morelos, donde se encuentra la humilde choza donde nació Emiliano Zapata y la Hacienda Chinameca en el mismo estado, donde el 10 de abril de 1919, fue emboscado y asesinado el mismo general suriano.

Durante el largo trayecto, extenuados por el esfuerzo de desplazarnos conduciendo por carreteras desconocidas y guiados solamente por mapas de la región, entrada la noche llegamos a la ciudad de Pénjamo, totalmente desconocida por nosotros, así que para localizar un hotel, acudimos a una tienda donde amablemente solicité al tendero que nos facilitara la guía telefónica local para buscar alojamiento. Me respondió con un rotundo ¡No! Ingenuamente le pregunté, ¿Señor, es que no tiene guía telefónica de la ciudad? -Si, claro que si tengo guía telefónica..! Ante tan agresiva y contundente respuesta y antes de que, a lo mejor, echara mano a su pistola 45, salí despavorido del lugar con un amargo sabor de boca. Por fortuna pronto encontramos un hotel donde reposar nuestras agobiadas humanidades luego de tantas horas de echar timón por paisajes novedosos y ciertamente más acogedores que el desagradable y avinagrado tendero de marras.

La otra experiencia medio maluca me ocurrió durante una visita al Castillo de Chapultepec, situado en la capital, en una de cuyas salas había visto, en una visita previa al mismo sitio, un enorme cuadro de algún pintor famoso, en el que se representaba en estilo impresionista la escena inmortalizada por el fotógrafo Agustín Víctor Casasola, de la reunión en el Palacio Nacional de los generales Pancho Villa y Emiliano Zapata, sentado el primero en la silla símbolo del poder presidencial que había ocupado el depuesto dictador Porfirio Díaz, rodeados de revolucionarios, partidarios y admiradores, ancianos, jóvenes y niños, imagen tomada el 6 de diciembre de 1914 por un miembro de la celebre dinastía de fotógrafos de la familia Casasola, cuando los dos lideres revolucionarios  entraron a la capital mexicana y se pasearon a sus anchas por los predios de la abandonada casa de gobierno.

Uno de los personajes que aparece en la famosa fotografía es el célebre escritor y periodista norteamericano John Reed, autor de las obras “México Insurgente”, en la que describe detalles y experiencias vividas por el autor durante la revolución mexicana y “Diez días que conmovieron al mundo” considerada como la mejor crónica existente sobre la revolución rusa de octubre de 1917, evento del cual Reed también fue testigo y  protagonista directo. Durante mi segunda visita al mismo Castillo de Chapultepec busqué el sitio de la pintura que deseaba ver nuevamente pero al no encontrarla en el mismo lugar, amablemente pregunté a uno de los guardias del museo sobre la pintura y su nuevo sitio de exhibición y poco faltó para que el hierático empleado me contestara con un bofetón, tal la inexplicable rudeza con la que respondió negativamente a mi inquietud. Definitivamente no tuve suerte con el pendejo del tendero de Pénjamo ni con el guarda de Chapultepec, otro pendejo y empecé a abrigar serias dudas sobre la cacareada hospitalidad de nuestros apreciados parientes mexicanos.

Resulta preocupante el nutrido inventario de víctimas colombianas de malos tratos, desapariciones forzadas, secuestros y homicidios durante su permanencia en territorio mexicano, país que tanto admiramos por su riqueza cultural, su gastronomía y especialmente su música, que adoptamos y siempre hemos considerado como si fuera nuestra. Infortunadamente, alguna pequeña fracción de la población mexicana promedio no se caracteriza, en mi modesta opinión, por su amabilidad franca y sin dobleces. Probablemente, supongo, se deba a la ingesta excesiva de picante con la que aderezan su dieta diaria, que si bien les garantiza tractos digestivos blindados contra múltiples dolencias y amenazas, probablemente pueda estar afectando su capacidad de tolerancia, su temperamento y propiciando su actitud hostil hacia los extraños. Especialmente el de algunos funcionarios a cargo de los procesos de inmigración. Lo cierto es que, parafraseando a alguien cuyo nombre no recuerdo, a menudo podemos olvidar los regaños, insultos y hasta los golpes recibidos en determinadas circunstancias. Lo que jamás suele olvidarse, es la forma ruin y canallesca con la cual nos han hecho sentir.