28 de marzo de 2024

Nuestra campaña libertadora (4)

11 de julio de 2019
Por Coronel RA Héctor Álvarez Mendoza
Por Coronel RA Héctor Álvarez Mendoza
11 de julio de 2019

El autor araucano Jorge Nel Navea Hidalgo, en su libro “Lanzas Invictas” menciona el cruce del Estero de Cachicamo como uno de los eventos más traumáticos que tuvo que afrontar la expedición libertadora, después de superado el cruce del Arauca, por la profusión de alimañas propias del lugar, por lo que fue necesario ir precedidos de baquianos, lanza en mano, matando caimanes, boas y temblones, abundantes en esas aguas. Luego debieron pasar Caño Limón, donde se perdieron varias mulas con su carga de bastimentos, para vadear luego el Rio Lipa el 8 de junio, donde un soldado de la Legión Británica pereció, arrastrado por la corriente. Ese mismo día llegaron a Mata de Marrero; el 9 de junio cruzaron el Cuiloto y al día siguiente el Rio Ele. Luego de un día de reposo, vadearon el Cravo Norte y acamparon en Macolla de Guafa, en el Casanare. Simultáneamente Bolívar llegó a Tame y en Betoyes se encontró con Santander quien suministró sal y algunos víveres a la hambrienta y desfallecida tropa. El propio O’Leary relata así los detalles del encuentro:

“El 11 de junio llegó la división a Tame en el estado más lastimoso, era este el cuartel general de Santander, jefe de la división denominada de vanguardia. De todos modos de algún consuelo le sirvió al ejército la llegada a aquel punto; a la ración ordinaria de carne pudo aquí añadirse un poco de sal y algunos plátanos, nada más necesitaba el soldado para olvidar sus penas y para concebir halagüeñas esperanzas de éxito en la campaña que había comenzado bajo auspicios tan funestos. El ejército se componía de hombres todos jóvenes que no se impresionaban mucho de los cuidados de la vida ni de las fatigas y peligros; el mismo Presidente no había cumplido aún 36 años y gozaba de salud perfecta y de una actividad física y moral asombrosa, nunca se le oyó quejarse de fatiga ni aún después de arduos trabajos ni de largas marchas en que no pocas veces se ocupaba en ayudar a cargar las mulas y en descargar las canoas y en otras faenas impropias del alto rango de primer magistrado, dignas de alabanza en el patriota ferviente y en el soldado fuerte que desatiende todas las humanas conveniencias en servicio de una causa santa. Tratándose de la salud común no había para Bolívar oficio humilde”.

Desde Tame, la expedición salió hacia Pore, capital del Casanare, a donde arribó el 22 de junio, luego de superar terrenos inundados y extensos esteros que Santander describe con estas palabras: “Más un pequeño mar que un terreno sólido era el territorio por donde el ejército debía hacer sus primeras marchas”. Ese día se les apareció como un enorme fantasma el impresionante paisaje de las alturas andinas que se confundían con las nubes y el cielo, visión nueva y sorprendente para los reclutas venezolanos de origen llanero, a quienes, ante la presencia de tan elevadas cumbres que jamás habían visto, se les “aflojó la pasta” y por poco escurren el bulto y se devuelven en procura de sus conocidas llanuras e inmensos espacios abiertos, preferibles para todos ellos, a pesar del surtido de bichos acuáticos, voladores y rastreros, serpientes venenosas, el ardiente clima, sus insufribles y polvorientos senderos de verano y los agobiantes esteros y fangales de invierno y demás rigores y miserias. Pero al fin y al cabo, era su terruño y allí estaban sembrados sus intereses y afincadas sus querencias.

La llegada al pie de la cordillera de los Andes luego de la travesía por la ardiente llanura venezolana y después del feroz azote del invierno llanero, fue para los fatigados y escuálidos expedicionarios una sorpresa y un desafío absolutamente inesperado. Muchos autores han descrito las angustias que agobiaron desde el principio a las agotadas tropas ante la visión de las elevadas cumbres cuyo ascenso y paso se proponían acometer en tan precarias condiciones, luego de las duras jornadas por la ardiente y luego inundada llanura. Guillermo Ruiz Rivas en el primer tomo de su obra “Bolívar, más allá del mito”, se refiere en estos términos a este momento trascendental de la campaña: “La primera etapa estaba ya cumplida, pero faltaba la peor: subir ahora las cumbres enhiestas, rebasar los páramos, soportar la ventisca helada que calaba los huesos, trepar por flancos resbaladizos bordeados de pavorosos abismos”.

El 27 de junio de 1819 el destacamento de vanguardia encontró a su paso una antigua fortificación cerca a la aldea muisca de Paya, destinada a la protección de los viajeros que transitaban por esa vía de acceso a los llanos, custodiada por 200 realistas al mando del coronel Juan Figueroa. Bolívar ordenó al Batallón Cazadores del Teniente Coronel Antonio Arredondo atacar y ocupar la plaza para franquear el paso y tomar prisioneros para procurar información e inteligencia. Los españoles fueron derrotados en la denominada Batalla de las Termópilas de Paya, luego de la cual los sobrevivientes huyeron hacia Labranza Grande, no sin antes destruir el puente sobre el Río Paya.

Luego de reposar en Paya, el 2 de julio se reinició la marcha hacia las cumbres y tal como lo tenía decidido Bolívar, por la peligrosa ruta del Páramo de Pisba, la peor de todas las opciones. Los cinco días que duró el paso por el páramo, azotado día y noche por lluvia, granizo y heladas ráfagas de viento que apagaban las hogueras que se intentaba encender en los descansos, fueron una prueba de fuego para una caravana tan adversa y miserablemente dotada, con caballos y mulas tan famélicos como sus jinetes y muleros y además, sobrecargados y prácticamente sin herraduras para trasegar por caminos cubiertos de lacerantes pedruscos y lajas cortantes y resbaladizas, bordeados por temibles precipicios, cuyas profundidades cobraron muchas vidas de hombres y bestias por igual. Resulta valioso acudir nuevamente al testimonio de Daniel Florencio O’Leary, fiel observador de las vicisitudes de la dura jornada:

“El 22 de junio se encontraron obstáculos de otro orden. Los llaneros quedaron atónitos con la imponencia de los gigantescos Andes que se consideraban intransitables en esta estación y parecían poner una barrera infranqueable a la marcha del ejército. Durante cuatro días lucharon las tropas con las dificultades de aquellos abismos escabrosos; si es que precipicios escarpados merecen tal nombre. Los llaneros contemplaban con asombro y espanto las estupendas alturas y se admiraban de que existiese un país tan diferente al suyo. A medida que subían y a cada montaña que trepaban crecía más y más su sorpresa porque lo que habían tenido por  última cima no era sino el principio de otra y otras más elevadas desde cuyas cumbres divisaban todavía montes cuyos picos parecían perderse entre las brumas etéreas del firmamento. Acostumbrados en sus pampas a atravesar ríos torrentosos, a domar caballos salvajes y a vencer cuerpo a cuerpo al toro bravío, al cocodrilo y al tigre, se arredraban ahora ente el aspecto de esta naturaleza extraña, sin esperanzas de vencer tan extraordinarias dificultades. Las acémilas que conducían las municiones y armas caían bajo el peso de su carga; pocos caballos sobrevivieron a los cinco días de marcha y los que quedaban muertos de la división delantera obstruían el camino y aumentaban las dificultades de la retaguardia. Llovía día y noche, intensamente y el frío aumentaba en proporción al ascenso. El agua fría a que no estaban acostumbradas las tropas produjo en ellas la diarrea”. 

O’Leary también describe los efectos del frío en las calentanas y semidesnudas tropas llaneras y los improvisados remedios a los que fue necesario acudir para rescatar a algunos de los letales efectos del “soroche” y la hipotermia que mató a muchos soldados, así como sobre el coraje de las mujeres que seguían a los combatientes.  Dice el prócer irlandés:  “Como las tropas estaban casi desnudas y la mayor parte de ellas eran naturales de los ardientes llanos, es más fácil concebir que describir sus crueles padecimientos. Al día siguiente, franquearon el páramo mismo, lúgubre e inhospitalario desierto, desprovisto de toda vegetación a causa de su altura. El efecto del aire frío y penetrante fue fatal para muchos soldados; en la marcha caían repentinamente enfermos y a los pocos minutos expiraban. La flagelación se aplicó con buen éxito en algunos casos para redimir a los emparamados, logrando salvar la vida a un coronel de caballería, gracias a la paliza que le dio un soldado con una verga seca de toro. Este mismo día llamó la atención un grupo de soldados que se había reunido cerca del sitio donde estaba recostado yo por la fatiga. Y viéndolos afanados pregunté a uno de ellos qué ocurría. Contestóme  que la mujer de un soldado de caballería estaba con los dolores del parto. A la mañana siguiente vi a la misma mujer con el recién nacido en los brazos y aparentemente en buen estado de salud, marchando a retaguardia del batallón. Después del parto había andado unas dos leguas por uno de los peores caminos de la lucha hacia la libertad”.

María Josefa Canelones se llamaba la humilde mujer que dio a luz sola, en la noche y al borde del peligroso sendero, soportando la lluvia y el viento glacial del Páramo de Pisba y quien al día siguiente siguió la marcha tras el destacamento, como si nada, con el recién nacido en brazos y cargando además un pesado bulto con víveres y pertrechos para auxiliar a los marchantes. Cabe destacar que tras de las tropas, sometidas a los mismos esfuerzos y soportando privaciones semejantes y aun peores, venía siempre marchando un grupo de madres, amigas, esposas e hijas de los hombres en armas, que nunca aceptaron apartarse de sus parejas o relacionados y que fungían como cocineras, enfermeras, costureras, palafreneras y amantes de los soldados y en más de un caso, a imagen y semejanza de la “Doncella de Orleans”, como combatientes ellas mismas, conocidas como las “Juanas”, auténticas heroínas que insuflaron moral y entusiasmo a las menguadas tropas, cuya valiosa intervención en la campaña ha sido injustamente ignorada por la gran mayoría de historiadores y cronistas de todos los tiempos, tema sobre el cual el Capitán Roberto Ortiz Villa, mi compañero de promoción, ha adelantado algunas investigaciones sobre el protagonismo de estas heroínas y quien me ha ilustrado sobre el papel de estas humildes y valerosas mujeres durante el transcurso de la portentosa cruzada.