28 de marzo de 2024

Sobre un romance de Federico García Lorca

12 de junio de 2019

 Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*) 

Romancero Gitano es, sin duda, el libro más popular de Federico García Lorca (1898-1936), superando con creces al resto de su producción poética (como Poeta en Nueva York, el juvenil Libro de Poemas y las antológicas Canciones) e incluso a las obras de teatro (Yerma, La Casa de Bernarda Alba y Bodas de sangre), todavía representadas en múltiples escenarios del mundo entero.

Pero, ¿a qué se debe esa popularidad? De hecho, porque allí está presente el más auténtico espíritu lorquiano, reflejado en sus romances de tan vasta tradición española y en la profundidad del alma gitana, que dan origen precisamente al título –Romancero Gitano-, cuya gran musicalidad repite el eco de un canto flamenco junto al baile agitado, frenético, con los tacones golpeando con furia al tablao, característicos del pueblo andaluz al que él pertenecía y que representaba de manera ejemplar.

Hay, sin embargo, una razón mayor en tal sentido: entre sus poco más de veinte poemas, sobresalen páginas memorables, como La casada infiel, obligada en el repertorio de los mejores declamadores en lengua castellana; la Muerte de Antoñito El Camborio, bañada de sangre, dolor y llanto, o La sangre derramada, con sus versos repetidos a la luna y a la misma sangre, de rabia por la muerte “de Ignacio sobre la arena”, atacado y vencido por el toro: “¡Que no quiero verla!”.

Pero, el mejor poema del Romancero Gitano (acaso por ello el autor lo dejó de primero) es el Romance de la luna, luna, una tragedia teatral en tres actos, narrada en nueve estrofas de cuatro versos octosílabos, los cuales mantienen, de principio a fin, la rima asonante entre el segundo y el cuarto de cada estrofa.

Una tragedia escrita en verso, cuyos actos veremos a continuación.

Primer acto

Desde el comienzo del poema, se revela el romance de la luna. ¿Con quién?, se preguntará. La respuesta es sorprendente, aunque poética en extremo: con un niño gitano, acostado en su humilde camita, quien logra verla por la ventana en la noche o imaginarla en el delirio de su imaginación.

“El niño la mira, mira. / El niño la está mirando”, dice el poeta, haciendo las veces de narrador, quien a su vez describe cómo la luna “mueve sus brazos”, cual si danzara en la profundidad de los cielos, “y enseña, lúbrica y pura, / sus senos de duro estaño”.

Sí, es como si la luna intentara seducir al infante, hasta con deseos lujuriosos, pero -según se aclara de inmediato- en forma “pura”, con la inocencia de su pequeño amado, mostrándole “sus senos de duro estaño” en tácita alusión al color blanco del astro y a sus montes que todos logramos ver desde la tierra.

Tras dicha introducción de dos estrofas, se da un diálogo entre ambos personajes: mientras el niño le pide a la luna que se vaya, que huya porque vienen los gitanos -quienes “harían con su corazón / collares y anillos blancos”, la luna se niega a irse y prefiere seguir bailando ante él, como esperando a que se duerma para cuidar su sueño.

“Cuando vengan los gitanos / te encontrarán sobre el yunque / con los ojillos cerrados”, canta la luna.

“Huye luna, luna, luna”, insiste el niño, advirtiéndole de nuevo “que ya siento sus caballos”. La luna, sin embargo, no da su brazo a torcer, si bien le pide a su nuevo amigo que “no pises mi blancor almidonado”, como si ella hubiera bajado a acompañarlo y él le pisara, por descuido, “su polizón de nardos”, o sea, su vestido blanco.

En medio del tenso ambiente se baja el telón, dejando doble espacio entre las estrofas, para dar paso al segundo y al tercer actos, donde se cierra la historia.

Desenlace fatal

En el segundo acto, vuelve la narración del poeta: según estaba previsto, los gitanos se aproximan a su campamento y, por tanto, a la fragua donde reposa el niño, como lo anuncia un jinete que se acerca, “tocando el tambor del llano”.

Ellos vienen por el olivar (el vasto cultivo de olivos que aún se extiende a lo largo y ancho de Andalucía) con sus “cabezas levantadas / y los ojos entornados”, imágenes que identifican a los errabundos gitanos desde tiempos inmemoriales.

Entretanto, “dentro de la fragua el niño / tiene los ojos cerrados”. Parece que durmiera y que esto lo hubiera logrado la luna con su arrullo maternal.

Sólo que el tercero y último acto desata la confusión al comprobarse que el niño, cuando hablaba con la luna, estaba enfermo, agonizante, con una fiebre intensa, y que ahora no está dormido sino muerto. “Por el cielo va la luna / con un niño de la mano”, señala el poeta. Va al cielo, podría pensarse con algún sentido religioso.

Los gitanos, por su parte, “dentro de la fragua lloran, / dando gritos…”.

“El aire la vela, vela. / El aire la está velando”, son los versos finales, con lo cual el aire se transforma en personaje central, siguiendo al niño en su vuelo y participando, con su abrazo postrero al pequeño gitano, en este triste acto de velación.

(Se cierra el telón. Silencio. No se escuchan aplausos sino suspiros y llanto).

Romance de la luna, luna

De Federico García Lorca

La luna vino a la fragua

con su polizón de nardos.

El niño la mira, mira.

El niño la está mirando.

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos,

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque

con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,

que ya siento sus caballos.

Niño, déjame, no pises

mi blancor almidonado.

 

El jinete se acercaba

tocando el tambor del llano.

Dentro de la fragua el niño

tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,

bronce y sueño, los gitanos.

Las cabezas levantadas

y los ojos entornados.

 

Cómo canta la zumaya,

¡ay, cómo canta en el árbol!

Por el cielo va la luna,

con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,

dando gritos, los gitanos.

El aire la vela, vela.

El aire la está velando.

(*) Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua