28 de marzo de 2024

Ya chulié la visa gringa

16 de mayo de 2019

Augusto León Restrepo

De la obtención de mi primera visa para Estados Unidos, no me quedan buenos recuerdos. Me devolvieron de la ventanilla, después de seis horas de cola, porque la fotocopia de mi cédula no reunía las medidas que la Embajada exigía. Tuve visa cuando ya era mayor de edad, por la potísima razón de que cuando era niño no existía Disney World y así hubiera existido, el modesto ingreso de mi padre como empleado público jamás le hubiera permitido ahorrar para llevarme a darle la mano al Ratón Mickey.

Me puse el vestido dominguero, me rasuré la cara casi hasta sangrar, me refresqué con Pino Silvestre , pedí prestada una aparentona corbata a un amigo riquito del barrio, mandé lustrar mis zapatos en la esquina de El Tiempo en Bogotá y me metí debajo del sobaco unas certificaciones sobre que yo era gente de bien, que había pertenecido a un comando laureanista y que estaba del lado políticamente correcto. Y así y todo entré en un estado de pánico escénico que no se imaginan, cuando cogí la bocina del teléfono de la ventanilla del funcionario gringo y, balbuceante, respondí un interrogatorio de cinco minutos, que me parecieron eternos. Sudaba frío. Y casi colapso, cuando una voz de ultratumba me anunció que no se me concedía la visa, porque había cierta inconsistencia en mi modesta declaración de renta y que volviera con las correcciones debidas en una próxima ocasión. Sentí, tengo que confesarlo, una frustración tan grande como la Catedral de Manizales. Volví a la Embajada unos años después y me la expidieron en dos minutos, sin mirar documentos . Desde entonces la luzco orgulloso en mi pasaporte y como quien no quiere la cosa, hago que los funcionarios de inmigración y de emigración traten de verla al rompis, para que sepan quien soy yo.

Es que la tal visa norteamericana se convirtió en la mejor carta de recomendación en el mundo entero. Ser uno sobrino reconocido del Tío Sam, imprime carácter. O al menos uno se lo cree. Y le da confianza. Es mejor tenerla que no tenerla. Y eso de que se la quiten, por la razón que sea, debe producir una depresión severa. Porque es como una descertificación, que es lo que le aplica Estados Unidos a los países, cuando considera que éstos desobedecen sus órdenes. Los convierten en parias, a los cuales deben negarles la sal y el agua. Las personas a quienes se descertifica, jamás saben las razones, porque las decisiones sobre visas son confidenciales, no se comentan los motivos, es facultativo del Estado considerar quien o quienes resultan inadmisibles para ingresar a su territorio. Por ejemplo, para no ir muy lejos, Colombia o Estados Unidos, que para el efecto da lo mismo, de acuerdo con la doctrina Ordóñez debieran negarle la visa y el ingreso a los venezolanos que huyen del dictadorzuelo Maduro, porque pueden ser espías o estar infectos de castrochavismo, enfermedad contagiosa que puede conducir a la muerte por comunismo o por socialismo. Resultan inadmisibles. Con los que lograron ingresar, ya tomé las debidas precauciones. Dejé de comprar las galletas Oreo y las arepas que los chamos venden en la esquina de Carulla, aquí en Chapinero. Que tal que amanezca, a estas alturas, con el mortífero sarampión marxista.

Creo que estoy a salvo de que Estados Unidos me descertifique. No tengo suficientes méritos para ello. No fuí Magistrado y si lo hubiese sido habría consultado al Imperio, antes de firmar las providencias. Cuando fui parlamentario no cometí el pecado de la infidencia, porque nunca me invitaron ni a desayunos ni a cocteles al bunker norteamericano. Lástima. Como me gustan. No quemé banderas cuando fui universitario. Y siempre reconocí una verdad de a puño, realista y pragmático que he sido: soy un vasallo norteamericano, a quien deberían dejar votar para elegir a Nuestro Presidente, el Gran Policía del Orden Mundial. Pero si llegare a suceder -que me quitaran la visa- no me suicidaría. Con el dólar a mas de tres mil pesos, para Turquía o Argentina, donde por lo menos estamos a la par. Ya tengo foto con el Ratón Miguelito, subí por escaleras y ascensores al Empire State, jugué dólares bajo los cielos artificiales de Las Vegas, me chanté las camisetas de Al Capone y de Bonnie y Clyde, recorrí las Calles de San Francisco, estuve en Dallas en la la pieza desde la que disparó Lee Harvey Oswald contra John F. Kennedy, me embarqué para hacer el lobísimo tur para conocer de lejos las casas de los ricos en Miami y me topé con Donald Jhon Trump en uno de sus clubes de golf privado y juro que me miró. Para qué mas. Ya chulié la visa gringa.