28 de marzo de 2024

Lo que queda tras las ausencias

14 de enero de 2019
Por Eleonora Sachs
Por Eleonora Sachs
14 de enero de 2019

Nos sentamos. Yo en una banca para esperar el paso del tren y ellos dos en la acera olisqueando a distancia a los paseantes. Algunos corren conectados a sus audífonos, otros van a paso lento tomados de la mano cumpliendo con las prescripciones médicas de mantenerse activos. La tarde  es tristemente quieta, apagada, gris o, así lo sentí y entonces sollocé. Este paseo vespertino es una cita obligada para los tres. Cuando se encienden las luces y suena una campanilla al tiempo que bajan las barreras ellos ya saben que ese tren próximo a la caída de la noche está cerca. Se sientan entonces en sus patas traseras, levantan alertas sus orejas y comienzan mover con emoción impaciente el rabo. Es el mismo tren que ayer, hoy y mañana pasará y se alejará fragoroso y veloz como un soplo de vida. Es la metáfora de nuestra propia existencia – pienso – o más doloroso aún, la de quienes nos acompañaron un buen trecho del camino y nos dejaron. Algunos ya no están físicamente entre nosotros. Otros están escondidos en los laberintos de sus mentes, pero  ambos están ausentes de todo ese mundo nuestro que fue abonado por ellos y constituye hoy nuestro presente. Y lo sorprendente es que esa pérdida es vivida, asumida, recordada de forma diferente por cada uno de los miembros cercanos a esos seres queridos que de alguna forma se han marchado para siempre.

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En  una interesante revista de Teología Pastoral, Sal Terrae, encontré un artículo dedicado a La Muerte y cómo vivir el final de la vida. En él varios psicólogos, psiquiatras, sociólogos teólogos y demás profesionales dedicados a las ciencias sociales coinciden en reconocer la existencia de varias etapas en el proceso de un duelo. También afirman que tras esa pérdida, en la  última etapa, que puede durar incluso años, cada uno de los dolientes se reinventan. Yo aún estoy en la etapa de rumiar los recuerdos que me forjaron como la persona que soy hoy. Probablemente habré cambiado mañana, pero la esencia se mantendrá. La primera medicina que mi madre me dio para aplacar mis hormonas de chica caprichosa y malhumorada fue la lectura de El Retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Los fines de semana, el premio a las calificaciones siempre llegaba en forma de comics o tebeos que mi padre nos traía y al cabo del tiempo nos hacía encuadernar en gruesos tomos. Alternábamos entonces Daniel El Travieso, La pequeña Lulú, Tom y Jerry, con la lectura de tres gruesos volúmenes en color rojo de El Libro de Nuestros Hijos, cuya lectura nos elevaba la imaginación  a la  altura de Polifemo o,  nos narraba la historia de nuestros astros, de los Alimentos, de la Familia  y de otros Animales.  Y ni qué hablar de las vacaciones escolares en casa de los abuelos. En el piso bogotano de La Milagrosa con los abuelos paternos  aprendí sobre todo el sacrificado mundo de las mujeres, mis tías, para que los hombres de la familia pudiesen coronar sus anhelos profesionales. Con mi abuelo conocí el mundo a través de su devota pasión por la filatelia. En casa de mis abuelos maternos devoré las fábulas de Esopo reunidas  en la colección del Tesoro de la Juventud de pastas verdes duras, muy repasadas.  Era lo único que  me hacía olvidar por completo de la irritante musiquilla de los mosquitos, esos zancudos chupasangres  alborotados en las soporíferas noches del Valle del Cauca. Esculcando en su biblioteca descubrí a Hamlet, y todas las obras de un Shakespeare, cuyo Romeo y Julieta entonces me ayudaron a apagar esas ansias de amor prematuro. Todas las visitas que entonces hacíamos mi madre y yo a las tías siempre me aportaban un descubrimiento literario. Como aquel de La charca del diablo, de Aurora Dupin, más conocida bajo el pseudónimo de George Sand en casa de una tía abuela jocosa y mordaz en todos sus comentarios. Famosas  eran  sus  anécdotas familiares  aliñadas siempre con un   humor puntiagudo y hasta lapidario  en torno a los maridos. Tan alegres eran sus charlas como apetitosos sus aborrajados, cuyo olor procedente de la cocina invadía toda la estancia de anchos corredores con su patio en medio. Y es que aquellas tajadas de plátano maduro rellenas con queso y bocadillo de guayaba,  empapadas  en huevo y luego bien fritas en aceite hirviendo, constituían una dulce tentación para todos los sentidos.

El tiempo pasó para todos, pero nuestra casa siguió siendo el lugar perfecto para reunir a las amistades  de nuestros padres. Cualquier acontecimiento justificó la presencia de una guitarra que acompañase unos versos lorquianos recitados por todos. Por ellas  escritoras y poetisas ingeniosas, transgresoras para su época,  como Beatriz Zuluaga, Lucía Corrales. Y por ellos, Hermann Lema, otro ausente, Omar Morales, Augusto León Restrepo, y mi propio padre, poeta clandestino, el más reciente de los ausentes,  bohemios empecinados en estacionarse en una época rezagada en el tiempo. Pero todos en conjunto verdaderos maestros en el uso del buen Español o mejor, del más puro Castellano. Y si no cito a alguno más es porque perdí ese hilo familiar tras mis largas ausencias y mi memoria quedó congelada en aquellas reuniones de amigos que siempre se quisieron.

Mozart, sobre todo el concierto para Corno No.3, su favorito, Chopin, Beethoven, El coro de los esclavos hebreos, de la célebre ópera Nabucco de Verdi, La Barcarola de Offenbach, su Sueño de amor con  Liszt, o la danza húngara No. 5 de Brahms se colaban siempre en casa cuando mi madre bordaba y yo mientras tanto, bajo su comprensiva y hasta compasiva supervisión, desentrañaba con mucho más empeño que cabeza unas ecuaciones. La bien Pagá de Ramón Perelló y Juan Mostazo, interpretada por Miguel de Molina, Estrellita Castro o por Concha Piquer con toda la pasión de que hace gala la letra  se convirtió en el himno que mi padre tarareaba cada mañana bajo la ducha o cantaba directamente  tras varios aguardientes en fiestas y demás reuniones convirtiéndose en el protagonista de la velada. Me descubrió la ópera Porgy and Bess de Gershwin, y de su Cuesta abajo, de Gardel me hizo llegar hasta el innovador  Piazzolla con su nostálgico y premonitorio Adios Nonino. Y sus Days and nightslas Noches y los días – de Cole Porter, y el Qué será será, entonado por su amor platónico Doris Day…Gracias a él, a mi padre, no hubo una sola noche que yo no durmiera sin escuchar por la radio La Noche Fantástica o la Hora del Regreso de Otto Greiffenstein, otro personaje irrepetible, otra ausencia que siempre me acompañará. Y así, como una exhalación, se despidieron de mí la infancia, la adolescencia y estrené una madurez tardía. Estoy de acuerdo con esta frase de  una admirable actriz como fue Audrey Hepburn:  “Vivir es como visitar un museo. Hasta tarde no comienzas a absorber lo que viste…”.  Así que sólo hasta ahora comienzo a comprender lo que he vivido.