28 de marzo de 2024

Periodista

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
7 de diciembre de 2018
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
7 de diciembre de 2018

Siempre sostuvo que por encima de todo era un periodista. Un reportero que añoraba profundamente estar en el desarrollo de los acontecimientos para contar lo que veía, pero muy especialmente lo que lograba concluir cuando pensaba más allá de lo que se le presentaba ante su mirada. No se satisfacía con asumir el conocimiento de los hechos de manera simple, sino que trataba de ir hasta el fondo del asunto, en sus explicaciones, en sus fundamentaciones, en sus causas, sus desarrollos y sus consecuencias. En no pocas ocasiones  fue el cubrimiento de asuntos de rutina, en los que los demás no lograban detectar más  que una simple noticia, breve, corta, de solo titular. El iba mucho más allá y desentrañaba más de una vez  contextos que no se inferían fácilmente y que se traducían en fenómenos sociales que luego nadie podría desconocer.  Su vocación vital  fue la de reportero, desde  cuando tuvo la oportunidad de descubrir que sentado al frente de una máquina de escribir podría ganarse la comida diaria, redactando sobre sucesos de cada fecha, sin abandonar su fecunda imaginación, para contar las cosas de una manera diferente. Por eso en tan poco tiempo se hizo el gran reportero que siempre fue y de quien todos comenzaron a  esperar que sería un extraordinario escritor, como ciertamente llegó a serlo, hasta convertirse en el más grande del idioma español en el siglo XX. Pero  ese maestro de la narrativa siempre llevó por dentro  un periodista que nunca lo abandonó y al que por siempre extrañó.

Con este criterio se le rinde el homenaje  de volver a contar en un libro,  muchas de esas cosas que contó ese reportero capaz de estar detrás de las pistas  de un crimen  que en toda su apariencia se presentaba como un accidente, y en el peor de los casos como un suicidio. Durante dos años le hizo seguimiento a la noticia y produjo  una serie de crónicas que le publicaron en  13 ediciones de un diario de circulación nacional, en el que la gente lo seguía como si se tratara de una novela de suspenso. Era suspenso, pero sobre la realidad, porque todo lo que contaba ese periodista tenía la solidez de los hechos que se iban conociendo alrededor de un caso  de homicidio,  ocurrido en la persona de una mujer humilde y joven, objeto de abusos de quienes se pensaban intocables ante la ley, por ser los administradores de la ley.

Es lo que ha hecho en este final de año la editorial Random House al editar una selección un breve estudio introductorio de su amigo Jon Lee Anderson, escrito en junio de 2018, el libro es siempre siempre tiene los ón de escritos  periodísticos  con el criterio temporal de abarcar desde sus años de formación como reportero, hasta llegar a las crónicas escritas  cuando ya contaba con un nombre internacional como novelista, sin que su prestigio llegara aún a la posibilidad de vivir de lo que hacía, porque sus ingresos por derechos de autor no pasaban del magro y máximo  diez por ciento del valor de lo que paga el lector por una obra en la librería, y arribando hasta  años después de haber sido galardonado como el mejor escritor del mundo en el año 1982.  Es el periodista Gabriel García Márquez, en un texto de solo notas periodísticas,  en las que se incluyen algunos de sus grandes trabajos como reportero y otros tantos  que fueron elaborados por el  gusto de seguir siendo periodista, cuando yo no lo necesitaba, cuando era una figura mundial. Es un texto para volver a las raíces de nuestro Nobel, como escritor  de trabajo diario y en cuyas líneas es fácil adivinar que en él había  un periodista de otra calidad –el más grande de todos en todos los tiempos-, pues esa realidad que era capaz de transcribir, lo hacía pero con sus manera de contarla, que dejaba la sensación  como si fuera el relato  de algo producto de la ficción. Su realismo mágico, que los críticos literarios luego se encargaron de calificar y clasificar, era nacido de la realidad misma, que siempre tiene los elementos suficiente para ser más fantástica  que la fantasía misma.

Con un breve estudio introductorio de su amigo Jon Lee Anderson, escrito en junio de 2018, el libro es una antología que se pasea  por toda la producción periodística del maestro García Márquez y una verdadero lección de lo que es y debe ser la reportaría. En un lenguaje que no pasa de moda, que es de la esencia misma de saber comunicar, da cuenta de muchos hechos y lo hace de tal manera que leerlos ahora, algunos de ellos con más de 70 años de haber sido producidos, es como leer a un periodista que cuenta algo de actualidad. Es la posibilidad de narrar de tal manera que el tiempo deje de trascender y los calendarios no tengan relación con la posibilidad de acceso, porque de lo que se trata es de llegar a lo sucedido y presenciado por los ojos curiosos de un periodista de toda la vida.  En esos relatos es posible adivinar, además, algunas de las que luego llegaron a ser sus ficciones. E igualmente a entender  los matices de su formación ideológica que nunca doblegó, ni siquiera cuando  dejó de ser el costeño pobre que se moría de frío en Bogotá, metido en una raída chaqueta de paño y  con los zapatos desgastados, al punto de evitar las lluvias por el temor a mojar las medias.

Un total de 50 textos  del periodista Gabriel García Márquez, todos conocidos, por supuesto, pero que en su selección  dan una imagen de sus grandes dotes como columnista, comentarista, cronista, reportero, opinador político y en esencia de su calidad narrativa desde siempre. Con una frase era capaz de dar la idea completa de lo que se proponía contar. Iba desagregando los hechos y los iba reuniendo de nuevo para dar una idea de fuerza suficiente que fuese capaz de transmitir las sensaciones percibidas en directo por el reportero ante los hechos.  Todos los textos que se incluyen en este libro han sido recogidos ya en los volúmenes extensos  de sus antologías de obra periodística. La novedad  se encuentra en el estudio de Anderson y la calificada selección que de los mismos hizo el editor Cristóbal Pera, con un orden cronológico que va mostrando la evolución del lenguaje del periodista, sin perder la esencia de su capacidad de asombro con lo que va contando, para descubrir, cuando se asume su lectura,  que no por haberlos leído antes, deja de ser interesante volverlos a leer. Es lo que ocurre con los grandes autores, con los denominados clásicos: no basta leerlos una vez, es necesario seguirlos leyendo por siempre. Algunos son tan añejos  que se han olvidado en su temática y es como si se estuviera ante constantes descubrimientos. Es volver al maestro, desde sus inicios, como periodista,  en la seguridad que fue maestro desde que  hizo sus primeros trabajos. Estaba marcada la palabra en su mente y de ella viviría y con ella se haría  el más grande.

Dice el editor en su nota introductoria:

El escándalo del siglo toma el título del gran reportaje central de esta antología, enviado desde Roma y publicado en trece entregas consecutivas del diario El Espectador  de Bogotá, en septiembre de 1955. En esas cuatro palabras encontramos condensados el titular periodístico y la exageración que tiende a la literatura. El subtítulo  es ya una perla  con la firma del autor: “Muerta, Vilma Montesi pasea por el mundo”,  desde lo que es posible con la perspectiva que da el conocimiento posterior que se llegara a tener de la obra completa del autor de Macondo,  de la clase de narrador que siempre fue. Son 354 páginas del mejor periodismo que se ha hecho en Colombia.

Volver al García Márquez periodista,  es el gusto de saber  que en esos hechos de que se ocupó en su oficio de reportero de toda clase de temas, estaba el germen  de todas sus narraciones posteriores.

Sólo su imaginación y el exigente manejo del idioma desde el comienzo, le permitió que escribiera una nota con base en una foto publicada del Presidente de la República, Mariano Ospina Pérez, en la que aparecía inaugurando el servicio telefónico de larga distancia entre Bogotá y Medellín, lo que llamó la atención del periodista fue la pulcra afeitada del personaje y dijo en El Heraldo de Barranquilla, de 16 de marzo de 1950, sobre el barbero presidencial:

Muchas veces la suerte de una República depende más de un solo barbero que de todos sus mandatarios, como en la mayoría de los casos –según el poeta- la de los genios depende del comadrón. El señor Ospina lo sabe y por eso, tal vez, antes de salir a inaugurar el servicio telefónico directo entre Bogotá y Medellín, el primer mandatario, con los ojos cerrados y las piernas estiradas, se entregó al placer de sentir muy cerca de su arteria yugular el frío e irónico contacto de la navaja, mientras por su cabeza pasaban, en apretados desfiles, todos los complicados problemas que sería necesario resolver durante el día. Es posible que el Presidente hubiera informado a su barbero de que esa mañana iba a inaugurar un servicio telefónico perfecto, honra de su gobierno. ¿“A quien llamaré en Medellín”?, debió de preguntarse mientras sentía subir la afilada orilla por su garganta. Y el babero, que es un hombre discreto, padre de familia, transeúnte en las horas de reposo, debió guardar un prudente, pero significativo silencio. Porque en realidad – debió de pensar el barbero- si él en lugar de ser lo que es, fuera Presidente, habría asistido a la inauguración del servicio telefónico, habría tomado el receptor y, visiblemente preocupado, habría dicho con voz de funcionario eficiente: “Operadora, comuníqueme con la opinión pública”.

Sólo a un gran reportero se le ocurre indagar por la suerte de las cartas y envíos de correo que no llegaron a su destino, cuando ese servicio era de la esencia de las comunicaciones humanas, e ir hasta las bodegas del servicio postal a enterarse de la suerte de esos sobres en cuyo destino el cartero llamó muchas veces sin que le respondieran, con lo que hizo un reportaje publicado en la edición del 1 de noviembre de 1954 en El Espectador:

A veces falla el complejo mecanismo del correo mundial y a la oficina de rezagos de Bogotá llega una carta o un paquete que no debía recorrer sino 100 kilómetros, y ha recorrido 100.000. Del Japón llegan cartas con mucha frecuencia, especialmente desde cuando el primer grupo de soldados colombianos regresó de Corea. Muchas de ellas son cartas de amor, escritas en un español indescifrable, en donde se mezclan confusamente los caracteres japoneses con grabados latinos. «Cabo 1.º La Habana”, era la única dirección que traía una de esas cartas.

Hace apenas un mes, fue devuelta a Paris una carta que iba dirigida, con nombre y dirección perfectamente legibles, a un remoto pueblecito de Los Alpes italianos.

Contar con maestría su experiencia de la visita de un grupo de periodistas a Hungría, en medio de la ocupación extranjera, haciendo el trabajo de campo con las enormes limitaciones de libertad que les establecieron, con vigilancia estricta de lo que hacían, de lo que veían, de lo que hablaban, con la expresa prohibición de hablar con la gente en cualquier idioma, ni su habilidad fue capaz de burlar el cerco rígido de tener que informar de lo que les enseñaban, con el fin ocultar lo malo y dirigidamente sólo mostrarles lo bueno, fue el objeto de la crónica que publicara en la edición del 15 de noviembre de 1957 en la Revista Momentos de Caracas, poniendo de presente:

Un kilometro más allá de la Isla Margarita,  en el bajo Danubio, hay un denso sector proletario donde los obreros de Budapest viven y mueren amontonados. Hay unos bares cerrados, calientes y llenos de humo, cuya clientela consume enormes vasos de cerveza entre ese sostenido tableteo de ametralladoras que es la conversación en lengua húngara. La tarde del 28 de octubre esa gente estaba allí cuando llegó  la voz  que los estudiantes habían iniciado la sublevación. Entonces abandonaron los vasos de cerveza, subieron por la ribera del Danubio hasta la plazoleta del poeta Pitofi y se incorporaron al movimiento. Yo hice el recorrido de esos bares al anochecer y comprobé que a pesar  del régimen de fuerza,  de la intervención soviética y la aparente tranquilidad que reina en el país,  el germen de la sublevación continua vivo. Cuando yo entraba a los bares el tableteo se convertía en un denso rumor. Nadie quiso hablar. Pero cuando la gente se calla –por miedo o por prejuicio- hay que entrar a los sanitarios para saber lo que se piensa. Allí encontré lo que buscaba: entre los dibujos pornográficos,  ya clásicos en todos los orinales del mundo, había letreros con el nombre de Kadar, en una protesta anónima pero extraordinariamente significativa. Esos letreros constituyen un testimonio válido sobre la situación húngara: “Kadar, asesino del pueblo”, “Kadar, traidor”, “Kadar, perro de presa de los rusos”. 

Siendo un escritor ya reconocido, como que había publicado La Mala Hora, La Hojarasca y esa gran obra maestra  El Coronel no tiene quien le escriba, aún no llegaba la consagración definitiva, ni el reconocimiento universal que se dio al año siguiente, cuando se editó por primera vez Cien años de soledad y se hizo el más grande de los autores en idioma español en el siglo XX, en razón a que en muchas ocasiones lo interrogaron por la profesión del novelista, se ocup vuelo entre Caracas y L se ocuó que les enseñaban, habilidad fue capaz de burlar el cerco r vigilancia estricta de lo que hcezaó en describir el oficio de escritor, en una nota periodística, que fuera capaz de arrojar luces  de que es esa dedicación y los enormes esfuerzos que demanda, por el extraordinario drama que es publicar, como quiera que  los editores solamente le apuestan a los consagrados, a los que ya se venden en el mercado, pero difícilmente  arriesgan capital en aquellos que apenas comienzan y que muchas veces se mueren sin ver la luz pública, o que se vuelven exitosos después de muertos, cuando se lucran sus herederos, pero el creador no ha gozado de nada de su creación. En julio de 1966 en El Espectador habló de lo que es un escritor:

El sistema de patrocinio, típico de la vocación paternalista del capitalismo, parece ser una réplica a la oferta soviética de considerar al escritor como un trabajador a sueldo del Estado. En principio la solución socialista es correcta, porque libera al escritor de la explotación de los intermediarios, pero en la práctica hasta ahora y quien sabe por cuanto tiempo, el sistema  ha dado origen a riesgos más graves que las injusticias que ha pretendido corregir. El reciente caso de dos pésimos escritores soviéticos que han sido condenados a trabajos forzados en Siberia,  no por escribir mal,  sino por estar en desacuerdo con el patrocinador,  demuestra hasta que punto puede ser peligroso el oficio de escribir bajo un régimen  sin la suficiente madurez para admitir la verdad eterna de que los escritores somos unos facinerosos a quienes los corsés doctrinarios, y hasta las disposiciones legales  nos aprietan más que los zapatos. Personalmente,  creo que el escritor, como tal, no tiene otra obligación revolucionaria que la de escribir bien. Su inconformismo, bajo cualquier régimen, es una condición esencial que no tiene remedio, porque un escritor conformista muy probablemente es un bandido, y con seguridad es un mal escritor. 

Narrar el azaroso vuelo entre Caracas y La Habana para llevar a los primeros periodistas americanos a conocer la recién triunfadora revolución cubana, a sólo cuatro semanas del ingreso de Fidel Castro a la capital, es un relato de suspenso no desprovisto de mucho humor, en el que  se burla de si mismo, del piloto del mal estado del avión y de sus compañeros de viaje en las más precarias condiciones, con derecho a aterrizaje de emergencia en Camagüey. Lo contó en una crónica en la revista   de La Casa de las América, en enero de 1977:

En el centro del miedo al avión hay un espacio vacío, una especie de ojo de huracán donde se logra una inconciencia fatalista, y en que es lo único que nos permite volar sin morir. En mis interminables e insomnes vuelos nocturnos sólo logro ese estado de gracia cuando veo aparecer en la ventana esa estrellita huérfana que acompaña los aviones a través de los océanos solitarios. En vano la busqué aquella mala noche del caribe desde el bimotor sin alma que atravesaba nubarrones pedregosos, vientos cruzados, abismos de relámpagos, volando a tientas con el solo aliento de nuestros corazones asustados. Al amanecer nos sorprendió una ráfaga de lluvias feroces, el avión se volteó de costado con un crujido interminable de velero al garete, y aterrizó temblando de escalofríos y con los motores bañados en lágrimas en un aeropuerto de emergencia de Camagüey. Sin embargo, tan pronto como cesó la lluvia reventó un día primaveral, el aire se volvió de vidrio, y volamos el último trayecto casi a ras de cañaverales perfumados y estanques marinos con peces rayados y flores de alucinación en el fondo. Antes del medio día aterrizamos entre las mansiones babilónicas de los ricos más ricos de la Habana: en el aeropuerto de Campo Columbia, luego bautizado con el nombre de Ciudad Libertad, la antigua fortaleza batistiana donde pocos días antes había acampado Camilo Cienfuegos con su columna de guajiros atónitos. La primera impresión fue más bien de comedia, pues salieron a recibirnos los miembros de la antigua aviación militar que a última hora se habían pasado a la revolución y estaban concentrados en sus cuarteles mientras la barba les crecía bastante para parecer revolucionarios antiguos.

“El escándalo del siglo” es el libro en que se recopilan esos relatos periodísticos del maestro Gabriel García Márquez y como en todo texto clásico, no importa que se hayan leído antes, regresar a su lectura es saborearlos de otra manera. Quienes no hayan tenido, aún, el placer de disfrutar de su legado literario, con esta obra tienen un comienzo delicioso, a más de muy fácil lectura. Un texto de grata compañía, para unas buenas vacaciones.