28 de marzo de 2024

Nos encogemos del susto

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
28 de diciembre de 2018
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
28 de diciembre de 2018

Hace varios años alguien vino con el embuste de que Raymond Carver no era el magnífico escritor que muchos creíamos sino apenas el apuntador de su editor Gordon Lish. Según la noticia, Lish había recibido los cuentos del escritor y los había expurgado hasta convertirlos en el portento de minimalismo, concreción y realismo que nos encantaba.  El chisme seguía acompañándose, por supuesto, de las noticias de la vida de Carver, que tanto emocionan a los norteamericanos -y por insalubre imitación a nosotros-, acerca de su alcoholismo, pobreza y nomadismo -los gringos son los últimos nómadas sobre la tierra-. Así las cosas, al que leíamos era a Lish y no a Carver.  Muerto este último, y por tanto con imposibilidad absoluta de defensa, la historia fue tomando cada vez más fuerza. La verdad es que el asunto tiene que ver ciertamente con la idea que se tiene, en el mundo editorial norteamericano, en torno a la función que debe cumplir un editor.  Según ella, aquel tiene un papel preponderante y creador, de ahí la posibilidad de transformar la obra del escritor, de hacerle variantes y cambios sustanciales.  El editor es, según esta noción, una especie de artista, solo que, a costa del escritor original, un zángano que apenas puede hace lucir sus pretensiones innobles ante la mirada del público, tal como lo ha hecho el sinvergüenza de Lish, basta verlo en las fotos en las que quiere parecerse al genial Carver; menos mal el embuste tiene fecha de expiración.

Como la tuvo el poeta mexicano Ali Chumacero, quien durante años fue editor del Fondo de Cultura Económica y se vanagloriaba de haber, supuestamente, corregido y reescrito Pedro Paramo, manifestación ante la que Rulfo guardaba silencio. Lo dicho por Chumacero es una patraña, porque si realmente él hubiera metido mano la obra no sería maestra; más bien, Pedro Paramo es genial porque la escribió Rulfo, y muy a pesar de las pretensiones de Chumacero, que entre otras, era buen poeta.

Malcolm Lowry no guardó el silencio de Rulfo, ni tuvo que callar forzosamente como Carver.  Después de recibir noticias de su futuro editor Jonathan Cape, acerca de los cambios que sugería para publicar Bajo el volcán, Lowry escribió una carta extensa en la que expuso la razones por las que cambiar el texto era vulnerarlo, profanarlo.  Logró entonces, gracias a la vehemencia con que manifestó sus argumentos, que la novela y el Consul se conservaran tal cual, entre otras razones porque la obra toda, incluidos sus defectos, “se deriva(n) irremediablemente de algo fatal”.  Cape decidió, sabiamente, publicar Bajo el volcán tal cual la concibió Lowry, habiendo comprendido que mucho va de beber vino a beber mezcal.

Es imposible saber que habría sido de la novela de Lowry si este hubiera acogido mansamente las razones de su editor, tal vez se hubieran reducido sus contradicciones o habría sido más rápida y menos densa al principio, como pretendía Cape con el ánimo de no perder lectores en las primeras cien páginas, o  hubiera sido publicada con cien menos, que aparentemente sobraban; pero sin duda Bajo el volcán habría perdido esa pesadez que la hace grande y que la ubica en un espacio físico y temporal casi innombrable y que ciertamente proviene de aquella fatalidad que solo la mente y el hígado de Lowry eran capaces de concebir.

Pero el atrevimiento de Lowry no es corriente. T. S. Eliot entregó a su amigo Ezra Pound La tierra baldía, para que la leyera y diera su opinión, antes de publicarla. Pound le quitó cientos de versos y Eliot agradecido lo nombró il miglior fabbro. ¿Quién puede asegurar que el poema no era mejor, más complejo, antes de que Ezra Pound le cortara buena parte de los versos?; es probable que la declaración tal vez fuera una pose más del maestro de los snobs, que asustado con su propia obra y atortolado por los sufrimientos de su esposa Vivienne, se doblegó ante el espíritu impetuoso de quien luego escribiría miles de versos en Los Cantos sin que nadie le hubiera censurado uno solo.

Cada tanto surge de nuevo el debate sobre el oficio del editor.  Por momentos, en nuestro medio, toma fuerza la imagen del editor que creativamente compone la obra, la poda, la ordena a su antojo, o al gusto de sus patrones, o de los clientes de turno.  Los lectores nos encojemos entonces de susto ante estos censores que cuentan con permiso para actuar, e imaginamos aterrados que habría sido del Ulises de Joyce o del errático En busca del tiempo perdido o de la extraña puntuación de Berhard.

Manizales, diciembre 28 de 2018.