29 de marzo de 2024

COLOR

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
14 de septiembre de 2018
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
14 de septiembre de 2018

Víctor Hugo Vallejo

Era un domingo en la tarde. Un día soleado. Tranquilo. De descanso para los pocos habitantes de la pequeña ciudad. Salió de su habitación con los mismos pasos lentos de siempre. Iba un poco más ensimismado que siempre. Llevaba el peso de su depresión encima. Una depresión que apenas lo abandonaba por pocas temporadas y que lo llevaba y lo traía en una carrera en la que el desespero aparecía en más de una ocasión. Cuando estaba en las afueras del pueblo, sacó su pistola, la puso sobre el costado izquierdo de su pecho. Disparó. Sonó fuerte en la soledad del paraje. Cayó al piso. Al poco tiempo se repuso. Se levantó. Caminó dificultosamente de regresa al hospedaje y se recostó en su lecho humilde. Estaba solo, inmensamente solo, como siempre. No le dio mucha importancia a lo que sentía en el pecho. Estaba enajenado una vez más. Tenía un umbral de dolor sumamente alto, como que no era la primera vez que atentaba contra su cuerpo. Era un 27 de julio de 1890. La herida se fue infectando en la medida en que no recibió ningún tratamiento. En el hospedaje no sabían de lo sucedido. Nadie se interesaba en saberlo. Al fin y al cabo ese personaje huraño, rubio, de ojos penetrantes y barba roja era demasiado extraño y normalmente evitaba la compañía de los demás. Siempre prefería estar solo.

Fue apenas el reposo de permanecer quieto en una cama, el tratamiento que se brindó frente a la herida de bala. La fiebre lo comenzó a invadir. La sangre derramada hizo sus efectos anémicos. El 28 de julio ya estaba en mal estado. Ni el dolor, ni la soledad dieron paso a pedir ayuda. Permaneció allí, adentro, en silencio. Su cuerpo no soportó más y el día 29 de julio permitió que la vida mortal se le fueran entre las manos y que lo que llegó a descubrir la casera fuera apenas un cadáver. En esa fecha terminó una existencia de apenas 37 años de edad, de una década de producción creativa intensa y se dio comienzo al mito desde el que se han conformado demasiadas fantasías, hasta el punto de que no es fácil distinguir entre lo que fue realidad en esa vida y lo que se ha inventado con el fin de hacerlo más trascendente hacia la historia, en lo que puede haber sido (no va a dejar de serlo) una tarea inútil, pues su obra, la que le sobrevive, la que va a quedar por siempre jamás, la inmortal, es capaz de hablar por si sola, sin la necesidad de que se le acompañe de leyendas e invenciones fantásticas para hacer atrayente a alguien que siempre lo fue.

Ese 29 de julio de 1890 se apagó la vida de Vicent Willem Van Gogh, el más grande o al menos uno de los más grandes pintores nacidos en Holanda y cuya proyección artística crece cada día, en la medida en que las nuevas generaciones lo van descubriendo en sus grandes juegos de color, en los que es capaz de hacer sentir tantas emociones, sin que sea indispensable acudir a explicaciones etimológicas de cada figura, de cada pincelada, de cada brochazo, de cada golpe de pincel.

Quien ve y observa las obras pictóricas o los dibujos de Van Gogh nunca más los dejará de identificar a primera vista en cualquier parte donde se repita esa visión, por el medio que sea, sin que sea necesario estar de manera personal ante su creación. Es tan fácil de identificar la fuerza de sus expresiones, la decisión contundente de decir algo en cada cuadro, en cada dibujo, que lo hace irrepetible. Y no es que en todos los casos el espectador que observa esas obras se vaya a enamorar de las mismas. No. Hay quienes no gustan de ellas, porque las encuentran inacabadas, apresuradas, a veces torpes, demasiado agresivas. Lo que siempre sucede ante esas creaciones del hombre solitario, a quien las dolencias psiquiátricas nunca abandonaron, es que generan una fuerte impresión, para bien o para mal. Observar una obra de Van Gogh en los Museos donde están, es un acto de introspección en lo profundo de cada ser. Es sentir que en esos colores hay un mensaje que se entiende de una manera y se va transformando poco a poco hasta llegar a un lenguaje emocional que no se logra precisar. Lo único que no procede ante las obras del neerlandés es la indiferencia. Algo se tiene que sentir ante su creación. Es que pintaba con las manos, pero solamente lo que hacía era llevar al óleo los confusos sentimientos que le abrumaban en esa existencia de más amarguras que satisfacciones, en la que no se conocieron los límites de nada, porque los linderos que quiso establecerle nunca fueron posibles. Tantas cosas le negaron. En tantas le cerraron los caminos. La única a la que nunca le estorbó fue a la soledad, que jamás lo abandonó.

Recordar a Van Gogh no es más que traer a presente el mundo del color. Y a los grandes creadores no será necesario tener motivaciones especiales para ocuparse de ellos. Estarán por siempre en la memoria colectiva. Con el maestro de los países bajos sucede ahora que una directora cinematográfica polaca lo ha puesto de moda en el mundo con una excelente película que muchos críticos de cine no aceptan más que como un gran experimento de los muchos lenguajes que se pueden manejar hoy día en el séptimo arte, gracias a las ayudas y facilitaciones que entrega la tecnología.

Llegan las emociones con los colores del problemático maestro holandés con esa cinta que ha pasado casi clandestina por las carteleras de los grandes multiplex de Colombia, exhibida en horarios extraños, propios de quienes indagan minuciosamente sobre lo que se presenta, perdida en medio de tantas fantasías de cine infantil y de aventuras tontas (el que produce el dinero) y con salas que apenas albergan no más de diez espectadores por función, todos ellos concentrados en las imágenes que van reconstruyendo poco a poco una vida y una creación, como si se tratara de darle vida a la vida misma contenida en los cuadros. Un recorrido por la vida y la obra de Van Gogh en el que no es posible perder la atención ni un instante para no desconocer detalles de lo que se debe saber. Quienes nunca hemos perdido la enorme atracción que nos genera Van Gogh entendemos adicionalmente algunas cosas. . Son un poco más de 90 minutos que se van en instantes. Finaliza el filme y queda la sensación de que nos quedaron debiendo imágenes de esas expresiones de color tan llenas de luz y no pocas ocasiones de mucha alegría, la misma que no estaba en las emociones de quien las creó, quien solamente conoció la angustia y la desazón por una vida que nunca le satisfizo.

Quienes amamos el mundo de colores fuertes y contrastes definidos que se encuentran en la obra del holandés, al percibir la película consolidamos esa admiración y el gran atractivo que todos sus trazos nos han generado por siempre. Después de la cinta, amamos mucho más a Vicent Van Gogh, ese loco genial que en en apenas diez años fue capaz de dejar una producción de 900 cuadros y 1.600 dibujos que andan por los museos y en unas pocas colecciones privadas. Su obra ya le pertenece al mundo. Su comprensión queda al sentimiento de cada quien. El filme de la polaca Dorota Kobiela y el inglés Hugh Weichman es un homenaje a la gran creación de los seres humanos. Por el tema de que se ocupa, un poco de la vida del pintor y un mucho de su obra, y por la innovación tecnológica que significa realizar una película entre el documental y la ficción, en la que los actores se transforman en pintores, usando las obras de un total de 125 pintores llegados de todo el mundo que participaron en la recreación de las principales obras del maestro europeo. Es casi una cinta artesanal hecha con los más modernos medios tecnológicos, sin que en ella se detecten elementos que permitan saber de eso, pues se conoce por lo que han contado a los medios los realizadores.

Dorota Kobiela, nacida en Bylon, Polonia, en 1978, egresada de la Academia de Artes de Varsovia, es una de las más importantes directoras de cine europeas de la actualidad y en varias ocasiones ha pisado las alfombras rojas de la academia de Hollywood como nominada a premios Oscar con su corta, pero brillante, obra. De ella también son las cintas “La máquina voladora”, “Little Postman” y “Chopin Drawings”, que hablan de temas serios con la genialidad de quien filma no para ser muy comercial, sino para transmitir mensajes de permanencia constante en la mente de sus espectadores. Kobiela tuvo durante diez años guardado el guión de esta película, que inicialmente era para un documental de no más de diez minutos, hasta cuando Wichman lo leyó y le propuso que hiciera un largometraje, en lo que él estaba dispuesto a comprometerse. Se juntaron dos grandes talentos y con paciencia y mucho tiempo fueron armando esta que es una de las grandes películas de la cartelera colombiana en el 2018. Vista, eso sí, por unos muy pocos miles.

Kobiela y Weichman con su película pueden decir lo que alguna ocasión expresara en una de sus cientos de caratas a su hermano Theo y a sus amigos más cercanos, el mismo Van Gogh, quien en ellas dejó plasmada parte de su biografía angustiosa, de cual era la razón esencial para crear arte: “Me gustaría mostrar en mis pinturas lo que nadie tiene en el corazón”. Y lo logra. Quien nunca haya visto la obra de Van Gogh y asista a esta proyección, va a saber con suficiencia del holandés y descubrirá que todo eso que le muestran bien podría haberlo tenido en el corazón. Todos lo tienen, pero sólo Van Gogh fue capaz de traducirlo en imágenes de fuertes colores. Y lo hizo para la eternidad. Si el cine es divertido, hace uso de la tecnología más reciente y además es capaz de enseñar sobre determinadas materias, cumple una tarea social que va mucho más allá del simple entretenimiento. Es posible que se le llame cine culto, pero es que nadie tiene cerradas las puertas al conocimiento cultural. La decisión de hacerlo, sólo corresponde a cada quien. No hay que cerrarse a no ver lo que no se entiende, porque es tanto como no ser capaz de iniciar el recorrido que conduzca a ese necesario conocimiento.

Vicent Willem Van Gogh nació el 30 de marzo de 1853 en Zundet, Holanda, en el hogar del pastor protestante Theodorus Van Gogh y Ana Comedia, siendo el tercer hijo y a quien le pusieron el mismo nombre del primero que había muerto recién nacido. Es de entender la gran influencia que sobre el niño tuvo su padre, pues como predicador religioso en la palabra tiene la herramienta fundamental de su proselitismo incondicional que es a lo que someten los mitos. Desde muy joven fue un gran lector, fundamentalista, de los textos bíblicos. Lo que de alguna manera fue determinante en la conformación de su temperamento que desde tempranos días dio muestras de ser huraño y difícil.

Fue a la escuela con poca regularidad y no muy buenos resultados académicos, pues no le era fácil socializar con sus compañeros. Allí descubrió el encanto del dibujo y la gran facilidad que tenía en las manos para reproducir todo lo que veía. En el Instituto Haninik, a la edad de 15 años, puso fin a sus estudios y no quiso regresar nunca más a programas regulares formativos. Se habla de que como artista fue autodidacta, aunque algunos historiadores hablan de haber recibido formación en academias especializadas. En sus cartas siempre dijo que había aprendido de las obras que veía, de lo que pintaban sus amigos.

En 1869 tuvo su primer trabajo en Goupil & Company, una empresa comercializadora de arte, en la que ingresó en calidad de aprendiz. Fue descubrir el mundo de la creación. Estudiaba y estudiaba las obras que llegaban allí para su venta y atendía las instrucciones de los vendedores veteranos, quienes le iban indicando las escuelas de creación, las técnicas, las expresiones, el uso de los colores, los estilos personales, las formas abstractas y las concretas, era como trabajar en un sueño. Aprendió rápido, aunque con la limitante de su no muy buen trato con los demás por su dificultad de relacionarse.

En 1873 lo trasladaron a la sucursal de la misma empresa a Londres, donde tuvo ocasión de entrar en contacto con otras escuelas, con otros creadores. En esa ciudad conoció a Eugenia, hija de Úrsula Lover, la dueña de la pensión donde vivía, de quien se enamora locamente, con el impedimento de que ella estaba comprometida en matrimonio y no le dio la menor opción de aceptarlo. Fue su gran dolor, su eterno dolor, su vacío, su ausencia de siempre. Nunca superó esa primera pena de amor. La que no se borra en la emoción de nadie. Fue en unas vacaciones en Heludirt en 1874. En mayo de 1875 tomó distancia de la tierra del desengaño y va a Paris. Conoce otro mundo y se da cuenta que la luz en Francia es distinta a la luz de todas partes. Sigue trabajando en la misma empresa, pero con un rendimiento laboral cada vez más deficiente, por lo que el 10 de enero de 1978 lo despiden del empleo. Su hermano menor, Theo, también había ingresado a trabajar en la misma galería y queda allí por su eficiencia y habilidad en los negocios del arte.

Iría luego a Isleworth donde se hace ayudante de predicador, distinguiéndose en sus sermones por su fundamentalismo y radicalización moral, llegando hasta el moralismo extremo. La iglesia se iba quedando sola. Fue corta su carrera religiosa.

Entrando 1880 decide dedicarse a pintar y sus períodos de creación se distinguen por las ciudades donde lo hizo, siempre aprovechando los efectos naturales de la luz, o la ausencia de ella. Recala como destino final en Auvers-sur-oise, en Francia, cerca de Paris, donde siempre consideró que la luz era la más bella de las que había conocido y le permitía realizar sus ideas con mayor libertad al aire libre. Los prostíbulos era lugar de visita constante y se embriagaba con absenta, teniendo en sus rodillas las piernas de mujeres hermosas y de fácil acceso. De una de ellas estuvo enamorado, pero nunca fue correspondido, pues no era más que un pintor empobrecido que de vez en cuando contaba con unos pocos pesos que le permitían darle por sus minutos de carnosidad. Todo lo que producía se lo enviaba a su hermano Theo a Paris, quien comercializaba para enviarle dineros para su subsistencia y la compra de materiales. Nunca cesó de acosar a Theo por recursos. Nunca tuvo suficientes. Todo le era insuficiente, hasta su vida.

De él han escrito muchas biografías. Hay documentales. Hay forma de conocerlo. En toda esa producción se encuentran verdades y se cuentan mitos. Se habla de su suicidio, como tesis principal, pero también se habla de que fue un disparo ocasionado en forma accidental por los hermanos René y Gaston Secretan, quienes estaban de vacaciones en Auvers y jugaban con armas de fuego en ese mismo lugar , quienes le propinaron la herida, pero como eran conocidos suyos prefirió guardar silencio. Se puede decir mucho de Van Gogh, certezas o mitos, pero lo que trasciende es su obra, que ha quedado como patrimonio de la creatividad poderosa de los seres humanos.