29 de marzo de 2024

PÁJAROS

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
10 de agosto de 2018
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
10 de agosto de 2018

Víctor Hugo Vallejo

Llegó cuando el ritual ya había comenzado y el circulo humano estaba formado alrededor de la pareja que danzaba al compás de un fuerte sonido de percusión, acompasado con la alegría colectiva que esperaba el inicio de un compromiso matrimonial, en el que era más la influencia social que la decisión definida de los posibles contrayentes. Ella acababa de salir del tiempo de encierro en un bohío, cuidada desde afuera por una de las madres jerárquicas, durante varios meses, en los que su dedicación era tejer de manera minuciosa, con el objetivo de alcanzar un hermoso producto que entregaría al abandonar ese proceso de formación como mujer. Saliendo de allí le trazaron las líneas coloridas en el rostro, en las que se iban fijando su casta, sus tradiciones, sus costumbres, el respeto absoluto hacia lo femenino, la calidad de ser humano y la definición como dama de categoría. La vistieron con una hermosa manta de colores atractivos y la pusieron en el centro del círculo humano para que desde las filas saltara el primer varón que estuviese en disposición de desposarla, siempre y cuando pudiese superar las diferentes pruebas y exigencias propias de esa etnia. Salió un joven, demasiado joven, casi un adolescente a quien se le veían las ínfulas de querer ser varón y mucho más ante semejante belleza femenina que miraba con profundidad y que atraía desde todos los ángulos en que se le viese. Los golpes de tambor resonaron y el joven comenzó a danzar hacia atrás. Sin dejar de mirarla a los ojos, sin dejarse tocar ni siquiera por la manta que ella llevaba puesta. Sin dejar que hubiese el más mínimo contacto entre ellos. Ella danzaba hacia adelante, él hacia atrás. Era frenético el ritmo. Cada vez más rápido. Hubo un momento en que el contacto se dio entre ellos y ahí terminó la prueba. Ese joven no era el candidato porque había fallado en la primera de las exigencias. El muchacho agachó la cabeza hacia al suelo, la mirada fija en el piso, con la decepción de la derrota. Volvió al anillo humano y se perdió en la lejanía. La música se detuvo.

Del grupo saltó un hombre joven, apuesto, que atrajo la mirada de la candidata, quien se dispuso a bailar cuando las posiciones estuvieran asumidas y la música comenzara su golpeteo rítmico que los iba llevando en círculos en el sentido contrario de las manecillas del reloj, él hacia atrás y ella hacia adelante, hasta el cansancio. Un baile agotador, sólo para quienes tienen la vida en flor y las energías sin gastar. Ahí, en esa danza estaba el futuro. Tanto para ella, como para él. Ella aceleró su ritmo. El lo asimiló. No hubo contacto. La música cesó. Nunca se dejaron de mirar a los ojos. Ambos estaban satisfechos. Se conocían de tiempo atrás por ser parte de la misma familia. La disposición de ser pareja antes que depender de enamoramientos y decisiones individuales, era el producto de la voluntad colectiva de la tribu, que conforme a la dote que se señalara por las matronas, determinaba la formación de nuevos hogares.

El había llegado con la plena decisión de ser el escogido por la joven. Estaba preparado en el baile y además había ahorrado lo suficiente para conseguir el collar de coral más bello que pudiese encontrar, que llevaba en su mochila como ofrenda para hacerse merecedor de la mujer en quien se había fijado. El palabrero (su tío) que lo acompañó, como otra exigencia social de la ceremonia, antes de que asumiera el baile, lo interrogó por la composición de la dote que ofrecería, la respuesta del collar más bello, por no tener más patrimonio, decepcionó al anciano de gafas patéticas de sol que lucían en su cara como un parche de esos que tantas veces lo que se denomina civilización coloca sobre quienes conservan la frescura de lo aborigen, quien le dijo que creía que con eso no fuera suficiente, pero que intentara pasar la primera prueba, la del baile. Iba vestido ceremonialmente para ello. Estaba joven y era fuerte. Podría lograrlo. Ya verían lo de la dote.

La familia de la joven dio su aprobación a la prueba superada por el muchacho, quien agotado se presentó ante el chinchorro y presentó el collar de corales de ofrenda como dote. La matriarca lo miró con orgullo. Volteó a mirar al palabrero y este transmitió, por una orden visual de ella, las exigencias de la familia para quien se quisiera merecer el amor de esa doncella. Era toda una fortuna, con la que la familia reemplazaría la ausencia de la bella virgen y seguiría adelante con ciertas ventajas económicas derivadas del compromiso arreglado. No le dijeron que no. Le dijeron que superada la prueba del baile tenía derecho a que le diesen un tiempo para conseguir el patrimonio de dote que ya le habían enumerado.

Regresó a casa, cuando la fiesta se hubo disuelto. Iba al lado de sus amigos y de su tío, el palabrero, que lo animaba. Debía trabajar mucho, muy duro para poder juntar esos bienes que habían sido indicados como el patrimonio para poder ser el esposo de la mujer de cuya mirada quedó prendido durante ese baile majestuoso que les transmitió a ambos una energía universal.

Con su amigo de siempre se sentó en un bar de la playa, oyendo vallenatos que sonaban en un potente equipo, con su gran compañero de vida comentaron con tristeza la frustración de no poder ser el esposo de esa bella mujer. A un lado de ellos había una pareja de extranjeros, quienes se dirigieron hacia su mesa y les preguntaron donde podrían encontrar marihuana, pues les habían contado que en esa zona de Colombia se conseguía de la mejor. Se sintieron ofendidos en su honor de wayú y les rechazaron el pedido. Los gringos se fueron. No pusieron cuidado a su enojo. Los amigos hablaron del asunto y se les iluminó la mente cuando pensaron que si conseguían la marihuana para esos turistas de mochila y sandalias, podrían ganarse unos pesos extras. Diligenciaron el asunto y consiguieron la yerba. Cuando volvieron a ver a los gringos les contaron y comenzó el negocio a una mínima escala. Los gringos iban y volvían y cada vez demandaban mayor cantidad de producto. Los contactos con quienes producían la marihuana ya estaban hechos. En cuestión de días el mínimo negocio pasó a ser un gran negocio y de venderles con qué armar un cigarrillo pasaron a venderles para muchos miles de cigarrillos. Fue cuestión de muy breve tiempo cuando Rapayel tuvo lo suficiente para comprar los chivos, las reses y demás elementos que le exigían como dote para casarse con Zaida. Reunieron el dinero, compraron las cosas y llegaron donde la familia Pushaima llevando consigo todo lo que componía esa aportación económica para poder desposar a la mujer de quien ya estaba enamorado. No hubo preguntas del origen de los recursos. Sólo la satisfacción de que el hombre que Zaida quería como esposo pudiese cumplir con la palabra de una familia wayú para seguir en su crecimiento humano. Podía llevarse a Zaida y desde la legitimación de los mayores, especialmente las mujeres , quienes imponían su autoridad sin discusiones, ser familia de ahí en adelante. Hubo alegría colectiva.

Al poco tiempo Úrsula Pushaima, la mujer con mayor autoridad en la familia, cuestionó a Rapayel por su bonanza económica que había aparecido de un día para otro, pues todos eran testigos que la única dote que pudo ofrecer inicialmente por Zaida fue apenas un collar. Rapayel guardó silencio. Desde cuando comenzó a traficar con marihuana, él y su amigo, sabían que estaban en contra de las costumbre y las leyes éticas de la tribu, algo que iba en contra de la moral de los wayús, fundada en valores propios de la honradez, de la gallardía, del respeto por las leyes ancestrales. Ni el delito, ni mucho menos las relaciones con los blancos, aún más: con blancos extranjeros, estaban aceptadas en sus tradiciones. Hacerlo era entrar en conflicto con toda la sociedad de su clan.

Poco a poco el rumor se hizo conocimiento colectivo, porque en la medida en que el negocio fue creciendo y ya no despachaban unos pocos quintales, sino cientos, en muchas pequeñas aeronaves que aterrizaban en improvisadas pistas de aviación, aprovechando la llanura de esas inmensas estepas de arena en la Guajira, fue necesario que participaron más y mas trabajadores, cada uno con división de trabajo para compartimentar la información y de esa manera nadie pudiera manejar el total de ella, como que eso significaba el control de las operaciones. Sólo Rapayel y su amigo lo sabían todo. Los demás, cada quien sabía lo que le correspondía y nada más.

Hubo miradas de insatisfacción, de condena social, pero no se pasó de allí porque la comodidad, los bienes de lujo, las parrandas constantes con músicos en vivo, el licor a raudales, las grandes comilonas colectivas, los amaneceres en la playa en medio del baile, la alegría y muchas carcajadas de ver como se trabajaba poco, pero se ganaba mucho, lo que se había convertido en la mejor manera de vivir de todas esas familias. Úrsula dejó de ser la líder moral para convertirse en una de las poderosas del negocio, que cuidaba de los intereses de su yerno y de su hija y se gozaba las comodidades que había alcanzado, hasta el punto de abandonar sus bohío de paja y vivir en mansiones desafiantes construidas en medio del desierto, en réplicas de esos que veían en imágenes de muchas partes del mundo. Ya no les era suficiente con las leves y fuertes brisas de la zona para refrescar sus vidas, ahora necesitaban aire acondicionado.

Y así como la familia de Rapayel se comprometió en el negocio, la de su tío Abuchaibe, quien había comenzado como trabajador de aquel, también se hizo poderosa y comenzó a hacer negocios por su cuenta, lo que comenzó a resquebrajar la estructura única inicial, en abierta competencia que aprovecharon los compradores –traficantes internacionales- para negociar condiciones favorables en lo económico. Ahora eran muchos los que estaban metidos en el negocio, que no paraba de crecer. Vendrían luego los abusos, los cobros de cuentas, los asesinatos entre familiares., las agresiones por dinero. Fue la guerra entre ellos.

Eran los finales de los años sesenta y comienzo de los setenta del siglo XX, cuando de vez en cuando en los medios masivos de información se conocía de hechos de tráfico y violencia entre los miembros de las familias wayús, lo que se tomaba como algo muy lejano, ajeno a la Colombia de ese momento, que estaba ocupada en otras cosas. Nadie les prestó atención y mucho menos las autoridades, pues las pocas que llegaron entendieron que el asunto no era cuestión de controlar, vigilar, castigar, sino de beneficiarse económicamente de ello, con apenas hacerse el de la vista gorda, al fin y al cabo estaban tan lejos del país, que a nadie le interesaba. Cuando a los agentes del orden los mandaban a esa zona era por castigo. Un castigo que a quienes lo recibieron les gustó y además les permitió enriquecerse en muy breve tiempo, tanto como para decirle adiós al empleo y dedicarse a vivir de un buen capital hecho sin tener que pagar impuestos. Era la llamada bonanza marimbera que tuvo inicios en la Guajira y causó dolor, muerte y mucha riqueza rápida para todos. Por ahí comenzó la cosa y nadie se dio cuenta, porque eso quedaba tan lejos que era mejor no mirar hacia allá.

Esa historia se ha contado en estudios de sociología, de derecho penal, de economía informal, de geopolítica, de música, pero en el cine, con la precisión y con las dotes de creadores artístticos de gran calidad, no se había contado todavía. El vacío lo vienen a llenar Cristina Gallego y Ciro Guerra con una película de factura internacional como es “Pájaros de Verano”, que por estos días se exhibe en las salas colombianas, con mediana acogida del público, pues aún la crítica ha sido bastante mezquina con una realización que se encuentra entre las preseleccionadas para representar al país en la próxima edición de los premios Oscar de la academia, y que seguramente será la escogida, con posibilidades ciertas de ser el mejor filme en idioma no inglés. La calidad es mucha.

Ciro Guerra, como director y Cristina Gallego, como productora, aunque en esta obra, los dos fungen como directores, nos han acostumbrado a producciones de excelente calidad, en las que se cuidan todos los detalles y se asumen temáticas en las que no se trata solamente de contar una historia, sino contarla de la mejor manera y aprovechando todas las posibilidades que la tecnología le ofrece ahora al denominado séptimo arte. No es extraño, ni mucho menos sorprendente, que un filme de Ciro Guerra posea las mayores cualidades que se le deben exigir al buen cine. Ya su obra, breve, pero intensa, pues ni siquiera arriba años 40 años de edad, es garantía plena de alta calidad.

Guerra y Gallego, quienes son esposos y padres de dos hijos y una mascota, se conocieron cuando ambos cursaban tercer semestre del programa de cine y televisión de la universidad Nacional, de la que son egresados, y han estado juntos en lo emocional, en lo solidario, pero especialmente en lo creativo. Ciro más dedicado al cine como tal, Cristina con mucho énfasis –cuestión de subsistencia económica- en la producción de televisión. Cuando hicieron juntos ese hermoso poema visual que es “Los viajes del viento”, -también filmada en la Guajira- se dieron cuenta de las costumbres de los wayús y de toda la riqueza cultural y antropológica que allí estaba encerrada y que prácticamente el país desconocía. Les quedó sonando la idea y durante varios años trabajaron en lo que llegaría a ser el proyecto de “Pájaros de verano”.

Ciro Guerra es autor de cuatro cortometrajes: “Silencio” de 1998, “Alma” del 2000, “Documental siniestro: Jairo Pinilla, cineasta colombiano”, de 1999 e “Intento” de 2001. Sus largometrajes dieron cuenta de la entrada de un extraordinario talento creador. Su primera película “La sombra del caminante”, desarrollada en las calles del barrio La Candelaria de Bogotá, en blanco y negro, es un poema a la angustia y la soledad; “Los viajes del viento”, en que da cuenta de los juglares del valle de Upar y se recrea con los paisajes ricos de arena y ventiscas, confirmó su calidad; en el tercero se hizo universal, pues con “El abrazo de la serpiente”, también en blanco y negro, contó una historia cierta con maestría y se paró en los escenarios más exigentes del mundo a recibir millones de aplausos; ahora llega con “Pájaros de verano”, en la que tuvo el gran respeto de dejar primar en las ideas de dirección a Cristina Gallego, ofrece una imagen de un fenómeno social de gravedad que se dio en las narices de todo un país y que nadie quiso ver o todos quisieron simplemente ignorar. Una obra para competir en cualquier parte del mundo. Una película colombiana de la que debemos estar profundamente orgullosos.

Es una obra en la que la excelente imagen, la extraordinaria calidad del sonido que ayuda a meterse de fondo en los problemas de una comunidad ancestral que se desconoce, el guión de Jaques Toulemonde y María Camila Arias, respetuoso de la historia y de las costumbres de los wayús, la muy poderosa música compuesta por Leonardo Heilblum, conforman un conjunto que es dirigido con acierto por Gallego y Guerra, con el mayor respeto por todos y cada uno de los detalles, sin perdonarse absolutamente ningún error. Una película exigente y exigida al máximo. Hecha con el buen gusto de los que saben hacer buen cine y para quienes tengan la oportunidad de apreciar un cine nacional que no le debe envidiar nada al extranjero.

La gran mayoría de los actores son naturales, como que se involucró a toda la comunidad wayú en sus ceremonia y rituales, acompañados de las excelentes actuaciones de Carmiña Martínez, Natalia Reyes y José Acosta. La cinta es hablada en el dialecto Wanuuyaiki, con subtítulos en español. Una película para sentirse orgulloso del nuevo talento creador de los colombianos.

Sentarse a ver lo que fue el inicio de ese monstruo que carcome la sociedad en una lucha inútil, costosa y mortal, con resultados absolutamente nugatorios, es saber de donde vienen los grandes negocios de los que se han beneficiados demasiados y que todos condenan de manera unánime, pero todos saben que no se va para ningún lado diferente al desastre. Es seguirse gastando los recursos de la sociedad en lo que nunca será un resultado exitoso. Luchar contra el vicio siempre ha sido el gran fracaso de la humanidad y no ha habido forma de que alguien lo aprenda.