29 de marzo de 2024

LECTOR

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
13 de julio de 2018
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
13 de julio de 2018

Víctor Hugo Vallejo 

Leer es establecer un diálogo. Un diálogo expectante en el que debe haber plena apertura a la sorpresa. Al fin y al cabo es una conversación con alguien a quien no se conoce –el autor-, ni se tiene presente y que ya dijo lo que tenía por decir y lo hizo por la necesidad de contar eso que lleva en su imaginación, en su posibilidad infinita de creación de seres, de situaciones, de tiempos, de espacios, de hechos que se suceden o hacia atrás o hacia delante. Ese diálogo a veces en el comienzo es difícil porque no se alcanza a captar cual es la idea a exponer y mucho menos lo que se quiere como narración. No son pocas las veces que es necesario ir guardando muchas ideas del comienzo de la lectura para irlas estructurando con otras que van apareciendo más adelante, hasta conformar la estructura de la lógica mental del lector. Si esta se logra el resultado es de satisfacción. Si no se alcanza, es tanto como decir: se trata de un autor al que no pienso volver. Y en muchas ocasiones no se retorna, aunque en otras se dan nuevas oportunidades y en una segunda conversación se encuentra el gusto que no se tuvo al comienzo. Leer es un ejercicio universal en el que es posible encontrarlo todo o a veces no encontrar nada.

Le lectura sigue siendo de la esencia del aprendizaje. Bien es cierto que el ser humano tiene dos maneras principales de aprendizaje: la experiencia, es decir lo que vive todos los días, cuando va por el mundo percibiendo sensorialmente lo que ocurre o deja de ocurrir y lo que se asume como conocimiento propositivo desde la teoría o la formulación de conocimientos que alguien ya tuvo la capacidad de elaborar.

El diálogo, la conversación, siempre será de la esencia de la comunicación humana y el hombre es el resultado de lo que comunica y le comunican. Por eso una buena lectura siempre será la mejor compañía que las personas pueden tener, mucho más cuando la lleva consigo en forma de libro o en un elemento electrónico de tamaño reducido. La lectura da espera. Permite que la asuman cuando se cuente con la disponibilidad de tiempo y ánimo. El texto es un amigo que siempre está disponible y se deja asumir cuando a bien se tenga, tolerando todas las pausas que se quieran o necesiten hacer. Por eso la mejor manera de no estar solo en ninguna parte, es tener un libro a la mano, en el que se pueden saber tantas cosas y se pasa el tiempo como si el reloj no se moviera. Es que la lectura es capaz de eliminar el tiempo o el sentido del tiempo en el ser humano. Es como que la vida no pasara en la realidad y apenas estuviera pasando en lo que se lee, que es un mundo que se conoce en ese instante. Es el mundo que integra todo lo que se sabe y se necesita saber.

La colombiana no es una sociedad muy lectora, aunque los estudios estadísticos ya han llegado a la conclusión de que en promedio ahora los colombianos se leen dos libros por año, claro, sin determinar de que tamaño o sobre que temas. Leer es una decisión que se debe tomar desde cuando se inicia la vida social. Leer por obligación siempre será el peor ejercicio que se pueda imaginar. Es aburrido. Es tenso. Es harto. Leer por deber es abordar lo que no se quiere y lo que finalmente no termina siendo asimilado. Leer por deber es tanto como cumplir con alguna exigencia puntual, pero es lo más lejano que existe del placer. Y leer, por encima de todo, debe ser de la sustancialidad de lo que es el placer pleno.

Algo se ha avanzado en materia de lectura en los tiempos modernos, por la inmaterialización de los documentos que ahora la electrónica permite. Este tipo de lectura es propio del necesario aprovechamiento con maximización del tiempo de cada quien. Es útil, pero no es placentero. Es necesario, pero no es gustoso. El lector tradicional es de papel. No tiene placer mayor que un libro en sus manos y la lectura lenta, de degustación, de subrayas, de resaltados, de apropiación de imágenes y de figuras que salen de esas líneas construidas por el autor, que no persigue que sus lectores se queden con las palabras sino con los personajes y los hechos, con los conocimientos que se plasman. Puede aceptarse que ahora se lee un poco más que antes. Esa minoría selecta de lectores de siempre se ha mantenido ahí y de alguna forma constituye el seguro de que los libros no vayan a desaparecer totalmente.

Se lee por necesidad, por oportunidad, por perfeccionamiento o por placer. El buen lector por encima de todo, es alguien que lee por el gusto de leer y que en muchas ocasiones siente tanto gusto en hacerlo que no duda en reasumir esas mismas lecturas para volver a sentir lo de antes e incluso de una mejor manera. El buen lector siempre será un relector. Y además gusta de leer a quienes han leído lo mismo, o mucho más, para saber de cómo leyeron, que interpretaron y a donde concluyeron.

El gran placer del lector está en el diálogo con otro lector. Entre lectores nunca habrá la ocasión de conversaciones vacías o de repeticiones cotidianas. Habrá exploraciones hacia interpretaciones que cada quien puede y debe tener.

Un diálogo maravilloso de un buen lector es asumir lo que dice en su extenso ensayo Juan Gabriel Vásquez en su obra “Viajes con un mapa en blanco” (Alfaguara, febrero de 2018), en el que de alguna manera nos deja conocer su trabajo como profesor de un Seminario sobre la novela, dictado en la Universidad de Berna, en Marzo de 2016, cuando el profesor Oliver Lubrich lo invitó a hacerse cargo de un curso sobre la materia durante 14 semanas. Solamente hablaría de la novela, de toda la novela, en el orden y con la prioridad que quisiera. Lo tenía muy claro para si mismo, como un empedernido lector que es, porque antes que nada los escritores tienen que ser excelentes lectores. No es posible escribir sin antes haber leído todo lo que se necesitaba saber. Escribir es tener conocimiento. Y sobre el conocimiento ejercer esa facultad soberana del ser humano que es crear. Para tener conocimiento hay que leer mucho. Sólo se aprende a escribir leyendo. Para el curso asumió la metodología de partir de las influencias determinantes que ha tenido. Vásquez, uno de los más importantes novelistas colombianos post-boom, autor de libros como “Los amantes de todos los santos” (relatos), las novelas “Los informantes”, “Historia secreta de costaguana”, “El ruido de las cosas al caer”, “Las reputaciones” y “La forma de las ruinas”, presenta en esta obra su visión de lo que es la novela como concepto de creación y como todo exigente lector se traza un inventario de los mejores novelistas, partiendo del punto de fundación que no puede ser otro que Don Quijote de la Mancha. Y con Cervantes comienza un inventario que no es final, es apenas correspondiente a ese seminario en Berna, por el que pasan figuras como Camus y Vargas Llosa, sin dejar de lado a Carlos Fuentes, a García Márquez, a Julio Cortázar, a Hemingway, a Juan Rulfo, el hacedor de la universalidad de lo particular en apenas las 200 páginas que componen la totalidad de su obra.

Leer esta obra de Vásquez es el gusto inmenso de releer lo leído, repasar lo aprendido, recordar lo apropiado y tener el deber de leer lo que ya el autor si ha hecho y no se ha asumido de parte nuestra.

El ensayo tiene una columna vertebral que se mantiene a lo largo de sus 207 páginas: todo comienza, se desarrolla y sigue desde la genial creación de Miguel de Cervantes Saavedra, quien le da vida a dos seres comunes y corrientes, capaces de vivir como viven todos y sencillamente contando lo que les ha sucedido, que además le sucede a todos, todos los días.

Vásquez dice:

La aventura del hidalgo enloquecido llevaba en sí misma su cierre natural:  el pobre hombre echado en su cama de enfermo,  tras fracasar en su anacrónica empresa desquiciada, y los representantes de las autoridades –la familia, el pueblo y la iglesia- condenan al fuego los materiales de la locura.  Pero hay algo en las corrientes profundas del relato, hay algo en ese enfermo extrañamente admirable, hay algo en sus libros que los cuatro inquisidores pasan a juicio alegremente: y el relato  se niega a caminar, sumiso y obediente hacia su fin.  Nabokov, cuya célebre lectura del Quijote es una de las más inteligentes malinterpretaciones  que  en el mundo han sido, se tomó el trabajo de ponerle  cifras a la neutralidad cervantina,  y nos regaló este elocuente dato: al sumar las batallas  que pelea Don Quijote, el resultado de la primera parte  es trece ganadas por siete perdidas;  en la segunda parte,  siete ganadas por trece perdidas. Ustedes ya habrán sacado la cuenta definitiva: Don Quijote de la Mancha termina con un empate. Pues bien, quien tenga la paciencia de pasar  la biblioteca  de Alonso Quijano por el mismo criterio matemático se encontrará con que,  de los 29 libros que aparecen  juzgados con nombre propio, trece reciben  la condena del fuego y trece reciben la absolución (y los tres restantes son perdonados con la condición de que hagan  en dos de ellos expurgaciones y que el tercero  sea reclutado “en pozo seco”). Es la sabiduría de la novela que, a pesar de las intenciones que alguna vez acaso haya albergado su autor,  se niega a las conclusiones fáciles, a la condena fácil de las ficciones y la imaginación nosciva, a la victoria fácil de la realidad, sensatez y los valores establecidos. La novela no da la razón a los razonables; tampoco la da (no hubiera podido darla) a la sin- razón del viejo loco. (Páginas 33 y 34).

Y nos comienza a ubicar en lo que es la madre de todas las novelas, que asumió al ser humano como el protagonista de todo, como lo ha sido, lo es y lo seguirá siendo por siempre, con el abandono del mito y de figuras fantásticas con mucho de diversión. A veces la vida del hombre no es la más divertida, pero es la vida del hombre y esta es la vida de todos. Ser Don Quijote les ocurre a todos. Ser Sancho Panza es algo que le sucede todos los días a la gente. Es una novela con personajes que son tan del lado por donde vamos, que los sentimos reales.

El novelista es el gran creador –gran deicida  de que hablara Vargas Llosa al ensayar sobre Cien Años de Soledad- que le da vida a sus personajes y estos la toman de tal manera que se salen de control y terminan haciendo su propia vida,  que es la que  asimila el lector atento.  Y si en la vida cabe la imaginación, dentro de lo imaginado también cabe lo que se puede imaginar. Por eso:

Más tarde,  en la segunda parte del Quijote, el bachiller Sansón Carrasco,  que ha leído la primera parte,  intenta referirles a Don Quijote y a Sancho las reacciones que su historia ha producido en el mundo de los lectores. El sabio Cide Hamete Benengeli, dice que el bachiller lo contó todo sobre ellos. “No se le quedó nada (…) en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta”, dice Carrasco. Ciertos lectores, añade enseguida el bachiller, hubieran preferido que la historia omitiera “algunos de los infinitos palos” que sufrió Don Quijote, a lo cual Sancho responde: “Ahí entra la verdad de la historia”.  (Página 61).

Cervantes creó una escuela  de la que la novela no se pudo volver a separar y los escritores que viven en el mundo de todos,  a su manera lo recrean, pero permitiendo que el lector sepa que eso corresponde a la realidad y puede estar mejor contado que a través de lo que llaman historia: 

Y los escritores realistas en general ( y Vargas Llosa en particular) suelen hacer en sus novelas lo mismo que admiran como lectores: la creación de mundos autónomos que parecen vivirse, no leerse; acciones y movimientos y escenarios que parecen suceder ante nuestros ojos, no en el lenguaje, sino más allá de él. Decía Hemingway que al describir  un paisaje quería que el lector se quedara con  la memoria del paisaje y no con las palabras usadas para describirlo. Esa ambición –la invención de experiencias que se quedan  en la memoria del lector con tanta intensidad como si las hubiera vivido,  y que en los mejores casos se convierten en parte de nuestro pasado con la misma nitidez que nuestros propios recuerdos- baña las grandes novelas de Vargas Llosa.  Todos tenemos, entre nuestras memorias personales, esas memorias ajenas que nos han inoculado las grandes ficciones: imágenes que nos persiguen, detalles que se aparecen en los ojos de nuestra mente. Yo puedo ver,  por ejemplo, el pequeño bolso y las hilachas que cuelgan de la manga  de un vestido de mujer, y esa mujer es Anna Karenina y está a punto de tirarse a las vías del tren. Puedo sentir, por ejemplo, la presión de las agujas de pino en mi piel y luego recordar que la piel no es la mía sino la de Robert Jordan , acostado  en una colina española durante la guerra de 1936. Veo la tusa de mazorca con que Popeye viola a Temple Drake. Veo la mano que sale de un fiacre y tira a una calle francesa los trozos de un papel. 

Cuando pienso en la obra de Vargas Llosa veo otras cosas,  siento otras cosas. Lo que sigue es un inventario (más o menos razonado) de esos momentos que ocupan mi memoria con el mismo derecho  que los que yo he vivido.  (páginas 97 y 98).

En la creación del novelista sucede todo lo que le sucede al ser humano. Las  cosas cambian, el tiempo se modifica, los espacios no vuelven a ser los mismos e incluso los seres vivos se van convirtiendo en otros –no más buenos o mas malos, sencillo: en otros- a quienes lo que les sucede es nuevo o les sucede de otra manera: 

El final de Cien Años de Soledad está lleno de lectores y de libros y de literatura. Desde cierto punto de vista, en el final toda la novela se convierte en una gran metáfora literaria, un acto de lectura convertido en revelación vital de contenido mítico. 

Cuando comienza el último capítulo, Macondo es apenas  un reflejo de lo que era. Ha pasado tanto tiempo que la gente ha olvidado la historia, su historia: creen que el Coronel Aureliano Buendía no existió,  que  fue un invento del gobierno para justificar la matanza de liberales;  creen que la masacre de los obreros  de la compañía bananera es una gran ficción colectiva, una leyenda rural, una invención con categoría de mito. Allí, en ese mundo desmemoriado, está el último Aureliano, que no sabe quienes fueron sus padres; allí llega, después de una temporada en Europa y casada con un belga Amaranta Úrsula. Aureliano es retraído y se pasa el tiempo en su cueva –ese espacio de magia que en otro tiempo fue el cuarto de Melquíades-,  y dedica las horas a descifrar  los pergaminos que el gitano había escrito allí. El otro lugar que Aureliano frecuenta es la librería del sabio catalán donde consigue los libros para descifrar los pergaminos y donde conoce a sus amigos, a los únicos que ha tenido y tendrá: Álvaro, Alfonso, Germán y Gabriel. “ ( Página 130).

Por las lecturas novelísticas de Juan Gabriel Vásquez han pasado miles de autores, por su formación académica, por su dedicación docente y por su vocación irreflenable de gran escritor. Va llevando al lector por unos pocos autores y va estableciendo  unas relaciones de influencia, algunas de ellas físicamente imposibles, pero de todos modos ciertas, como que ello obedece a la realidad de la ficción que en veces termina  siendo la verdad por encima de la verdad histórica, que en ocasiones se condiciona a determinados intereses. El creador literario no tiene más compromiso que con la imaginación y sabe que da vida a una idea, pero esa idea se le autonomiza y se va yendo sola por la vida. Si Don Quijote hubiese fallecido después de su primer loco viaje, o hubiese desistido de seguir  desarrollando su idea de desfacedor de entuertos, la novela apenas hubiera llegado al tamaño de un cuento  extenso, pero el personaje con su locura se impuso y dio tantas batallas  inútiles que hizo que   desde allí apareciera la fundación de lo que es la novela en sentido estricto.

Un libro para lectores atentos y una invitación a releer a quienes han llegado a convertirse en estandartes de lo que es la novela como creación de los seres humanos. Donde quiera que vemos una imagen del Quijote sabremos que es él, pero perdemos de vista que es ficción. Por eso las religiones a veces no gustan de los novelistas, porque ambos son  imitadores en la conformación de mitos. Los novelitas los crean para el placer de los lectores. Las religiones para  darle bases a sus propósitos comerciales.