29 de marzo de 2024

INDEPENDIENTE

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
27 de julio de 2018
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
27 de julio de 2018

Víctor Hugo Vallejo 

Desde las tranquilas preocupaciones que genera la academia se movía su vida, pasando  mucho tiempo entre libros, leyendo pausadamente, acrecentando su enorme cultura humanística y en el contacto con los jóvenes a través de sus clases en la Universidad. Una vida sencilla, descomplicada y  de  reuniones de café con sus amigos, con los que compartía  las grandes inquietudes que surgen desde el conocimiento de lo que es el ser humano.

Por encima de todo era un humanista. Ya había accedido, en su calidad de abogado, a las más altas esferas del ejercicio jurisdiccional y había cumplido su misión con la dignidad del que razona sobre las bases regulares  de la normatividad. No era un hombre de aspiraciones en ese momento. Había seguido, como todos los estudiosos, el desarrollo del proceso constituyente de 1991 y se puso en la tarea de estudiar el nuevo marco normativo del derecho colombiano, como le correspondió a todos, pues ese cambio sustancial que se dio entre lo normado en la Constitución de 1886 y la de 1991 implicó la derogatoria de muchos conocimientos para quienes habían sido formados profesionalmente al amparo de la primera. Es lo habitual y obligado de los estudiosos del derecho: mantenerse actualizados.

Dentro de esos cambios  fundamentales que se dieron con la nueva norma superior en 1991, en su artículo  249 y siguientes se dio vida a una novedosa figura del aparato judicial, como fue el Fiscal General de la Nación como institución autónoma de lo jurisdiccional propiamente dicho, con el fin de separar tajantemente la investigación criminal de lo que es el conocimiento y juzgamiento de las conductas punibles, poniendo fin al sistema anterior, en que eran los jueces de investigación criminal quienes tenían a su cargo las indagaciones de este carácter, revestidos de autoridad judicial y con facultad de disponer de la libertad de los investigados, llevando el caso hasta lo que se denominaba  el auto de llamamiento a juicio, cuando el caso pasaba a conocimiento  de otro juez, superior o de circuito,  en el que seguían participando las mismas partes, pero en el que el instructor inicial desaparecía. Con esto el país ingresaba al sistema penal acusatorio, en el que se distinguen muy bien  los entes de  establecimiento pleno de los hechos, los méritos  para dar inicio a un proceso judicial y se tiene un juez que no conoce el caso y ante quien se deben desarrollar la totalidad de las pruebas para que sean éstas las que le indiquen los niveles de convicción y certeza para la toma de decisiones.

En la misma norma constitucional se dijo que el Fiscal General de la Nación sería elegido,  de una terna  conformada por el Presidente de la República, por la Corte Suprema de Justicia en Sala Plena. Las calidades exigidas para ser Fiscal se fijaron en las mismas condiciones y calificaciones  para ser Magistrado de Corte de cierre.

Para 1992 se debía elegir el primer Fiscal General de la Nación y con ello se inauguraba esa institución constitucional. Pensaron en abogados de las más altas calidades que tuviesen la disposición de asumir funciones desconocidas hasta ese momento en el derecho colombiano.  Se barajaron muchos nombres y desde su tranquila vida de jurista, académico, ensayista, docente y buen contertulio de todos los temas humanísticos, apareció  el nombre de Gustavo De Greiff Restrepo, que fue incluido  en la terna por el Presidente de la República César Gaviria Trujillo, sin que le diesen muchas posibilidades  de alcanzar el cargo, pues no se trataba de alguien que se moviera con suficiencia en las altas esferas del poder. La Corte Suprema de Justicia escogió  su nombre y fue el primer Fiscal que se tuvo en nuestro medio, cuando todos debimos aprender la facultad de esa figura y las funciones  que debía desempeñar.

Básicamente se trataba de luchar contra el crimen. Crimen que en esos momentos tenía un elevado nivel  en todas las latitudes por el enorme poder que habían alcanzado los carteles de la droga, que  se fueron incrustando  en el poder de manera subrepticia, mediante la financiación de numerosas campañas políticas, incluidas algunas de quienes alcanzaron escaños como delegados constituyentes. El delito imponía sus condiciones. Era la violación constante de lo social contra un Estado que aparecía débil  y sin un rumbo preciso  en la forma de ejercer ese combate. Más de  uno pensó que ese Fiscal debería ser  alguien con súper capacidades de confrontación, de persecución, de choque brutal.

Había que darle tiempo al señor Fiscal De Greiff  para que mostrase resultados.  No era hombre mediático, los estudiosos prefieren el bajo perfil a vivir mostrándose en público y diciendo cosas que deben ser corregidas al día siguiente. Lo suyo era organizar una entidad  que en su estructura estaba en el deber de asumir para su planta de personal  4.315 empleados de la dirección nacional de Instrucción Criminal, 2.693 del Cuerpo Técnico  de la Policía Judicial, 870 de la Procuraduría General de la Nación y 373 de la Jurisdicción de Orden Público y modelar la planta de Fiscales delegados para las distintas conductas criminales, sin dejar espacio libre en el territorio nacional, en razón a su competencia. Con pausa y mucho respeto lo fue haciendo.

Se pensó en ese momento que esa figura debía ser un tanto inaccequible al público en general, pero De Greiff  Restrepo no podía ser ajeno  a su talante personal y comenzó a ejercer una Fiscalía de puertas abiertas que los tramposos de siempre interpretaron de manera inadecuada y le generaron más de un rumor de que se trataba de alguien con quien se podía “negociar”, pues no eran pocos los abogados que eran recibidos por el Fiscal para hablar  de frente, y con testigos, de los casos judiciales que asesoraban, pero tramposamente le decían a sus clientes que para hablar con esa autoridad debían llevar muchos millones en sus maletines y le causaron daño grave a un hombre que por abierto pudo ser ingenuo con esta clase de gente, pero de cuya honestidad  se han establecido fundamentos que se han vuelto indubitables. Lo interpretaron mal y se valieron de su nombre para hacer suciedades.  Estaba abierto para hablar con cualquiera, dentro de los cánones legales y en busca de conocimiento sobre el crimen. Esos que hablaban con él  sabían mucho de eso y le daban información desde la que se  dieron duros golpes. Se trataba de investigar de otra manera a como se había hecho desde siempre en el sistema jurídico colombiano.

Como humanista  y gran conocedor de la historia, De Greiff Restrepo entendía que el crimen se debía perseguir mientras se consagren conductas como tales, pero que en esa lucha deben haber resultados ciertos para lo social. El problema mayor de orden público en ese momento en el país  era el delito que se desprendía de las actividades del narcotráfico, incrustado en muchos estamentos de la sociedad, comenzando por la política y la guerrilla que allí encontraron una fuente fácil y poderosa de financiación en dinero en efectivo, hasta para financiar actos de terrorismo para amedrantar a nivel colectivo.

De Greiff sabía que desde siempre el Estado ha luchado contra las conductas ilícitas  y que cuando se trata de  confrontar los vicios de los seres humanos, los resultados son nugatorios. Contra la prostitución nunca se pudo nada. Terminó por ser una actividad permitida, aunque no deja de tener visos de clandestinidad. Contra el alcohol no se pudo y terminó por ser fuente de fuertes tributos que le ayudan a llevar las cargas financieras al Estado, hasta el punto de ser fuente de costos de la educación. Paradoja: el vicio costea parte de la educación. La lucha contra el consumo de sustancias estupefacientes es del siglo XX y en ella se han gastado muchos miles de miles de millones con resultado cero. Ahí se han ido millones de vida y el resultado es cero. Mientras haya quien consuma, siempre habrá quien produzca. Y si la actividad es ilícita, el significado es uno solo: es un negocio mucho más costoso y con mayor intervención de participantes, cada uno logrando su propio pedazo de utilidad. Es negocio para quienes lo generan y para quienes lo persiguen.

Desde su alta posición de responsable de  perseguir toda clase de delitos, comenzó a hablar un lenguaje incómodo para  el gobierno nacional que había escogido una Ministra de Relaciones Exteriores con un solo propósito, conseguirle puesto internacional al Presidente de la República para cuando este dejara el poder en 1994.

Ese Fiscal comenzó a hablar de lo que muchos piensan y algunos hablan en voz baja, pero que corresponde a lo que algún día deberán hacer los Estados: no perseguir más los estupefacientes y volver esa actividad lícita, con fuertes gravámenes, en lo que habrá un doble ahorro: el ingreso que se perciba por los consumidores y los recursos que se dejaran de gastar en una lucha que cuesta mucho presupuesto y demasiadas vidas humanas.

Y lo hizo en escenarios  locales e internacionales.  En conferencias  en Estados Unidos, el gran perseguidor  del narcotráfico mundial,  puso de presente que esa terrible pelea con ese delito era inútil y hasta el momento –el de hoy también- no había dado ningún resultado positivo.  Se  incautan grandes cargamentos y la ocupación de las fuerzas de seguridad, genera la imaginación de los traficantes que a esa misma hora están enviando a sus destinos otros cargamentos mucho más grandes.  EEUU lo condenó. Lo criticó. Lo cuestionó. Le cuestionó su visa. El gobierno nacional  se incomodó hasta el extremo.  Ese Fiscal, elegido indirectamente por el propio Presidente de la República estaba dañando  el potencial electoral en la OEA para el cargo de Secretario Ejecutivo.

Ahí empezó el calvario del Fiscal. Le buscaron negatividades en su desempeño funcional y no las encontraron. Le buscaron rastros de corrupción y no los encontraron. Le buscaron asuntos que le enredaran la vida y tampoco los había. Un humanista siempre será un hombre transparente. Y De Greiff era, antes que nada, un gran humanista al servicio de la lucha contra el crimen. No pudieron   sacarlo del cargo por la puerta de atrás, como era el deseo de todos aquellos que estaban incómodos con sus posturas liberales y abiertas al diálogo.

Había un problema mayor para sacarlo del  puesto: en su lucha contra el delito, había logrado desmantelar el cartel de Medellín, el más poderoso, el más sangriento, el más terrorista. Tenía la opinión  de  que esa lucha no conducía a resultados sociales ciertos, pero mantenía el respeto a la ley y por tanto se ceñía a ella en el desempeño de sus funciones.

Alguien, de esos muchos  burócratas  que se adhieren a las entrañas del Estado por siempre y de cuando en vez logran pensar,  se encontró  una  norma administrativa que fue exigible bajo la vigencia de la Constitución de 1886, pero que no aplicaba en estricto sentido bajo el nuevo marco dogmático de 1991, que establecía que los funcionarios públicos de nombramiento solamente podían permanecer en el cargo hasta los 65 años de edad. Y dos años después de haber llegado al cargo De Greiff los cumplió. Llovieron las demandas ante la Corte. Abundaron las presiones desde todos los puntos cardinales del poder y lo retiraron del cargo por edad, cuando aún le restaban dos años de su período constitucional, sin tener en cuenta que la norma no estaba al amparo  de la nueva Constitución y que el Fiscal no había sido nombrado, sino elegido, como dice la misma norma superior.

Dignamente De Greiff  se fue del cargo. Tenía la seguridad de la ilegalidad del acto.  Era un consagrado administrativista, como que había sido Magistrado del Consejo de Estado, y sin embargo se fue a sus libros, a su estudio, volvió a sus estudiantes, a sus amigos, a la música clásica que siempre fue su pasión y guardó silencio. Pudo haber impetrado una millonaria demanda contra el Estado por el acto ilegal de su salida de la Fiscalía y nunca lo hizo. El dinero y la riqueza material no fueron nunca preocupaciones que le desvelaran.

El primer Fiscal que tuvo Colombia fue sacado de su cargo a través de las maniobras del poder. No le perdonaron la independencia de su pensamiento, ni la transparencia de su personalidad que le permitía hablar con delincuentes y sus abogados, en la medida en que eso diera resultados en esa lucha frontal contra el delito que él constitucionalmente encarnaba.

Serenamente se fue de esa silla de poder, que él siempre entendió como un honor que la vida le había entregado y una forma de servir eficientemente a su país, por el que siempre tuvo el más grande afecto.  Esa serenidad hacía parte de lo que él mismo era.

Cuando en 1989 su hija Mónica –actual directora ejecutiva de la Cámara de Comercio de Bogotá- era Ministra de Justicia, un amigo fue hasta el despacho de Magistrado del Consejo de Estado de De Greiff a decirle que si ella no renunciaba la iban a matar los narcotraficantes, que le pidiera retirarse de una vez. El Magistrado detrás de su eterna pipa de picadura fina, le respondió a su amigo que ella se iba a quedar allí hasta que el Presidente lo dispusiera y que si la vida era el precio de su entrega al servicio del país, así debía ser. Pidió que les sirvieran dos tintos y hablaron de otras cosas de amigos.  Su talante era del que sabe donde está, de donde viene y para donde va.

El pasado 19 de julio de 2018, a  los 89 años, se fue de la vida Gustavo De Greiff Restrepo y el hecho poco o nada fue resaltado en los medios masivos de información, en los que se informó de ello como de un muerto más. No ha habido reconocimientos de ninguna naturaleza. Con toda seguridad que el abogado De Greiff no los habría pedido, ni mucho menos permitido. Su dignidad iba acompañada de la humildad del que es importante, sin estar reclamando que así se lo digan. Había nacido en Medellín el 10 de junio de 1929.

Se fue un hombre digno, que nunca dejó de pensar como le decían su conciencia y sus conocimientos, aún  con el deber de acomodarse a un cargo que le demandaba el lenguaje hipócrita de la diplomacia. No lo conocía. No le gustaba, ni siquiera cuando fue Embajador en México, donde representó a Colombia  en los asuntos de trascendencia, sin tanta luminosidad de la farándula internacional. Un hombre a quien le alcanzó la honradez y la transparencia para hablar con todos, aunque muchos  con esos actos  le hicieran el daño del desprestigio.