28 de marzo de 2024

Soy usuario del transporte público bogotano

3 de junio de 2018
Por Coronel RA Héctor Álvarez Mendoza
Por Coronel RA Héctor Álvarez Mendoza
3 de junio de 2018

Coronel  RA  Héctor Álvarez Mendoza

En alguna ocasión, en compañía de mis nietos, nacidos y criados en esas tierras, fuimos con mi esposa a pasar una temporada de vacaciones en California, por lo cual visitamos alguno de los parques de atracciones de Santa Clara, una pequeña localidad al sur de San Francisco, famosa por la variedad y complejidad de sus montañas rusas. Al ver mi capacidad de resistencia, frescura y tolerancia al violento torbellino de sacudones, caídas, volteretas, aceleraciones y cambios de apreciables fuerzas de gravedad de la montaña rusa de un solo riel denominada  “Rail Blazer” y de la llamada “Gold Striker”, reputada como una de las montañas rusas con estructura de madera más altas y rápidas del mundo, que por su sistema de construcción suena como mil demonios, a punto de desbaratarse a cada momento, mis asombrados retoños me preguntaron:

–Pero abuelito, cómo es que aguantas tan fácilmente y sin despeinarte las fuerzas G de varias gravedades, propias de la repentina aceleración y desaceleración de semejantes monstruos?. Me sentí tentado a mentirles e inventarme el cuento de que durante el transcurso de mi carrera en la Policía Nacional había superado las exigentísimas pruebas a las que son sometidos los aspirantes a astronautas en los laboratorios de la NASA, que según lo he visto en los canales del Discovery Channel, incluye pruebas de equilibrio, agilidad y resistencia a violentos movimientos de aceleración y desaceleración que someten al cuerpo humano a sobre presiones y fuerzas G, intolerables para la mayoría de seres humanos del común. Naturalmente me sentí muy importante y valiente, pero consideré que los muchachitos merecían que yo les confesara la verdad, así que les expliqué la razón del severo entrenamiento que al que por largo tiempo he sido sometido para soportar con relativa capacidad de supervivencia tan violentos movimientos de sube y baja, adelante y atrás, derecha e izquierda, arriba y abajo, por lo que son famosas las variadas montañas rusas de esa población californiana.

–Hijos míos, lo que sucede es que soy usuario regular del servicio de transporte público urbano de Bogotá. Naturalmente los jovencitos no entendieron ni papa del sentido de mi explicación, así que tuve que dedicar un fin de semana completo para explicarles lo que para ellos era inexplicable. Pacientemente les comenté que en la capital de Colombia, como en muchas otras ciudades del país, existe un perverso sistema de transporte público urbano llamado SITP, formado por una flotilla de vehículos con apariencia de buses especiales para transportar seres humanos, pero que en realidad, la mayoría de ellos son vehículos con precarias carrocerías de discutible calidad e inexistentes condiciones de confort, montadas sobre chasises de camión de carga con suspensiones de camión de carga, conducidas por choferes especializados en transportar bultos de carga, cuyos desplazamientos por calles y calzadas llenas de huecos e irregularidades hacen sentir como si el vehículo se desplazara sobre ruedas de madera, que lo hacen chirriar como cajas de cubiertos, con asientos de plástico endurecido, capaces de desprender a cada paso los juegos de riñones mejor anclados, por lo cual, quienes utilizábamos los servicios de tal medio de transporte, debíamos estar dispuestos a soportar en cada montada las torturas, frenazos, arrancadas, ruidos, chirridos y sacudones propios de cualquiera de las pruebas exigidas a los aspirantes a  pilotar y tripular cualquiera de las naves espaciales utilizadas por la NASA en la conquista del espacio. He pensado que debe existir algún premio especial para el conductor del SITP que logre catapultar lo más lejos que sea  posible a alguno de sus pasajeros a través del parabrisas. Por cierto que algunos ya lo han logrado, por lo cual parece que tienen derecho a hacer una marca en uno de los guardafangos, como lo hacían los pilotos, ases de la primera y segunda guerras mundiales cuando lograban derribar a un caza enemigo durante un combata aéreo o las muescas en la empuñadura de sus revólveres que hacían los pistoleros del lejano oeste, por cada cristiano que lograran “coronar”.

Les expliqué que cuando la abuela y yo de casualidad lográbamos encaramarnos a uno de estos buses, esperanzados buscábamos un lugar libre en uno de los asientos azules, supuestamente reservados a discapacitados, mujeres embarazadas o adultos mayores, como nosotros, asientos que regularmente están ocupados por jovencitos que al notar la aproximación de algún candidato con supuesto derecho a ocupar tales sitios reservados, suelen caer en repentino y profundo estado de catalepsia, por lo que hay necesidad de estar permanentemente preparado para conservar la verticalidad en un entorno de pasajeros de pie que suelen ocupar doble espacio, el de su propio cuerpo y el del enorme morral que como astronautas modernos, ahora todos portan a la espalda, por lo que el desplazamiento a través del bus en movimiento y la búsqueda de acomodación en un lugar de agarre seguro suele ser una hazaña diaria de supervivencia y equilibrio digna de una medalla de oro en una competencia de gimnasia olímpica o exclusivamente al alcance de un experto campeón del novedoso deporte extremo denominado “Parkour”, que se practica superando a brincos y carreras los obstáculos del amueblamiento urbano de cualquier ciudad moderna.

La descripción de tales condiciones de transporte, en vez de horrorizar a mis nietos como yo lo suponía, les encantó, así que me hicieron jurarles que en su próxima visita a Bogotá, en vez de llevarlos al Parque del Café, al Jaime Duque o a alguno de los centros de atracciones disponibles en la capital o a las playas de San Andrés o Cartagena, mejor los llevaría a dar un paseo por la ciudad utilizando en una hora pico el sistema de transporte urbano SITP. Ellos siempre disfrutan de las emociones fuertes, así que, estoy seguro, se encantarán con la experiencia. Para que a su regreso a California presuman ante sus compañeros de colegio, pienso regalarles sendas camisetas con el letrero: “Soy sobreviviente de un viaje en el sistema SITP de Bogotá”, prendas que pueden competir con ventaja con las que dicen, “Sobreviví a una avalancha escalando el Everest”, “Sobreviví buceando en medio de tiburones blancos” o el de la experiencia más riesgosa que dice: “Soy sobreviviente de un fin de semana en Cartagena”. 

Porque hablando de Cartagena y de la fortaleza de nuestros recursos naturales como deseados y atractivos destinos turísticos internacionales, considero que en ese loable propósito, aún estamos en pañales. Cartagena tiene cosas hermosas e interesantes para mostrar. Sin duda alguna. Uno de sus principales atractivos actuales está en conocer al nuevo Alcalde de la ciudad, si es que alguna vez resulta posible su localización, pues según informes de la Procuraduría General de la Nación, hasta hace algunos días sus mensajeros no habían podido encontrarlo en sitio alguno de la ciudad para notificarle su destitución del recién ocupado cargo. Pero el problema mayor radica en que Cartagena infortunadamente adolece de fallas y lunares “mataturistas” que la condenan a que sus visitantes, como los de la Meca, suelan ser “peregrinos de una sola vez en la vida”, tal la cantidad de actitudes y comportamientos estúpidos y autodestructivos de quienes pretenden vivir de la explotación de servicios indispensables para brindar comodidad, tranquilidad y seguridad amable a sus visitantes. Las esperadas, aunque muy esporádicas visitas de las numerosas y grandes líneas de Cruceros que visitan puertos en el Caribe, difícilmente considerarán a nuestra hermosa ciudad como punto regular de llegada en sus concurridos itinerarios, probablemente ante el panorama del fastidioso y agresivo asedio de vendedores de alimentos, bebidas o baratijas a precios de estafa, que no permiten el tranquilo disfrute de sus calles coloniales, de sus playas y sus cálidas aguas, probablemente “enriquecidas” con algunos chorritos de mercurio.

Los recientes casos de cobros abusivos a turistas nacionales o extranjeros por servicios elementales, como el del caso sucedido en algún restaurante de mala muerte en una de las playas de La Boquilla, donde por dos modestos platos de sopa de pescado, a un par de desprevenidos turistas les arrimaron una cuenta por módicos $250.000, cobrados con el respaldo de amenazantes gavillas de malandrines, o el recordado caso de turistas franceses a quienes les cobraron $850.000 por un plato de camarones, una botella de agua y dos cervezas, o el pocillo de tinto de $12.019 en el Hotel Santa Clara. Todos estos “placeres”, sin contar el asfixiante asalto de masajistas nativas que al menor descuido se apoderan, prácticamente por la fuerza de los pies de cualquier turista y empiezan a untarle a la brava cualquier menjurje y al final sorprenden al cliente con cobros exorbitantes, tal como le ocurrió recientemente a dos jóvenes turistas chilenas a quienes por una “pruebita” de 10 minutos de un mediocre manoseo casi obligado, les cobraron la friolera de $450.000. Dicen que el pobre de don Blas de Lezo no ha salido huyendo de allí debido a sus visibles impedimentos de discapacidad física. A ese ritmo, es probable que más y más turistas y visitantes de nuestra “Ciudad Heróica”, al regresar a sus hogares se arrodillen y prometan lo que promete el enguayabado y el pecador arrepentido. “Juro que a este atracadero no vuelvo ni loco…” No será que los mismos nativos de este entrañable tesoro turístico están empeñados en seguir hundiendo a Cartagena en el desprestigio y a destripar a patadas y mordiscos a su propia gallina de los huevos de oro?  Cartageneros de bien, la suerte está en sus manos. ¡Rescaten y salven a Cartagena..!