28 de marzo de 2024

Nos vamos diluyendo

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
8 de junio de 2018
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
8 de junio de 2018

Pablo Felipe Arango

Son pocos los sueños que uno recuerda, no importa incluso que haya hecho la promesa de anotarlos en cuanto despierte. Casi siempre se escabullen como si estuvieran alegres de hacerlo. Uno hace el esfuerzo, sacude un poco la cabeza, incluso como si ella fuera un cajón lleno de trebejos, procurando algún nuevo orden debido al bendito azar, y nada. El sueño sigue imperturbable su camino hacia el olvido, como si él perteneciera precisamente a sí mismo, como si estuviera hecho de o para el olvido.

Y de pronto, una noche cualquiera, vuelve. Uno, en medio del sueño sabe que es nuevamente aquel esquivo que no se dejó coger por la cola y se prepara entonces para no dejarlo escapar en esta ocasión. Está uno más acechante del sueño que presente en él. Pero, de nuevo, el sueño se las arregla y vuelve a pasar entre las piernas. Otra vez se hace imposible su recuerdo.  Me pasa a menudo y supongo que es lo que le sucede a esos seres que en los amaneceres uno ve parados, somnolientos, en las ventanas, con la mirada perdida aparentemente concentrada en el mugre acumulado en los rincones de la calle.  Buscan, como yo busco en los musgos de los tejados, el sueño que otra vez se les ha ido. ¿Qué fue lo que soñamos?, irán repitiendo un rato entre dientes, hasta que por fin olvidan –olvidamos– el asunto, intoxicados por nosotros mismos, cansados de imaginar el cansancio del día; aunque quizá hagan –hagamos– un nuevo intento, sentados en el transporte hacia el trabajo, otra vez dejando perder la mirada en el pequeño mugre del vidrio del carro, o en esa calcomanía, que, ella sí, se adhiere a la ventana con la fuerza que la memoria no tiene.

Aquel olvido es una pequeña muerte y tal vez sea eso lo que nos aterra, como, reflexión hecha, nos aterran todos los olvidos, al menos cuando comenzamos a ser conscientes de ellos, porque de niños o jóvenes parece que no olvidáramos nada. Pero no es cierto, siempre hemos olvidado, instante tras instante: amigos, animales, casas, juguetes, libros. Siempre olvidamos; pero solo a partir de cierto momento, cuando menos lo pensamos, comenzamos a ser conscientes del olvido, aunque antes ya hubiera empezado el intento de recuperar lo soñado mirando extraviados lo que pareciera ser, y no lo es, la nada.

Esa consciencia del olvido va creciendo poco a poco, paralela a esos momentos que también crecen, en los que percibimos que olvidamos cierta palabra o cierto nombre en medio de la conversación y con la rapidez que creemos haber perdido, se nos viene a la mente una profunda reflexión acerca de nuestra capacidad mental. Aun así, nos lamentamos del olvido, y con razón, porque la percepción de que olvidamos es creciente y nuestro temor a sumirnos en el caldo informe de la historia también.

Pero una consciencia adicional va surgiendo, una más, una que en muchos casos puede permanecer oculta o que surge solo por momentos y corremos a esconder aterrados. Se trata de la idea de que participamos, atendemos, asistimos, a una infinita lista de pequeñas muertes que nos suceden a cada instante. Aterra, no cabe duda, enterarse de que cada instante puede ser una despedida, que cada puerta cruzada, cada estancia visitada, cada vista, cada abrazo, pueden ser el fin de algo.  Tal vez no olvidamos la primera casa que habitamos o la primera oficina, o la calle de la infancia, pero hemos olvidado la última vez que la visitamos, la última vez que cruzamos la puerta, justo porque no teníamos consciencia de que era la última.

La idea de que lo que nos rodea es inmutable se va diluyendo poco a poco, a la par que nos diluimos, con cada olvido, con cada puerta que se cruza quién sabe si por última vez, con cada conversación interrumpida, con cada sueño no recordado.

Andrea Kohler escribió en El tiempo regalado: «En una despedida hay siempre una pequeña muerte, o al menos la posibilidad de no volverse a ver. Pero desde que la técnica nos fija el cordón umbilical de la accesibilidad, la mera idea de que un día faltaremos casi se ha perdido…«.

Ahora entiendo, no tenemos una aplicación para conectarnos con nosotros mismos cuando soñamos.

Manizales, 8 de junio de 2018