28 de marzo de 2024

Mujeres de hace sesenta años

Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
3 de diciembre de 2017
Por Óscar Domínguez
Por Óscar Domínguez
Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
3 de diciembre de 2017

Óscar Domínguez Giraldo 

Hace sesenta años, cuando se convirtió en sospechosa realidad el voto femenino, las mujeres tenían candidato “propio”: el mismo de su marido que no solo levantaba para la yuca sino que imponía partido político y se reservaba el derecho a la infidelidad.  Imposible pensar en disidencias en la sociedad machista de entonces. Se hacía lo que ellas obedecían.

Nacían liberales o conservadoras, católicas o católicas. Las feministas no aparecían ni en el pasa del periódico. El bobo sapiens tenía acceso a toda la educación. Las damas debían darse por bien servidas si terminaban primaria.

En la foto, mi abuela Ana Rosa Jiménez de Giraldo, de La Ceja, en compañía de su esposo Lubín Giraldo López, de Montebello. Mi abuela vivió 101 años. Tuvieron  18 hijos y cuatro «novedades

Las féminas tenían que juntar lo que ignoraban en materia sexual con lo que sospechaban los maridos, para poder fabricar muchachos. El goce pagano del sexo estaba terminantemente prohibido para toda católica. Como apenas estaba llegando ese preservativo llamado televisor, cumplían a cabalidad el mandato bíblico de crecer y multiplicarse.

Las únicas vacaciones las tenían en los 40 días que duraba la dieta. Las gallinas pagaban los platos rotos. Tapaban todos los huecos de la habitación para que la recién paridas no se fuera a enfermar.

Las novias atendían a sus escuálidos romeos en las ventanas arrodilladas. Si se manejaba bien y dejaba escuchar un rumor lejano de epístola de Pablo, al sujeto le permitían la entrada en severos horarios: de 7 a 8 de la noche, por ejemplo. Una o dos veces por semana. Logrado el ingreso, ojos de suegra vigilaban que el tipo no fuera a excederse. Un beso, o una tomadita de la mano podían terminar en embarazo.  (Las mamás le hacían huequitos a las tres oes de El COlOmbianO para espiar a través de ellos a la pareja).

El bolero era el indiscutido editorial con guitarra de los enamorados. Una canción de Los Panchos o de los Hermanos Martínez Gil no se le negaba a nadie en una serenata.

La radio hacía las veces de televisión que apenas llegaba de la mano de mi general Rojas Pinilla. Las lágrimas corrían por cuenta de radionovelas como “Lejos del nido” o  “El Derecho de Nacer”, del cubanísimo Félix  B. Cagnet, una especie de Corín Tellado tercermundista.

No existían el estrés ni la lúdica. Las mujeres trabajaban, trabajaban y trabajaban. Lo mismo el padre. Sacar vacaciones o celebrar un cumpleaños no figuraba en ninguna agenda.

Las muchachas del servicio – se les decía sin ninguna piedad sirvientas- llegaban de sus parcelas sacadas con espejito y terminaban instaladas en el árbol genealógico de la casa. Entonces, como hoy, suspiraban por el policía de la esquina. Se les contrataba  con pienso o sin pienso. Con pienso era que tenían autonomía para decidir el menú. Cobraban más.

El médico familiar era todo un personaje. “Llamen a Valencia”, decía la mamá. Con solo verlo, se aliviaba la gente.

El catecismo del padre Astete era best seller en todas las casas. La Alegría de Leer, de Evangelista Quintana, era obligado texto escolar, junto con la ortografía de Marroquín y la urbanidad de un señor jartídismo: el tal Manuel Antonio Carreño, quien fue ministro de hacienda, sí, de hacienda de Venezuela. Cuando perdieron su vigencia estos libros empezó a joderse el país.

La pomada Peña y la Crema S de Ponds eran los únicos cirujanos plásticos posibles. Como la coquetería, al igual que el voto, estaba en pañales, no se habían inventado las manicuristas ni los SPA.

Llegaba una familia nueva a la cuadra y de una sus vecinas, sin conocerla, le caían en manada para darle una mano y prepararle los alimentos mientras cuadraban todo.

Con su máquina Singer las mamás cosían para ellas y toda la prole. Tenían un chip especial para adecuarle la ropa de los mayores a la muchachada que venía empujando.

Las mujeres eran de rosario diario, misa dominical y primeros viernes. Los hombres también. El Corazón de Jesús vigilaba desde su sancta sanctorum en la pared de la sala de las casas donde estaba entronizado. En diciembre, aparecía el Niño Dios. Era un señor en calzoncillos que tenía un tremendo parecido con el papá. Cuando la muchachada perdía la virginidad teológica y sabía quién era el Niño que traía los regalos, se asumía que tenía uso de razón.

Las mamás tenían una multinacional en la boca: era la saliva con la que curaban toda clase de achaques de sus retoños. Los demás males los curaban con Mejoral (“mejor, mejora, mejoral), o con Mentolín.

Nadie decía que fulano era honesto, no se robaba un peso: eso venia en el paquete.

No perdonaban el aceite de hígado de Bacalao que nos dañó la infancia a más de uno. O el aceite de ricino que ponía las lombrices en fuga. Algo ha cambiado, sesenta años después…  Ahora se hace lo que los tipos obedecemos. Y no salimos debajo de la cama “porque en esta casa mando yo”, como dice el filósofo Eneas, el de Benitín y Eneas. (Esta crónica ha sido actualizada. Se publico inicialmente en El Colombiano).