San Rafael de los Vientos
Aracataca, no. ¡Macondo! Nombre que, allá en la Costa, aparecía en una tablilla oxidada a la entrada de una hacienda. Algún parroquiano quiso que se llamara así. O tal vez ¡Macondo! surgió del dedo de un campesino que señalaba un árbol coposo, de un verde estridente, a cuya sombra desgonzaba sus perezas. Ese sustantivo anodino lo aprehendió el talento de un novelista y lo incorporó en el diccionario de todos los idiomas de la tierra.Esa es la alquimia que manejan los poetas. Para ellos la tarde se llama céfiro; y la mañana, aurora; el calor intenso, canícula; y las memorias, añoranzas. A todo le hacen una transposición simbólica para embellecer los contenidos e incrustar en el tiempo improntas contra el olvido.
Aranzazu, no. ¡San Rafael de los Vientos! Así lo dispuso el capricho intelectual de José Miguel Alzate que le organizó a su patria chica una cuna abanicada por el aleteo de los ángeles, envuelta en gasas de euménides que tañen liras en el rio Sargento y con los efluvios vitales que le llegan desde las verticales pizarras que se recuestan en el lejano cerro de Santa Elena. Su imaginación le dio licencias para confeccionar una urdimbre de circunstancias que, todas juntas, conforman una odisea no extraña a las alboradas, a las fatigas solares, o a los descensos enervantes de las tardes. La menuda historia se teje en la rutina de los días, sin faltar en ella los ritos sangrientos del amor.
José Saramago y Ernesto Sábato escribieron preciosos libros para hacerle deletreos a las bagatelas de la vida. En “Las pequeñas memorias” del primero, en lenguaje coloquial, hace cadencias sobre su hogar humilde mordido por la pobreza, y se entretiene detallando pormenores de los suyos. Particulariza los porrazos que recibió en los hundimientos de sus adversidades. Sábato en “España en los diarios de mi vejez”, relató sus periplos por la península cuando el reloj marcaba las horas finales de la despedida. Ambos autores, de tanto penacho, viajaron a los relicarios de sus intimidades.
“Escribe sobre tu pueblo y serás universal” dijo Anton Chejov. Los pueblos se enclaustran, viven hacia adentro, conforman un núcleo cerrado, son alfa y omega de la creación. Poco o nada les importa lo que ocurra fuera de su órbita. Manejan sus egoísmos, son introvertidos, rememoran sus propias tragedias, son románticos y saben más de aleluyas que de misereres. Tienen también sus santorales. Su tiempo es lento, las semanas tediosas, son aburridos por que son ociosos. En esos villorios de molicie y calma, “sobran las horas” según Azorin.
“Historia de un Pueblo Encantado” es un feliz resumen de lo que en la urdimbre de la pequeña sociedad aranzacita ocurre, con nombres reales, con fechas precisas de los grandes acontecimientos que sacudieron las modorras de los paisanos. Surge una sociedad pacata sometida a sonajeros chismosos, enredada por los cortos circuitos de las confrontaciones, hipócrita para ocultar pecados, con nociones epidérmicas de cultura. Menudean en la obra los dramas tétricos de los celos que, como serpiente ofídica, dañan relaciones y desencadenan muertes.
Aparece García Márquez, convertido en mentor intelectual del escritor. Frases sonoras, fantasía a borbotones, malicioso crochet para el relato de picardías, descarnado y escandaloso porno narrativo. Alzate, lascivo mental, poetizó páginas, cosquilludas y cascabeleras, que incitan a las fornicaciones. Si ahonda más en sus gozosos desvíos de lírico danzarín, el púlpito cristiano lo hubiera estigmatizado por pecador dañino.
El hijo de Aracataca, en todos sus libros, hace de las prostitutas personajes esenciales. Primero, por que en su pobreza famélica, fueron las trabajadoras sexuales las que le dieron derecho a un jineteo gratuito y después de los caballajes, el celestinaje de las colegialas le permitía descansar en calorcillos de entrepiernas. Más aún: luego de vender a crédito enciclopedias engorrosas por los desiertos de La Goajira, afilaba su olfato para quitarle por ratos, la mujer a sus amigos. Gabo fue un sátiro indomable.
Mucho le aprendió Alzate a su maestro. Maneja el estilo con depurada maestría. Emborracha al lector con fulguraciones literarias. Poco usa el adjetivo para darle estructura severa a su templo idiomático. Utiliza prosas premeditadas para inmiscuirse en la perplejidad de los suspensos. Es un rey soberano en el manejo de su propio estilo. Alzate lanza esta novela concebida y fabulada en el corazón terrícola de San Rafael de los vientos.