28 de marzo de 2024

Lautaro y Caupolicán en “La Araucana”

6 de agosto de 2017
Por Jorge Emilio Sierra
Por Jorge Emilio Sierra
6 de agosto de 2017

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

En reciente crónica sobre la Academia de Colombiana de la Lengua, citamos a Caupolicán entre los personajes más representativos de la literatura hispanoamericana. Pero, ¿quién era él? ¿Y quién fue Lautaro? He aquí algunas respuestas.

Vidas paralelas

Caupolicán y Lautaro fueron héroes, auténticos héroes, en la lucha que libraron los indios araucanos contra los invasores españoles, según narra Alonso de Ercilla (1533 -1594) en su inmortal poema épico “La Araucana”, escrito poco después del descubrimiento de América.

Sus vidas, además, fueron paralelas, unidas por lazos de hermandad y, sobre todo, por la muerte, donde también tuvieron en común la traición de los suyos, un destino extraño, absurdo, para quienes fueron los máximos defensores de su pueblo, aquella comunidad indígena extendida sobre el actual territorio chileno.

Encuentro en la guerra

Lautaro ya había perdido su libertad tras ser sometido y puesto al servicio de las tropas españolas, particularmente de uno de sus jefes, Pedro de Valdivia, de quien hacía las veces de paje.

Su encuentro con Caupolicán fue algo imprevisible, quizás insólito. En verdad, los dos ejércitos rivales, comandados por Valdivia y el líder araucano, se hallaban enfrentados, pero el dominio hispano se imponía hasta el punto de hacer huir a “los bárbaros”.

En ese preciso instante, movido al parecer por el llamado de la sangre, Lautaro decidió abandonar a su amo, ir detrás de su pueblo y reclamarle, ante la cobardía manifiesta, regresar al campo de batalla, mientras tomaba una espada con la que atravesó a un soldado blanco.

Tal acto de valentía y patriotismo determinó la posterior victoria araucana, de la que el propio Valdivia fue una de las víctimas a pesar de haber implorado clemencia cuando fue capturado, no sin prometer que volvería de inmediato a su lejano reino de ultramar, como prueba rotunda de su voluntad de paz.

Los ruegos no fueron escuchados. Leocato, “uno de los caciques más viejos”, le arrebató la vida al osado conquistador con un furioso golpe de su bastón de mando, acto que dio comienzo a la festiva celebración en honor a Lautaro, héroe de la jornada, a quien el mismo Caupolicán nombró jefe militar.

La profunda amistad entre ambos guerreros apenas empezaba.

Triunfos de Lautaro

Tras la proeza araucana llegaron más triunfos, uno tras otro y cada vez con mayor resonancia. Lo eran, sí, de Lautaro, aunque siempre con el apoyo irrestricto de Caupolicán, jefe supremo que desde el primer momento le dio su plena confianza.

Como cuando le encomendaron la difícil misión de enfrentar a un grupo de catorce españoles que venían arrasando con todo a su paso. Solo seis de ellos sobrevivieron al ocultarse en el fragor de la lucha, perdidos entre un espeso matorral.

O cuando lo atacó el temido Francisco Villagrán en busca de venganza, seguido por un poderoso arsenal que contenía varios cañones cuyos ensordecedores disparos dejaban a centenares de indios flotando en ríos de sangre. Fue entonces cuando Lautaro ordenó arrebatarles esas armas, tras lo cual el pendón de Carlos V tuvo que ser llevado a las carreras hasta el fortín de donde lo habían sacado.

O cuando obligó al masivo éxodo de Concepción, donde sus blancos habitantes  temían la aparición del indígena a quien le atribuían los actos más salvajes, como haber atravesado a cuchillo los cuerpos de las mujeres convertidas en rehenes durante su victoria anterior.

Concepción, a propósito, fue incendiada en medio del abandono absoluto en que se encontraba. Y aunque luego intentaron reconstruirla sus fundadores españoles, estos fueron de nuevo derrotados, humillados por un Caupolicán disfrazado de Valdivia, a pesar de los negros vaticinios del hechicero Puchecalco (que por cierto le costaron la vida con un fuerte mazazo del cacique Tucapel).

¡A la conquista de España!

Como si lo anterior fuera poco, Lautaro juró ante su tribu, tan pronto el pueblo araucano aprobó el ataque definitivo contra la ciudad imperial de Cautén, que expulsaría a los intrusos del territorio nativo, ancestral, ¡para luego salir a enfrentarlos allá, en España, hasta aniquilarlos por completo!

Partió con quinientos hombres a cumplir esa tarea. Cerca de Maule, su último objetivo antes de lanzarse al mar en su sueño de arrebatar la corona a los reyes católicos, montó su campamento en lo alto de una colina, a la espera de sus enemigos.

Al fin llegaron. O al menos llegaron dos de ellos, obviamente españoles, a quienes él llamó por sus nombres puesto que eran amigos de Valdivia, su antiguo amo. Y les recordó, mientras descargaba sobre ellos su ira mortal, el sagrado juramento hecho a su pueblo.

No contó, sin embargo, con la traición. En este caso, por uno de los suyos, un indio araucano capturado por Villagrán, quien bajo la amenaza de ser asesinado reveló dónde estaba el campamento de su tribu.

El ataque fue sorpresivo, rápido, apenas se insinuaba el amanecer. Y para fortuna del ejército español, uno de los primeros en caer fue Lautaro, quien estaba desnudo, sin armas de combate, dormido junto a su esposa, Guacolda.

“Un flechazo le partió el corazón”, señala el cronista.

Del dolor a la venganza

¿Cómo recibió Caupolicán la infausta noticia sobre la muerte de su amigo Lautaro? El dolor fue intenso, cabe suponer. Y esto aumentó sus ansias de venganza, el odio profundo, ciego, contra quienes se atrevieron a apropiarse del terreno sagrado que pertenecía a los araucanos desde tiempos inmemoriales.

 

El deseo de guerra se acrecentó, mejor dicho. Igual que en su pueblo, donde todos a una retomaron la misión de expulsar a los españoles e irlos a combatir, si fuera necesario, en su patria, de la que no imaginaban siquiera cuán distante quedaba.

Organizaron, pues, un nuevo ataque, esta vez contra la plaza de la ciudad imperial. Era el ataque final, decisivo. No podían, por tanto, dejar nada al azar, a la suerte.

Por ello, Caupolicán celebró cuando Pran, un joven indígena, se ofreció a actuar como espía y hacerse pasar por un nativo fiel al reino de España y sus dignos representantes, aprovechando su visita para comprobar si después del mediodía, a la hora de la siesta, era el momento indicado para lanzar la fuerte arremetida armada con flechas, lanzas, mazas, picas, hachas, martillos y bastones.

Hubo un error fatal, por desgracia: Pran, estando en la ciudad, confió su secreto, tanto como los planes que tenía, al indio Andresillo, quien para engañarlo le hizo creer que compartía sus ideas contra la monarquía, a cuyo servicio estaba realmente.

De ahí que las tropas españolas simularan, a la hora señalada, estar dedicadas por completo al asueto cuando los dos “amigos” indios partieron en busca de Caupolicán para darle la buena nueva de poderse lanzar al ataque con la seguridad de obtener la victoria. Se preparaban, claro está, para el combate que de ningún modo sería sorpresivo o inesperado.

La derrota de los araucanos fue total. Su gran jefe, Caupolicán, logró escapar, rodeado por diez indígenas, y a partir de entonces emprendieron una vida de nómadas, errantes, al tiempo que sus perseguidores organizaban más y más expediciones en su búsqueda desesperada, insaciable.

Otra víctima de la traición

De nuevo, la traición se hizo presente: otro indígena, también detenido y amenazado por sus captores como sucedió con Lautaro, informó a los españoles sobre el sitio donde se escondían los fugitivos, una modesta choza de la que salieron ocho araucanos, entre quienes ninguno se identificaba como líder.

Fue entonces cuando una mujer, con su niño en brazos, recriminó a uno de ellos por escoger la prisión a la muerte para vergüenza de su hijo, ¡el hijo de Caupolicán!

En esta forma el supremo cacique, temido por propios y extraños, luego de ser identificado recibió un juicio rápido, cuya sentencia era previsible: morir al frente de un grupo de flecheros, condena que soportó sin inmutarse, con la dignidad debida.

Ese fue el fin del valiente pueblo araucano, que había empezado con la muerte de Lautaro, cerca de Maule.

La traición, una vez más, se había salido con la suya.

(*) Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua – [email protected]