28 de marzo de 2024

JARAMILLO

Por Víctor Hugo Vallejo
11 de agosto de 2017
Por Víctor Hugo Vallejo
11 de agosto de 2017

Víctor Hugo Vallejo 

Desde siempre le gustó pensar despacio, reflexionar  antes de hablar y pensar mucho y expresar poco Desde lo que se analiza, se considera y se  profundiza  es posible que se disminuyan los riesgos del error humano, que tan bién conoce. Ha tomado la vida con eficiencia, pero sin apuros. Siempre ha sabido para donde va, aunque no lo anuncie. Cumple de manera estricta lo que se le encarga y es fiel a entregar resultados por encima de todo, aunque muchos podrían esperar a que fuera diletante y dado a las múltiples explicaciones.
Nunca dudó que era lo que quería estudiar. Tenía que ser algo que lo llevara a pensar y seguir pensando, de tal manera que cada nuevo  hallazgo de pensamiento no lo llevara a nada diferente de la siguiente búsqueda, porque de tanto pensar solamente terminan quedando muchos interrogantes. Estos son los objetivos  de los siguientes pensamientos.
Esa es la constante tarea de un filósofo, que si a ello le agrega la condición de filólogo da como resultado una personalidad firme, que no doblega fácilmente ante las presiones, sean estas del tamaño que sean y provengan de donde provengan. No es un terco. Es un reflexivo. Es un racionalista.  Los seres humanos que por delante de sus decisiones ubican la reflexión, no son dados a respuestas inmediatas, que son el producto de la improvisación, de la que en no pocas ocasiones solamente quedan los errores de los que habrá que lamentarse por más tiempo del que se gastara en hacer lo que hizo.
Son personas que de entrada lucen difíciles, pues se les toma como lentas en el diálogo y en muchas ocasiones como demasiado distantes en la conversación. No son pocos los que se llevan la impresión de estar al frente de una persona repelente. Pero también deben entender que se trata de alguien que no se da por vencido, que negocia, pero no cede con facilidad, porque entiende que se está en mesa de iguales y no de imposiciones.
Al final y sin dejarse someter, logran lo propuesto y entienden que su misión ha concluido. Entienden cuando llega el momento de hacerse a un lado y permitir que otras miradas  sean las que se ocupen en adelante de lo que resta por construir.
Por éstos días la prensa nacional se ha ocupado a espacio de Sergio Jaramillo Caro, el Alto Comisionado de Paz, que durante siete años realizó una tarea callada, de muy bajo perfil, de técnico de lo humano y quien en ejercicio de sus facultades y competencias fue fundamental en la culminación del Acuerdo suscrito en el Teatro Colón de Bogotá, el pasado mes de noviembre.
Poco se conocía de este hombre, que luce adusto, serio, distante. Con la cara de un pensador, como es todo filósofo, pues a esto se dedican los filósofos. Su trabajo es pensar, pensar y pensar, para luego poner a los demás a pensar en lo que ellos pensaron, sin que nunca tengan la última palabra, pues en filosofía se dan todas las formulaciones que nazcan de la construcción de pensamiento de sus autores, pero en ello no viene contenido el punto final. Todos los finales siempre van a tener por delante un nuevo ¿Por qué? para resolver. Esa es su vida. Ese es su oficio.
Le había dicho al Presidente de la República que firmado el Acuerdo Final ya era hora de volver al seno de su familia, al lado de su esposa, de sus hijos, de los suyos que tanta falta le hacían y les hace. El jefe de Estado le pidió que aguantara un poco más, que era necesario avanzar unos pasos sustanciales en la concreción de lo acordado, que lo siguiera acompañando y que concluyera lo que era de su competencia, la que no había sido discutido por nadie, dada su seriedad y responsabilidad en lo que se le encomendó.
Le puso, entonces, una nueva meta: una vez que se completara el desarme de la guerrilla y las armas estuviesen en poder de la misión de la ONU.  Todo esto quedó concluido al iniciar el mes de agosto. Ya había llegado la hora.
Sergio Jaramillo se va de la Consejería dejando una huella imborrable en lo que será  de ahora en adelante la sociedad colombiana. Fueron siete años de servicio abnegado, paciente, tolerante, sufrido, angustioso. En los últimos cuatro años de su misión lo acompañaron personas muy calificadas con las que el gobierno nacional le recompuso el pleno de los negociadores, bajo la dirección de un hombre que cuando ya estaba al cuidado de sus nietos, no dudó en prestarle un nuevo servicio al país y en hacerlo con eficiencia, Humberto de la Calle Lombana.
Lucen extrañas las despedidas que le hacen a Jaramillo en todos los medios masivos de información. Lucen diferentes  los lamentos de tantos estamentos que cuando un alto funcionario se va del estado lo normal es que respiren profundo y expresen que al fin se fue. No es fácil que un empleado público salga en medio de aplausos. Lo normal es que salga en medio de las rechiflas, o en el mejor de los casos en medio de los más ruidosos silencios. Muchos de ellos salen con las manos hacia delante y un par de esposas en sus muñecas. Ver que alguien se va con aplausos cerrados, es saber que el común distingue muy bien a quien le sirve, de aquellos que se sirven del común a favor de sus propios intereses.  Es saber que en los siete años como negociador del más antiguo conflicto armado del país, mantuvo su dignidad y con ella se va levantando la frente.
Sergio Jaramillo Caro nació en Bogotá en 1966, cuando el mundo se estaba cambiando imperceptiblemente y a los dos años llegaría la Primavera francesa que tuvo como lema el “Prohibido prohibir”, para construir  esa sociedad que poco a poco le fue dando mayor poder a la sustancia que a la forma y esta la deformó en sus maneras externas como un lenguaje de  cambio para lo que hasta allí eran tradiciones.
Hijo de una familia de las denominadas de alta sociedad, descendiente de abolengos que ya lucen caducos, pero que de alguna manera marcaron la historia del país. Jaramillo es tataranieto del patriarca conservador José Eusebio Caro, quien  fue culto entre los cultos de la época y conservador hasta los tuétanos. Por tanto es bisnieto de Miguel Antonio Caro, casi redactor único de la Constitución Política de Colombia de 1886, inspirada en el conservatismo de nuevo cuño de Rafael Núñez, quien en gratitud a la violación de las normas religiosas, permitida y patrocinada por la propia Iglesia Católica, debía ser más papista que el Papa y en recompensa de haberle permitido su segundo matrimonio con Soledad Román, le entregó a dicha religión una sociedad entera que constitucionalmente  fue declarada como católica. Fueron más de cien años, con muchas reformas encima, que se tuvo la vigencia de una norma superior que esquematizó a Colombia en un mundo que se fue quedando largo tiempo atrás de los avances sociales que se daban en otros lares.
El Acuerdo Final contiene elementos de modificaciones constitucionales que van a generar unos cambios sustanciales en la conformación de la sociedad colombiana. Ahí viene la paradoja de que el bisnieto del padre de la conservadora Constitución del 86, sea el arquitecto de esa nueva sociedad que habrá de construirse de ahora en adelante en nuestro medio. Ya no volveremos a ser los mismos. Ya se acabó ese conflicto y ahora quedan los de los  particulares, que cuando andan por los oscuros callejones del crimen prefieren la bala a la ley.
Es fuerte el contraste entre lo que hizo el bisabuelo y lo que hizo el bisnieto. Dos polos opuestos en momentos sociales diferentes y que cada uno reclamó  con los instrumentos que se tuvieron a mano.
Jaramillo Caro, hombre serio y discreto, jamás ha reclamado ascendencias de ninguna clase. Se ha querido y hecho valer con lo que es, con lo que sabe, con lo que puede hacer y ha logrado un resultado que solamente la decantación de la historia estará en capacidad de juzgar.
Por ahora, el que salga en medios de los reconocimientos generales, ya es un logro humano que muy pocos en este país de descalificaciones puede conseguir.
Filósofo de la Universidad de Toronto, Canadá, a donde fue a estudiar sin el afán de tener que formarse en algo productivo que le diera un sustento de inmediato, dada la holgura económicas de su familia. La mira apenas la tenía puesta en la Academia, que es el lugar natural de los pensadores.
Una vez graduado en Filosofía entendió que para el pensamiento era absolutamente indispensable tener la claridad del lenguaje y se fue a Inglaterra, donde en Oxford se hizo filólogo, destapando de alguna manera la herencia de sangre de los grandes lingüistas que fueron su tatarabuelo y su bisabuelo.
Por ahí derecho se hizo políglota y habla con plena fluidez el español, inglés, alemán, francés. Y además se defiende en Italiano y en Ruso.  Es decir una vida hecha para leer pensar, entender, explicar y dictar clase.
Cuando comenzó a ingresar a la vida laboral, sus calificaciones hicieron que la Cancillería colombiana se fijara en él y sirvió en diferentes delegaciones diplomáticas y en la misma Cancillería.  Luego pasaría al lado de Juan Manuel Santos, quien lo tuvo a su lado como asesor y cuando llegó al Ministerio de Defensa lo hizo su Vice Ministro de Derechos Humanos, en lo que hubo la novedad de que los militares tan poco dados a ese respeto, tuvieran una formación precisa en el acatamiento a las normas superiores que protegen al ser humano en todos los espacios y tiempos.
En la campaña residencial del 2010 fue uno de los pensadores de los programas de gobierno  y estuvo siempre cerca de quien sería el Jefe de Estado. Siempre con el más bajo de los perfiles entre el personal directivo. Los pensadores no se exhiben, piensan.
Al momento de posesionarse Santos se comprometió con la paz y ya tenia en mente quien sería su Alto Comisionado en la materia, pues  ese objetivo era para conseguir, sin importar el tiempo que tardase lo que nunca se había podido abordar con seriedad en 50 años.  Allí llegó  Sergio Jaramillo. Un hombre conocido, pero no mediático.
Su trabajo en los primeros años de su misión fue tan silencioso, tan discreto, tan oculto, que a todos dejaba la sensación de ser el Comisionado más inútil que se había tenido. Nadie reclamaba nada, porque nadie esperaba nada. Todos sabían que se trataba de un conflicto sin solución y poco o nada se iba a esperar como Presidente de quien como Ministro hizo la guerra a fondo, llegando a resultados nunca antes alcanzados en materia de bajas subversivas.
Jaramillo nunca desfalleció. Nunca salió a aclarar las dudas que se sentían, pero no se expresaban. Nunca calmó la desconfianza general en unas negociaciones que nadie veía avanzar y que muchos esperaban que se alcanzaran.
Hasta cuando se hizo pública  la negociación, la sede, los delegados, los propósitos y los objetivos a corto, mediano y largo plazo.  Noviembre  de 2016 marcó la firma del documento con el que se concretó todo un trabajo que en el caso de Jaramillo fue del orden de siete años.
El proceso de cese del conflicto es una realidad. Los hechos poco a poco se van concretando en medio de la impaciencia de muchos que consideran que eso se puede lograr de un día para otro. Jaramillo ya tiene la seguridad de que él no es necesario ahora y que su tarea ha quedado concluida. No reclama méritos. No pide aplausos. No solicita que le digan si fue bueno, regular o malo. Todos coinciden en que se va en medio de el agradecimiento general, por lo que hizo por la paz de Colombia.
Tendrá tiempo Jaramillo para pensar y volver a pensar en su desempeño diplomático en Bruselas, ante la Unión Europea. Podrá trabajar a favor del apoyo internacional permanente a ese cese del conflicto en Colombia y estar al lado de su familia, con quienes volverá a compartir las tres comidas diarias y sentarse a diálogos abiertos de tantas cosas que se les han quedado guardadas en sus emociones, mientras él  iba y venía del monte a la ciudad, de Bogotá a la Habana, de Bogotá a Cartagena, de Bogotá a tantas partes del mundo, cumpliendo con sus funciones, que desempeñó  con la decisión de quien pasa por la vida para dejar huella y hacer que a su paso haya respeto general.