28 de marzo de 2024

El asesinato como arte

27 de julio de 2017
Por César Montoya Ocampo
Por César Montoya Ocampo
27 de julio de 2017

cesar montoya

Eran ubérrimas las tierras del Paraíso Terrenal. Abel se dedicó a la cría de ganados que se multiplicaban con fertilidad de asombro. Cada mañana debía vigilar los partos de las hembras, estimular los primeros saltos de los becerros, atender el ordeño en los amplios establos construidos con madera virgen, seleccionar toros  jóvenes para los preñamientos y sembrar pasto de corte para la fluidez de leche de su vacada. En el amanecer se colocaba sandalias pantaneras, y seguido de perros fieros que espantaban los animales carníceros de la selva, hacía el conteo de sus bovinos que se reproducían en el silencio de las noches.

Caín no gustaba del rebaño. Suyos fueron los maizales de extensión inmensa, suyos los platanales pródigos y el abaniqueo sensual de los trigales. Sufría con los veranos largos y se le anegaban los plantíos en los inviernos impiadosos. Miraba con envidia la opulencia de Abel a quien el estío o los meses lluviosos le eran indiferentes porque había acondicionado unos silos que le servían de despensa para las temporadas de los climas nocivos. A Caín lo perjudicaban los lodazales, las canículas prolongadas que le hacían abortar unas pésimas cosechas. Además, sin explicación alguna, el Señor no lo quería. Todas las preferencias del cielo eran para Abel que sacrificaba los más carnudos novillos al Santísimo.

Surgió el odio de Caín contra Abel. En su corazón se incubó una larvada premeditación sobre cómo deshacerse de su hermano. Finalmente, después de muchas cogitaciones, escogió el modo y el cuándo de su crimen. Lo invitó a visitar sus verdes tabacales, atravesaron quebradas, subieron y bajaron plácidos oteros, y por último se internaron en un frondoso morichal, adormecido por un arroyuelo de aguas perezosas. Caín encontró la mandíbula de un burro, y en un descuido de Abel, le asestó un golpe brutal que le quitó la vida. Ese fue el primer asesinato que se cometió sobre la tierra.

Desde ese entonces hasta hoy, los humanos  se destruyen los unos a los otros. Caín sigue cubriendo de sangre inocente este mundo que habitamos. Cuántas muertes, cuántas guerras sirven de escabel a la naturaleza desviada del hombre. La historia es un sombrío registro de matanzas cometidas con desbordamiento cruel de las pasiones.

Thomas de Quincey escribió un libro cínico que incita a su lectura: «Del Asesinato considerado como una de las Bellas Artes». No es mucho lo que de él se aprende. Es un relato soso de algunos acontecimientos sensacionalistas, carente de amenidad y de esas figurillas pícaras que adornan los extravíos. Señala como condiciones del delito, tres elementos: El tipo de la víctima, el lugar y el momento oportuno. No es necesaria mucha imaginación para saber a priori a quién se debe eliminar.  Obvio que un enemigo es el candidato más apetecido. El sitio es esencial. La sorpresa, la clandestinidad oscura,el callejón estrecho, la multitudinaria asonada. Dice De Quincey, con pedagogía elemental, que, en un hecho violento, el sujeto elegido «debe gozar de buena salud; es absolutamente bárbaro asesinar a una persona enferma». Tal vez, la fijación de la hora exacta del delito, es la decisión más difícil. Lo debe hacer sin testigos, preparando anticipadamente una sutil coartada defensiva.

En “Introducción al Asesinato”, Wenzell Brown   hace una  reflexión aplicable ahora al tortuoso sistema acusatorio: “¿Es la misión del fiscal declarar convictos a los acusados  de delito?¿O es indagar  con toda la objetividad posible y con ayuda de los conocimientos científicos  y psiquiátricos disponibles, los detalles reales de un delito y el estado mental exacto de los acusados de haberlo cometido”?

Estas digresiones afloran –también- cuando se piensa en Truman Capote. Su libro “A Sangre Fría» es una novela excelente, en la que utilizó todos los recursos posibles para su efectividad. Hay suspenso, narración amena, estudio social de la familia sacrificada, sorprendentes apuntes de psiquiatría. Durante cuatro largos años estuvo borroneándola. Capote era un intelectual bohemio, con voz de marimacho, homosexual y libertino. Pero fue un genio para la pluma.

Robert Louis Stevenson escribió  “El Club del Suicidio”, mayoritariamente integrado por muchachos, narración que, como todas las suyas,  es laberíntica y perspicaz. El hombre “de las tartas de crema” conduce a un príncipe y su escudero, ambos fisgones,  a un sombrío lugar de exterminio. Dice el lazarillo: “A las comodidades modernas falta añadir una sola cosa : una manera decente y fácil de abandonar el escenario, una salida rápida  hacia la libertad o, como dije hace un momento, una entrada privada  hacia la muerte. Esto,  queridos compañeros  rebeldes,  es lo que proporciona el Club del Suicidio”.

Stevenson  es el  inventor de un  cuento genial. “Dr Jekyll y Mr Hyde”. Lo dice Jekyll  :”…el hombre  en realidad no es uno, sino que verdaderamente es dos”. En efecto, en esa duplicidad de conductas desplegadas por la misma persona, lograda por el dopaje  con raras químicas salinas, Hyde era  un bandido de pasmosa insensibilidad moral,   y Jekyll un médico abastecido de honores académicos.

[email protected]