28 de marzo de 2024

Mi Buenos Aires, queridos

Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
19 de junio de 2017
Por Óscar Domínguez
Por Óscar Domínguez
Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
19 de junio de 2017

Diario (1)

Óscar Domínguez Giraldo

Viernes

Como siempre he tenido la buena suerte del  malevo de un tango, las nubes negras, espesas, oscuras, amenazantes, que nos reciben en la madrugada a nuestra llegada a Buenos Aires, no alcanzan a preocuparme. Desde el aire, en la aproximación a Ezeiza, no se adivina “el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno”. No, la tierra  gaucha (gaucholandia) que vemos por primera vez Gloria y yo, nos parece una copia de la sabana de Bogotá: arada en trocitos, como esas colchas de retazos que hacían las abuelas. Las nubes son el anticipo de un verano mentiroso que incluirá en su menú muchos aguaceros, para locura de los meteorólogos a los que habrá que creerles con un paraguas debajo del  sobaco. Como en todas partes.

El avión de AA es incómodo para la sufrida pero gozona clase económica. Quedamos apretaítos a morir, casi prisioneros en nuestras sillas. Y cuando el sujeto o sujeta de adelante tiene a bien recostarse, la situación empeora. Llegamos a Baires casi con calambres. No caminamos en el trayecto aéreo de casi seis horas. Además, nos dio culillo despachar la comida de a bordo. De pronto nos pone directos y daría pena con los demás pasajeros aligerar la tripa en público. Tal vez para indemnizarnos por el retraso del vuelo, nos invitan a repetir vinillo.

En primera clase detecto a un brillante ejecutivo de una campaña política con quien trabajé en el pasado. El hombre se cuida bien de verme. Sospecho que no quiere sufrir el bochorno de tener que saludar a un fulano que va en tercera, arriando first class.

Que no falten dos jartísimas películas a bordo que recuerdan las mexicanas, o de pistoleros, con las que castigan a los pasajeros de buses interdepartamentales en Locombia. Malo el sonido. Antes de las películas a lo Rambo, hay un primer lavado de cerebro para atragantarnos de datos sobre Argentina.

El primer contacto en tierra firme es con funcionarios de aduanas que hacen su trabajo sin ningún estrés. Tampoco gozan en exceso mirando pasar cráneos de múltiples nacionalidades. Hay mejores pasatiempos. Los funcionarios de aduanas del universo-tierra parecen clonados. Preguntan lo mismo, sonríen igual, se aburren parecido. La bienvenida que dan es poco convincente, de manual.

El hombre que revisa mi pasaporte indaga, por inercia burocrática más que por interés, qué hago en la vida, y si es mi primer viaje a su país. Saco pecho para decir que soy periodista, un  oficio “para ganar la vida”, según lo ha expresado el profesor y novelista argentino, Tomás Eloy Martínez. De paso, el periodismo me ha permitido levantar para la sopa. Le digo otra verdad a mi somnoliento entrevistador: Sí, soy nuevo en la plaza bonaerense, che.

Primera gestión oficial: cambiamos dólares por pesos argentinos: 3 por 1 es el “Cambalache”, para decirlo con el título del tango eterno. Nunca tendré  tiempo de saber quienes son los señores que aparecen en los billetes. Se salvó Bartolomé Mitre, traductor del Dante y fundador del diario La Nación que compraré para no leer por lo pronto. Don Bartolomé se aburre en los billetes de dos pesos. Tampoco reparamos en las monedas que finalmente aprenderemos a reconocer cuando ya no se usa. Nos caerá bien un cursillo de numismática.

Nos hemos lavado el cerebro y decidimos no traducir a pesos colombianos los pagos que hagamos en moneda extranjera. Al fin y al cabo un turista es un pobre con plata… por unos días. En eso nos parecemos a los tarjetahabientes. Gastar es uno de los verbos que mejor retrata al viajero.

Nos espera Aldo, el primer locuaz taxista, y perdón por la redundancia. Los taxistas de la aldea global  nacen con el chip de la conversación incorporado. El hombre es bien vestido y mejor hablado. Podría ser ministro de algo. Nos da la primera cartilla de argentinidad en tierra firme. Somos todo ojos abiertos y oídos despiertos. No queremos perdernos detalle. Turista que no mire con ojos de niño, que se quede en casa.

De entrada, Aldo se las ingenia para mostrarnos en una foto que guarda en el parasol del carro a su mujer y a sus dos hijos. “Son lindos, pero no sé a quién se parecen”. Es el primer chiste que nos suelta para sacudirnos de la modorra aérea.

Aldo se autoflagela y cree conveniente aclarar que pese a su pinta de gentleman es un taxista particular, “pero un taxista, para que nos entendamos”. Quedamos nivelados por lo alto. Con el sexto sentido que tienen todos los de su especie, después de oir nuestros somnolientos monosílabos, concluye que somos colombianos. (Además, sabe que el avión viene de Bogotá). Nos informa el afable e inefable Aldo que seremos compañeros de vida por espacio de 30 kilómetros, los que separan el aeropuerto de Ezeiza de la capital. De ese trayecto habla 29 kilómetros 500 metros.

Y nos va traduciendo el paisaje. Matiza su charla con apuntes como éste: aquí lo peor que tenemos son los políticos y los corruptos. Le pongo papel carbón a lo dicho por nuestro conductor, pero me abstengo de decírselo. Tengo que hacer quedar bien al país que me vio berriar.

Imposible que entre un argentino y un colombiano que traban amistad no se hable enseguida de fútbol. Se confiesa hincha furioso del Boca Júnior y nos sugiere visitar el barrio de La Boca. Después de hablar de su equipo dice algo despectivo sobre el River Plate, el otro equipo importante. Pobres los demás equipos que ni siquiera son mencionados.

Como todos sus colegas, habla del gobierno. Hace la salvedad de que el presidente Kirchner “va bien”. Punto seguido, deja a Menem por el suelo: desestimuló  la producción y la industria argentinas. Con Kirchner se ve la recuperación económica.  Hasta su suegro logró rescatar una empresa que se fue a pique.

Tampoco hay argentino que no hable de la carne y su “carnal” el bife. En todo argentino duerme un chef de cocina. Metamorfoseado en chef, nos explica la diversidad de carnes que comen en su país. De la comida italiana dice que la preparan mejor en Argentina que en Italia. Nos abre el apetito. Nos encima la precisión sobre lo importante que fue y ha sido la migración italiana y española, principalmente.  Este descendiente de italianos nos cuenta que los bolivianos suman un millón. Y nos muestra el barrio donde viven. El Estado les ha regalado casa, algo que no hacen con los argentinos. “Así funciona el país”, precisa Aldo, sin amargura. Comenta que con los chilenos no son buenas las relaciones. “No queremos ‘amigos’ que en la guerra de las Malvinas, le prestaron sus puertos al enemigo”.

Otra estadística – que no le creo, de pronto le escuché mal- en esta primera clase: el 95% de los argentinos es católico… aunque no muy practicantes. Agrega que donde veamos una iglesia, enseguida habrá un parque. Esa ecuación teología-ecología se repetirá en toda la ciudad. “El verde mantiene a rayyyyyya la contaminación”, sentencia nuestro hombre, ensañándose en la y, como todos sus paisanos, mientras devora kilómetros en una autopista que es ágil a esa hora de la mañana. Finalmente llegamos al hotel. Y como nos ha notificado que la propina en su país se da de acuerdo con el servicio, le pagamos 10 pesos por la clase recibida.

Nos deja en manos de los conserjes y de Marcelo, el maletero. El hombre, con pinta de alemán y serio como un estornudo, nos conduce a la habitación 1205 (tampoco hay piso 13 por estos pagos). Cada uno es dueño de sus miedos, incluidos los arquitectos que se lucieron levantando una hermosa ciudad que se nos va quedando pegada al cuero. Marcelo nos enseña a abrir la puerta con una tarjeta, prender y apagar la luz, abrir y cerrar la llave del agua, abrir los clósets y manipular una pequeña caja de seguridad donde guardaremos los dólares que nos piden a gritos que los dejemos en este país.  Marcelo se demora lo suficiente para darnos tiempo de decidir la propina. Con sus cinco pesos en la mano, el hombre desaparece. Como apenas conocemos el valor de la moneda gaucha no sabemos si nos lucimos con el hombre o pasamos por “michicatos” (tacaños, en lunfardo colombiano).

Bajamos a tomar el primer desayuno incluido en el paquete. Este estómago de reportero come de todo. Gloria ordena té, yo tomaré chocolate todo el tiempo. Es una forma subliminal de sentirme en casita.

En Buenos Aires la  ONU se repite en todas partes. El  comedor del hotel es una pequeña ONU. Esta vez, hay mayoría asiática. Supongo que los vecinos de aquella mesa son japoneses. En general, los orientales parecen todos iguales, como las tórtolas. Ellos dirán lo mismo de los occidentales. Importante cuota brasileña y gringa, por supuesto.  Dos golondrinas colombianas (Gloria y yo)  alcanzamos a hacer verano, en este verano de temperaturas que oscilan entre 20 y 30 grados. Al clima se le ha ido la mano en gallina y  algunos días ha subido a 34 grados. Dura hasta marzo. De regreso a la habitación para un primer sueño, tenemos el primer gran triunfo: logramos abrir el cuarto con la tarjeta, eso sí, después de pelar muchos cocos con la uña. Marcelo se ganó la propina. Hemos debido darle diez pesos.

Tratamos de dormir algo porque en el avión, Morfeo no nos acogió en sus oníricos brazos. Por precaución suelo volar con los ojos abiertos: no quiero que la muerte me vaya a coger con los calzones abajo. (Algunos amigos nos han pedido que no utilicemos el verbo coger porque en Argentina tiene eróticas connotaciones (hacer el amor). Nada de preguntar: ”Señora, ¿dónde cojo el metro?”).

A las 3:30 de la tarde (además de a Borges y a Gardel, los argentinos nos llevan dos horas de ventaja) es la primera salida para el inevitable “City tour”. Ejerceremos como turistas de cámara digital.  La ciudad  sigue  flechándonos. Hay amor a primera vista. La declaro mi novia. Y como todo lo del pobre es robado, escuchamos algo que se convertirá en tópico: Buenos Aires es una ciudad bien a la europea. Es apenas un reflejo de la inmigración. Cuestión de reciprocidad: tú me acoges, y a manera de respuesta yo repito en estas tierras la arquitectura de mi país para sentirme como en casa. No faltará el argentino que exclame, con justicia,  cuando visite por primera vez Europa: ¡Che, nos copiaron la arquitectura!

Siempre estaremos bajo la jurisdicción de un guía. Y del respectivo conductor. Van juntos como don Quijote y Sancho, Laurel y Hardy, Evita y Perón, Dante y Larroca. El guía con el que debutamos se “intitula” Lucas. Varias veces pedirá excusas por la demora en el inicio del tour. Atribuye el tropiezo a una de las tantas manifestaciones diarias que hay en la Plaza de Mayo. Aquí marchan, luego existen

“Fueeeera de programa”, como dice una canción de Les Luthiers, Lucas  considera pertinente aclarar que los “porteños” son los de Buenos Aires y que él, “por supuesto”, no es porteño, sino de provincia. La malicia indígena nos traduce lo dicho por Lucas: que los porteños tienen un ego de aquí a Cafarnaún. Y blablabla. Como hay turistas gringos, ingleses, alemanes, orientales, Lucas se va traduciendo al idioma que utiliza Bush para anunciar invasiones. De pronto a los de habla hispana nos regala algún detalle que les niega a los demás. Y al contrario. Es la ética del buen guía. Lucas siempre está matizando su parlamento con  chistes. Estos gauchos, por norma general, tienen buena voz. Son candidatos a trabajar con sus paisanos Les Luthiers, en caso de una imposible vacante del “locutor” oficial de la banda que incorporó el inteligente humor musical a la canasta familiar.

Nos trastean al barrio Palermo en sus múltiples denominaciones. Nos dan el paseíllo por la Casa Rosada, la sede presidencial que por estos días se encuentran sometida a una operación de cirugía estética. Nuestros pasos nos llevan al barrio de La Boca. Lindo, para decirlo con un adjetivo argentino. San Pedro se suma al paseo y aporta un tremendo aguacero que inunda las calles. En la Boca nos hacemos retratar para la posteridad al lado de “conventillos”, como se llamó a las habitaciones de los primeros inmigrantes. Tomamos fotos en la calle “Caminito” (foto) y cantamos para que se vaya notando que somos de la tierra donde murió Gardel: “Caminito que el tiempo ha borrado que juntos un día nos viste pasar…”.

“Esta no es Venecia, esta es la Boca”, sonríe Lucas quien agrega que en el sector donde fue construido el barrio había antes un río. Por allí cerca está el relativamente pequeño estadio de La Bombonera que los hinchas del Boca tienen como su Meca o Muro de las Lamentaciones. Pequeño frente al “Monumental”, el teatro del River. En español, inglés y parte en portugués, el guía nos regala otro de sus apuntes. “Nosotros decimos que más vale un estadio pequeño, pero lleno de aficionados, que uno grande, como el del River, pero vacío”. Julián, el conductor, hincha del River, aguanta con estoicismo las barbaridades de Lucas, su compañero de fórmula.

No podría faltar la parada en el shopping de La Boca. Aprovechamos para probar el café argentino que pasa el examen de los “exigentes” paladares de los “cafeteros”, como nos dicen los cronistas deportivos a los colombianos. (Para todos los efectos, el shopping es el sitio donde las mujeres “van a comprar cosas necesarias que no necesitan”, como resumió un pequeño argentino).

Al regreso, pese al aguacero, hacemos escala teológica en la imponente Catedral. Los dedos índices toman fotos a diestra y siniestra. Menos mal la tecnología permitirá después prescindir de tantas fotos inútiles que tomaremos.

Regresamos al hotel y hacemos lo que haría el escéptico apóstol Tomás: miramos en la caja de seguridad si seguimos siendo “ricos” en los dólares que trajimos. La respuesta es afirmativa. Comemos algo ligero antes de pasar a mejor vida, por la vía del sueño. Miramos la televisión con el rabillo del ojo. Constatamos que el mundo tampoco se acabó hoy, pese a los exabruptos del bobo sapiens. A dormir que esto apenas empieza. Como no aparece el alcalde ni ninguna autoridad local, nos regalamos las llaves de la ciudad y nos autoproclamamos  ciudadanos de Baires.