28 de marzo de 2024

Carta para un tanguero

15 de junio de 2017
Por César Montoya Ocampo
Por César Montoya Ocampo
15 de junio de 2017

cesar montoya

Necesité el tiempo de un suspiro para leer -Carlos Arboleda- tu ensayo sobre el tango. Tu escrito añorante, es el enfoque de un intelectual sobre esta música que interpreta el alma de la pampa, con su mensaje de lacerantes reflejos en los conflictos del corazón. Con talento olfativo, y en lejanía, husmeas sobre los meandros de la pasión amorosa, para desentrañar, como buen psicólogo, los interrogantes que se esconden detrás de las guitarras y el bandoneón.

Yo, Carlos, en remota juventud traviesa, viví, en todas las dimensiones, los enigmas de su letra, más la embriaguez de los violines y acordeones en alboradas de ensueño. Cuando el erotismo está en su clímax, cuando las bocas dan mordiscos y el corazón pierde su control, nada mejor que el tango que es un grito desesperado en el borde del abismo.

Mosaico hermoso el de las bohemias. Caras sombrías marcadas por ausencias. Rostros aprehensivos de quienes llegan al suburbio en afanes lujuriosos.El coqueteo es un escape fugaz para regustar delicias pasajeras. Parejas jóvenes, ágiles para danzar con acróbata locura. Rumiadores de melancolías. Enterradores de tristezas. Las rupturas creaban desolaciones insoportables, con dimensiones de tragedia. El enamorado que es abandonado, hace reflexiones autodestructivas, premedita la muerte como solución a sus desesperos. Pareciera que el mundo se le desplomara encima.

Nada mejor que la noche en las tabernas tangueras para resistir el calvario del desamor. Esa es la hora de los balances, de los interrogantes pesarosos que no desatan los nudos esclavizantes de los delirios eróticos.

Todos allí, en ese terraplén de sentimientos, visten tonalidades lúbricas. Faldas vistosas, collares de fantasía, gorgueras  descorbatadas e indumentarias sin aliño, son un embrujado marasmo de colores. Los enamorados gustan de los soliloquios. Abren ojos absortos, parpadean, los cierran  y otra vez regresan a los atisbos sobresaltados.

En cuantas noches, Carlos, navegamos en el océano de los nepentes, con una seductora mujer al lado, deteniendo el avance de las horas. Era aquel un estado morboso con temperaturas de alto voltaje, una enfermedad dichosa para las intimidades. En las alboradas todavía crepitaban los rescoldos de las fogatas. Se abrían las mañanas con sus paisajes opacos, con las sombras que se diluían ante las pisadas de la aurora. Los últimos sorbos del licor eran el capítulo final que servían de prólogo a las confidencias de las alcobas, con el arrullo de un tango tristón.

Carlos, «confieso que he vivido», como de si escribiera Pablo Neruda. Las tuve todas. Quinceañeras, de primaverales energias selváticas, con cuerpos inexpertos que se asustaban cuando aprendían los abecedarios de la entrega. Infieles que aprovechaban las vespertinas  para los escondites íntimos. Morenas con sus júbilos carnales, de boca grande y cintura estrecha. Madrugadoras con los  dedos sonrosados del alba, piel de carmín, proclives a los tanteos. Unas, retraídas y tímidas y otras, generosas que desabrochaban el corazón en el clímax de las capitulaciones. Tengo un diccionario femenino ya en desuso por el ocaso de mi almanaque.

Carlos, vivo de la nostalgia. Hacia adentro como un rumiador. Enrique Cadícamo, poeta fecundo, autor del tango “Cuando tallan los recuerdos” ( ¡título hermoso! )”, en los labios de Raúl Iriarte tatuó estas letras : “ Aquí está  mi orgullo de antes/ bandoneón de mi pasado/ viejo fuelle que he dejado/ para siempre en  un rincón;/ en la tarde evocadora tu teclado amarillento/ está mudo y ya no siento tu lenguaje rezongón. / Mi viejo fuelle querido yo voy corriendo tu suerte/ las horas que hemos vivido/ hoy las cubre el olvido y las ronda la muerte”.

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