ELMO
Víctor Hugo Vallejo
Fueron cinco años de madrugar a clases. Sentarse con mucha atención, para comprender las numerosas ecuaciones que sus profesores, en inglés, iban desentrañando en el tablero, con ese lenguaje esotérico para quienes son legos en las matemáticas y que para los alumnos eran una delicia. El era uno de esos alumnos que se divertía con la física cuántica y para quien ese lenguaje de cifras y cifras no le era extraño, pues en la medida en que iba avanzando en el conocimiento, los resultados de los problemas que les proponían como trabajos a resolver hacia exactitudes que no admitían ni siquiera aproximaciones, lucían cada vez más lógicos. Un matemático, antes que nada, es un lógico, que nunca se atreve a forzar ningún propósito, como que este debe ir apareciendo en la medida de las combinaciones de números y operaciones.
Al cabo de esos cinco años de estudios en la Universidad de Luisiana, en Estados Unidos, se recibió como ingeniero electrónico, cuando el mundo de la computación estaba en nacimiento y se iba expandiendo con una pesada lentitud, y prácticamente estaba reservado para los iniciados. Pensar en ejercer como ingeniero electrónico en Colombia en los inicios de la década del sesenta en el siglo XX, no dejaba de ser utópico.
A la par que estudiaba su carrera en la Universidad, en su tiempo libre gozaba de la música rock, todo un descubrimiento para alguien que se había formado en su infancia y adolescencia desde los ritmos de los bambucos, los pasillos, las cumbias y los currulaos. Esa música lo deslumbró y el movimiento Beat, en plena efervescencia en el país del norte, lo absorbió con sus expresiones de libertad de creación, de comprensión, de aceptación de los demás como son. Todo estaba permitido en ese mundo de música que sonaba con contundencia y le cantaba por encima de todo al amor.
Gozaba con esa cultura de plena libertad, pero en su emocionalidad había algo que le indicaba el camino del regreso. A lo mejor podría ser un precursor de esa misma cultura, pero en su tierra. Para ello tenía que regresar a Colombia. Lo pensó muchas veces, hasta que un día dejó de pensarlo tanto y sencillamente empacó su pequeña maleta y se fue a vivir en su propio espacio, pero sin abandonar el concepto y el modo de libertad que adquirió durante su estada en USA.
Llegó a Cali y se enteró que era uno de los pocos, muy pocos ingenieros electrónicos que habían. Pero también supo de inmediato que eran pocos, muy pocos, demasiado pocos los que necesitaban ingenieros electrónicos como para generar empleos calificados. La computación apenas daba sus primeros pasos, con unos pesados equipos que requerían de grandes espacios dotados de aire acondicionado, produciendo ruidos infernales y generando sistematización de determinadas tareas, muy escasa por cierto. Era más el costo que generaba ese paso, que el resultado efectivo de lo que se pretendía como la gran avanzada. Era la niñez de la tecnología en Colombia. Había pocos empleos para ingenieros electrónicos, y además este ingeniero recién llegado de Luisiana tenía pocas ganas de emplearse, pues otra cosa de las muchas que aprendió allí, fue a leer literatura moderna y filosofía existencialista, a lo que se volvió gran aficionado, en la convicción de que para dedicarse a filosofar hay que contar con todo el tiempo del mundo y ello no puede ser ocupación de tiempos interrumpidos. Pensar demanda todo el tiempo del mundo.
A él le gustaba más pensar que trabajar. Se dedicaba a leer, a pensar, a filosofar. Le gustaba construir palabras. Todos lo tenían por ingeniero, pues eso era lo que era. El quería que lo miraran diferente.
Un día supo que finalizando el año de 1958 un poeta antioqueño que nadie conocía, que había nacido en Andes, lanzó en Medellín lo que se denominó “El primer manifiesto nadaísta”, con fundamento en el principio de la nada. La nada es el comienzo de todo. De la nada aparece todo. Desde la nada se construye o se destruye. La nada era la esencia de todo. Desde la nada se podía edificar un nuevo pensamiento en el que se hablara de mucho y no se comprometiera en nada. Era proponer la nada como la fuerza del hacer para no hacer. La iconoclastia de la vida. Y hablar desde la nada, de alguna manera era tener que hablar desde la contra de lo que había: las instituciones, el pensamiento, la literatura, el arte, la industria, el comercio. La nada lo era todo y además era la misma nada.
Pensó mucho en ese poeta que se llamaba Gonzalo Arango. Ir a Medellín era tan difícil como tomar un bus y durante muchas horas tragar polvo en carreteras de golpes, maltratos y jornadas de nunca acabar. Leyó que ese movimiento se proponía ir por todo Colombia. Se dijo que esperaría a que llegara a Cali. En Cali, Gonzalo Arango habló con sus amigos de poesía, lecturas y marihuana. Ahí estaban J. Mario, Jan Arb, Fanny Buitrago, Oscar Collazos y otros. Cuando llegó a Cali citó a los que quisieron seguir el camino de la nada al lugar más emblemático del pensamiento en la capital del Valle: la Librería Nacional de la Plaza de Cayzedo, al lado de la Catedral de San Pedro. Se tomaron la cafeter obras aisladas como la Jaime Jaramillo Escobar, X-504, dor que desafortunadamente no logrsideraron y se siguen considerando )aía, hablaron mal de la literatura tradicional y escandalizaron a más de uno cuando comenzaron a gritar contra el obispo y la iglesia católica.
Sin que se dieran cuenta los vendedores de la Librería, se hurtaron un ejemplar de “María”, se fueron al lado del Puente Ortiz, se subieron al monumento en mármol que representa a Efraín y María, y su perro Mayo. Deshojaron la edición, le prendieron candela delante de todos, se burlaron de Isaacs y se fumaron más de un cacho de marihuana delante de todos.
Al día siguiente lo que habían hecho apareció en la prensa caleña con todo el despliegue de los escándalos que dañaban a una sociedad tranquila, parroquiana, en la que no pasaba mucha cosa. La noticia era algo de esta naturaleza, porque aún no se habían relevado las conductas hacia crímenes y traficantes. El Nadaísmo, como movimiento cultural y literario recibió su verdadero bautizo a nivel nacional en los actos de Cali. Allí se unieron los que se consideraron y se siguen considerando (ahora son meros sobrevivientes) fundadores y propulsores del mismo. Ahí quedó matriculado por siempre jamás Elmo Valencia, quien por su aspecto pausado, tranquilo, con rasgos asiáticos y caminar lento y observador, de entrada llamaron El Monje Loco. La vida le marcó el camino de siempre. Eso era lo que quería ser. No más ingeniería, que ciertamente nunca ejerció. No más números. Ahora su existencia serían las palabras, la libertad, el amor y la bohemia ilimitada.
Elmo Valencia es parte esencial de ese movimiento renovador que desafortunadamente no logró consolidar una obra trascendente, aunque si generó obras aisladas como la de Jaime Jaramillo Escobar, X-504, Eduardo Escobar, J. Mario Arbeláez, Fanny Buitrago, que luego se hizo a un lado, Mario Rivero, Alba Lucía Ángel, Jan Arb, Amilkar U, Pablus Gallinazus, Humberto de la Calle Lombana –con destinos posteriores ampliamente conocidos por el país- Fernell Franco, Oscar Collazos, que poco a poco se fue enfriando en su entusiasmo y se dedicó a producir una obra sólida narrativa, que no puede ser considerada nadaísta. Faltan otros por incluir, la lista no es muy extensa, pero tampoco tan breve.
Elmo Valencia se mantuvo firme en ese caminar por toda Colombia llevando el credo nadaísta cuya esencia consistinte, pensando, que es lo que siempre le ha gustado. o a restaurantes de comida cotidiana y almorzando su propia soledad, lentameó en no tener credo. Era hablar de todo, pero sólo desde el punto de vista contestatario. Mientras más incómodo, mejor.
Es un punto de referencia de la historia cultural colombiana. No queda una obra muy abundante de valor artístico, pero movieron la juventud de entonces hacia la libertad, con la gran fortuna de que al final de la década de los sesenta llegó la denominada revolución de mayo en Francia, en 1968, cuando se habló de “prohibido prohibir” y de “hacer el amor, no la guerra”. Ellos, los nadaístas fueron el eco sustancial de todas esas ideas en nuestro medio.
Elmo quiso vivir de la literatura, pero nunca produjo una obra de aceptación universal que le diera un lugar desde el cual construir un nombre comercial. Sus poemas siempre fueron a contravía de lo romántico, para ir más allá de los sueños y sembrarse en la realidad con palabras del común para decir cosas que defendían el amor, pero que lo volvían dulzón, él lo quería real, como es.
Ahora a los 91 años, sigue en circulación por las calles del norte de Cali, donde se le ve caminar lento, con su cabeza inclinada hacia el piso, delgado, con muy poco cabello, blanco completamente, siempre en solitario, entrando a restaurantes de comida cotidiana y almorzando en su propia soledad, lentamente, pensando, que es lo que siempre le ha gustado. Trata de sobrevivir vendiendo poemas en hojas fotocopiadas a quienes tienen alguna noticia de su existencia, pues para los jóvenes de hoy no significa nada. No conocen la historia de ese movimiento del que ahora sólo hablan en público J. Mario Arbeláez y Eduardo Escobar. Es una memoria que se va borrando en la medida en que quienes la conocieron se van muriendo.
Elmo no es representativo para el mundo de hoy. Se gastó la vida como quiso y llegó a su invierno personal con mucha soledad. Sus hijos no son conocidos en el mundo del arte, Penélope, Casandra y Dédalo (de que otra manera se podían llamar los hijos de un poeta contestatario). Unos muy pocos lo saludan en la calle y le rinden el respeto de llamarlo maestro. Recibe el saludo, pero seguramente no sabe quien lo está saludando.
El tiempo le pasó la cuenta al Monje Loco. La cuenta de haber hecho lo que a bien tuvo. En muchos días repasa las letras de las canciones de los Beatles, los textos de Mallarmé, de Breton, de Kierkegaard, de André Gide, de Fernando González, el filósofo de Otraparte. Son viejos libros llenos de subrayas, resaltados y notas marginales con lapicero rojo. Relee para saber que vive. En Cali ya no quedan más nadaístas.
Fue premio nacional de novela nadaísta en 1967, con “Islanada”, que poco a nada trascendió en la literatura colombiana. Ha sido fiel a su estilo de vida y en él se está marchitando.
Un buen homenaje a quien ha sido coherente con su vida desde siempre, es leer algunos de sus versos más conocidos:
“Hagamos el amor frente al espejo
donde la belleza se mira los senos.
El espejo no dirá nada. La belleza, menos.
O hagámoslo frente a un cuadro de Goya,
me gustaría La Maja Desnuda,
por el brillo de su vello púbico,
Goya no dirá nada, La Maja, menos.
Te imaginas nosotros haciendo el amor
frente a ese lienzo que en el mercado
tiene un valor de millones de dólares
según los mercaderes del arte?
Se me paran los pelos de punta de sólo pensarlo.
Si un gato nos mira, hagámoslo.
Me gustaría que fuera el gato
que Cleopatra guardaba entre sus muslos.
Los gatos tan tiernos, sobre todo el gato de Cleopatra.
Hagámoslo frente a cualquier cosa:
un televisor encendido, un fetiche,
una concha marina, un buque de guerra,
un canario, un escaparate, un fusil,
un coche deportivo, o una araña peluda.
Menos frente al volcán Vesubio.
Como en los tiempos de Pompeya,
un río de lava podría nuevamente
cubrir nuestros cuerpos desnudos”.
Palabras cotidianas para decir de otra manera el cotidiano amor de siempre.