29 de marzo de 2024

Transcurrió en el día del amor y la amistad

7 de abril de 2017
Por Jorge Eliécer Castellanos
Por Jorge Eliécer Castellanos
7 de abril de 2017

Por Jorge Eliécer Castellanos M.

jorge castellanosTranscurría el famoso día de celebración del Amor y la amistad, en los albores del tercer milenio, en la Villa Láctea, en medio de la pesadumbre de un hombre que por teléfono, la noche anterior, recibió el anuncio directo de su pareja que dejaría el mundo, de inmediato, por el despecho de no poder convivir con él y su pequeño hijo, abandonado por una cruel y despiadada madre convulsiva.

En esta fecha conmemorativa, Diego acudió desde lejanas tierras del altiplano cundiboyacense al territorio del Ingrumá, para asistir, con el pecho abatido y el alma destrozada, al sepelio de quien lo amó y decidió, por razones del despecho inentendible, marcharse a la eternidad.

Eran un poco más de las 10 de la mañana y las honras fúnebres comenzaron con la extensión del dolor por el trágico insuceso de Amparo a todos sus familiares, allegados y al pueblo ingrumaense que estaba atónico frente a este absurdo acontecer.

Las nubes oscuras presagiaban torrencial lluvia. El sol escondido parecía atisbar desde muy lejos, dejando más bien su brillante mirada oculta para enajenarse del sepelio.

Los sollozos sobreabundaban y los comentarios acusadores pululaban por doquier al tiempo que redoblaban las campanas invitando a las honras.

Todo era fúnebre: la carroza, la ceremonia, la catedral, las vestiduras y hasta en el bello parque tradicional se dejaban caer las hojas de los árboles para envolver el aire de monotonía execral.

La voz cantante del sacerdote ofició por largos minutos incluso yendo al cementerio, en una despedida de restos mortales de la perplejidad al infinito.

Las acusaciones entre susurros volaban de boca en boca, empero, Diego, con más neuronas que sentimientos de apretujamiento mental, tomó las de Villadiego y con un pariente se esfumó de la población, cuando ya la tarde fenecía como se esfumaba su amante en medio del creciente diluvio que sometía despiadadamente la municipalidad caldense.

Los gajos de los árboles se desprendían bruscamente al vaivén de la tormenta y también sus recuerdos y su dolor, caprichosamente, se embargaban sus nervios en un  proceso de total estrujamiento.

A un gran vendaval prosigue una gran calma. Cuando apareció la encantadora luna del jardín montañero, en la resplandeciente plaza, el despechado y su familiar, en un ambiente menos hostil, ya con mayor reposo, decidieron tomar un refrigerio para tratar de matizar el espejo doloroso que deambulaba por sus mentes ante el pavoroso día de inagotable sufrimiento.

Algunos pobladores intempestivamente se unieron a la improvisada reunión, dejando espetar el humor regional paisa, al que nadie puede escabullirse.

Se formó, con el paso de los minutos, un buen combo de jóvenes entusiastas de la región jardineña y como suele tradicionalmente atenderse a los visitantes, se les acogió con cariño, viandas y licor, a todo taco.

Avanzó la noche y el plenilunio agigantaba su esplendor. Intempestivamente, como se presentan muchas cosas del amor y del desamor, surgió la sugerencia de darle rienda suelta al festejo anual del amor y la amistad en la discoteca de moda.

Muchos, sin conocer la procesión que surcaba las venas de uno de los forasteros, avivaron el fuego de la invitación levantando de sus mesas a sus compañeros para dirigirlos lentamente hacia la discoteca popular que lucía más prendida, como suele decirse, por aquí, que un pesebre navideño.

No obstante, la alegría esbozada por todos en la taberna, el corazón de Diego seguía atravesado por la pena y su rostro triste y apesadumbrado no dejaba entrever un destello de mínima alegría.

Observando sobre el camino que desplegaba la luz de la puerta principal que conduce de la calle al interior del establecimiento público, apareció una joven muy simpática que al ingresar se contoneaba con danza festiva, meneando igualmente su cabeza. Diego no tenía ánimo para nada ni mucho menos para apreciar rostros femeninos a esta negra hora del partido pero no pudo sustraerse de dar una mirada fugaz a la chica.

La muchacha de ojos verdes y cabello rubio se acercó a la mesa de los festejantes. Preguntaba por el familiar de Diego, quien la había invitado también al festejo, pues ella trabajaba en un lugar de hospedaje del sector donde el pariente varias veces había pernoctado.

El familiar de Diego la acogió con gran abrazo y con un beso deslizado rápidamente por la dulce mejilla y con el brazo extendido le asintió para que se sentara, justamente, al frente de su querido familiar, quien con sus manos y mirada caída seguía derrumbándose indeteniblemente.

Pasaron varias horas y el silencio entre ambos seres reinaba, mientras los demás debidamente emparejados disfrutaban la noche que progresaba con el sello de larga duración y dicha palmaria musical.

Como suele suceder, Viviana, con el paso de las horas, dejó toda su prepotencia a un lado y decidió acercarse lentamente al compungido varón.

Después de impresionarse por esa historia de tanto dolor, narrada desgarradoramente por Diego, ella configuró un esquema de aliento para su contertulio que por último, salió a bailar frente a su desafío retador. “Todo viene y todo pasa, tranquilo, que todo viene para pasar”, le reiteraba ella en la cercanía de su oído.

También le contó, ya entrados en confianza, que un hombre se había enamorado de ella, en tierras del Rionegro, cuando tenía 17 años y que tuvo una corta relación con él por espacio de pocos años, de la cual quedó la huella de su pequeña y entrañable hija.

Diego, le reiteró, a su ahora amiga de horas de conocida, que tuvo que decirle francamente a Amparo que no podía convivir con ella de manera formal dado que un hijo fruto de sus borrascosos amores desenfrenados de juventud le imponía cuidarlo y protegerlo de manera cercana y responsable y en un ambiente familiar adecuado, situación que para ella resultaba imposible de entender y soportar, por ello prefirió irse a la eternidad.

Así las cosas, como se dice en derecho, los contertulios contaron sus vicisitudes y sin proponérselo empezaron a hacer causa común. Ambos con hijo criando y despecho atrás, asemejaron horizontes.

Llegó el final. La policía ordenó desalojar el lugar a eso de las 4 de la mañana. Todos se despidieron y Diego, totalmente impresionado por todo cuanto le había tocado vivir a su nueva amiguis, le pareció cortésmente correcto acompañarla a su casa, localizada a pocas cuadras del lugar del jolgorio.

Ella, en principio, por el cansancio, desnudó sus pies y el joven despechado, un poco más tranquilo como el alba al amanecer, tomó los tacones entre sus manos y ambos, se deslizaron por entre los adoquines de la calle que conducía al hogar materno de Viviana.

Al abrir la puerta, en el Jardín, ella recibió sus zapatos y de pronto, entre la magia del nuevo amanecer, se confundió con Diego en un beso de despedida y gratitud que selló su historia de bienvenida al portal del amor hasta nuestros días, los cuales pasan en felicidad perpetua en un paradisiaco lugar en inmediaciones del Peaje de Siberia, zona espléndida de la capital colombiana por la autopista a Medellín.

Diego y Viviana, moran con ambos hijos, quienes se aman como verdaderos hermanos. En Juanchorizo, se vive el ritmo del amor, los tiempos del jardín, bajo la abundancia de la gastronomía paisa. Ciertamente, ha sido el noctámbulo pasaje personal de un hombre que tuvo el valor civil de enfrentarse solo a criar a su hijo. Por tal razón vio arrugarse su existencia. Nunca jamás imaginó que, simultáneamente, el mismo día, paradójicamente, en que enterró su amor, el encuentro con un nuevo amanecer, en el Jardín antioqueño, le allegaría una compañera.

Desde entonces, han partido juntos, los cuatro, a trasegar el sendero de la felicidad que brinda el verdadero fuego familiar.

Todo transcurrió en el día del Amor y la amistad…