28 de marzo de 2024

Yurley

Comunicador Social-Periodista. Especialista en Producción Audiovisual. Profesor universitario, investigador social y columnista de opinión en diferentes medios de comunicación.
10 de marzo de 2017
Por Carlos Alberto Ospina M.
Por Carlos Alberto Ospina M.
Comunicador Social-Periodista. Especialista en Producción Audiovisual. Profesor universitario, investigador social y columnista de opinión en diferentes medios de comunicación.
10 de marzo de 2017

Por Carlos Alberto Ospina M. 

Con el rostro aprisionado contra el piso, el cuerpo de crisálida aferrado en posición fetal y las manos cerradas en forma de angustiosos puños de incapacidad; ella, recibe golpe tras golpe, precedidos de patadas bestiales sin importar que el organismo receptor era la dignidad de una niña de 11 años. ¡Jamás! sus extremidades podrán frotar el maíz para hacer arepas, porque con el mazo de la máquina, la bruta le destrozó los huesos y las partes móviles de esa zona. Las falanges, los metacarpianos, las articulaciones, los ligamentos, los tendones y los músculos fueron rotos por la ira arrolladora de una madre biológica sin amor ni control.

Aquella mañana, Yurley, se levantó de la cama con una sensación de angustia existencial, maltrecha, deshojada e inconsolable. El pesado sueño de la sedación encubierta, le dejó el organismo marcado de una sustancia tóxica y nociva. Corrió, buscando consuelo, hacia los brazos de su madre, y sólo halló, orfandad. La violencia refrendó el grito de horror que se ataba a su voluntad, como la cuerda de un verdugo inexpugnable.  “No pude dormir. Toda la noche sentí que una manos enormes, arrugadas y estériles me tocaban los senos, agarraban mi cadera y entraban en mi vagina… aún siento en las fosas nasales el asqueroso tufo de un cadáver que susurraba a mi oído palabras que no comprendía, pero sabía, que me iba hacer daño… ¡No sé qué fue! Las sensaciones eran tan reales que nunca supe, sí estaba alucinando o alguien se me echó encima…” 

La niña le contó la mamá que, Javier, su marido se había metido al minúsculo cuarto donde sólo cabían los sueños cristalinos y las ilusiones sin despegar. Las fuerzas satánicas de quien se dice ser cristiana, se posaron sobre uno de los siete cerros tutelares de Medellín, ni Santo Domingo Savio pudo evitar que, Eliana, lanzara contra la pared el inmerecido destino de sucesivos abusos que padeció Yurley. “¡Primero te mato! Así tenga que pagar cárcel, pero a mi marido, lo respetas”. Nada de novedoso ni extraño tenía la expresión de la progenitora, quien prefirió seguir la vida lasciva y promiscua, por encima del bienestar de sus dos hijos, de diferentes padres, Julián y Yurley. El varón es drogadicto y buscado por el principal combo delincuencial de la Comuna 1. Ella a los 13 años comenzó el peregrinar de una historia de abandono que la condujo a la calle, único lugar posible, para evadir las andanadas de la sádica y su pervertido concubino.

Huérfana y desesperada llamó a su papá, pidiéndole auxilio y que la resguardara en su casa. “Yo no la puedo ayudar ni recibir acá. Usted verá que hace”, dijo el cómplice de la desgracia infantil. La tez dócil y blanca como una porcelana, se volvió gris e insípida. Los ojos color de océano virginal, se nublaron de torbellinos de desengaño. Yurley, a los 14 años, se aferró a otro miserable y su vientre se extendió durante 9 meses. La simétrica nariz que enmarca su semblante de ángel caído fue rota de puño en puño. ¡No tenía nada más que perder!

Cantos de sirena escuchó una tarde de llanto mudo. El cartel de los lotes, no baldíos, en plena zona urbana de Medellín, le “vendió” un trozo de tierra arañada. Esa ilusión de tener un techo “propio” causó otro efecto adicional: un embarazo más y la explotación sexual por parte del benefactor-constructor del rancho, quien también la descartó después de saciar los instintos animales. Ella, a los 24 años de edad, aún no sabe cómo perdonar. Los padres biológicos la ponen en el centro de los conflictos no resueltos, la usan como chivo expiatorio de sus pecados, a la vez que encubren el intencional abandono de una menor de edad. Yurley, somatiza las cicatrices pretéritas, le pesa el cuello y le duele el alma. Su hija mayor de 8 años, le dice: “tranquila, mamá, vamos a tener muchos momentos felices, ¿cierto?”

Este anhelo, por ahora, es distante. La dama marchita trabaja en una cadena de productos perecederos. Le pagan por horas y vive tan lejos en la escarpada montaña del ficticio parque ecológico, que se gasta en pasajes la mitad de su sueldo; es decir, 320 mil pesos mensuales, porque allí no llega el metro ni el tranvía ni el cable.

El sollozo se apodera de la joven e incrédula mujer. Los tupidos labios dejan caer años de aridez, violencia, iniquidad y humillación. Sin conocerme, se lanza famélica sobre mis brazos de periodista descalabrado, a pecho descubierto y abandonado al inalterable silencio. ¡Aquella afonía dijo todo! en un instante de la memoria pérdida de esta ciudad que fluye impasible frente al dolor ajeno.

Pie de página – Enfoque crítico: Fui a evidenciar los perjuicios económicos, culturales y sociales ocasionados por el cierre del Parque Biblioteca España. Encontré que, en la época de construcción y entrega de la obra durante la Alcaldía de Fajardo, también presuntamente hubo detrimento patrimonial, con “Libro Blanco” incluido.

Desde la cúspide de la montaña se observa el esqueleto de un bien mostrenco. Ladera abajo se deslizan las risitas incautas de dos niñas y las ilusiones de la bella Yurley, a quien le usurparon la infancia y le dejaron la vida dispersa como esporas de hiel.