28 de marzo de 2024

Cita con la historia

Columnista de opinión en varios periódicos impresos y digitales, con cerca de 2.000 artículos publicados a partir de 1971. Sobre todo, se ocupa de asuntos sociales y culturales.
30 de septiembre de 2016
Por Gustavo Páez Escobar
Por Gustavo Páez Escobar
Columnista de opinión en varios periódicos impresos y digitales, con cerca de 2.000 artículos publicados a partir de 1971. Sobre todo, se ocupa de asuntos sociales y culturales.
30 de septiembre de 2016

Por: Gustavo Páez Escobar 

Gustavo Paez EscobarMucha gente no ha entendido, o no quiere entender, que la firma del acuerdo de paz es un hecho providencial que no solo le pone fin a la sangrienta época de violencia padecida durante medio siglo, sino que permite crear un nuevo país para las futuras  generaciones. El titular de El Tiempo en primera página, el mismo día de la firma del acuerdo, es estremecedor: “La paz luego de 267.162 muertos”.

Pocos pueblos han sufrido tanto dolor durante tanto tiempo. Es tan catastrófica la situación, que Colombia está calificada como una de las naciones más violentas del mundo. ¿Cómo no serlo, con 8 millones de víctimas por el conflicto, 6 millones de   desplazados y 25.000 desaparecidos? A esto se suman los mutilados por las minas antipersonas, las familias destruidas, las viudas y los huérfanos que solo han conocido la miseria y la desesperanza.

Colombia es un país que perdió su rumbo. Un país que ha vivido entre el estallido de las bombas y las balas, la sevicia, el terror y la muerte. La guerra constante, la destrucción de pueblos y de hogares, el miedo en los campos, la inseguridad en los centros nos convierten en una sociedad errática y desamparada. Bajo tales signos, la vida ha perdido su encanto, y la gente, su dignidad.

Los presidentes Betancur, Gaviria y Pastrana intentaron acuerdos con la guerrilla, y fracasaron. Uribe escogió las acciones bélicas, propinó contundentes golpes al enemigo, lo redujo, pero no lo derrotó. Mientras tanto, el país continuaba por los caminos tormentosos de la barbarie. Una guerra fratricida de nunca terminar.

De pronto, en medio de tanta turbulencia, apareció una luz en el horizonte. Nadie creía que el presidente Santos fuera capaz de llegar tan lejos en el propósito de entrar en conversaciones con el grupo guerrillero. Las Farc se formaron en 1964 como respuesta a la injusticia social. Bajo dicho postulado libraron sus luchas iniciales. Después arreciaron sus acciones y sus atrocidades. Más tarde, seducidas por el tráfico de drogas y el despojo de tierras a los campesinos, se desviaron del objetivo social.

Fue Santos el interlocutor perfecto para dialogar con ‘Timochenko’, jefe de las Farc, hombre duro y nada fácil de convencer. La vocería del Gobierno estaba en manos de un equipo de la mayor competencia y distinción. Del mismo modo, los miembros  de las Farc eran sus líderes más prestantes.

Varias veces estuvo a punto de romperse el diálogo, y solo la constancia, la paciencia y el talento con que actuaron las dos partes consiguieron sacar adelante, tras cuatro años de agotadoras jornadas, el acuerdo final de la paz que este domingo se somete a refrendación de los colombianos.

No es un acuerdo perfecto –porque en este terreno no ha habido acuerdos perfectos en ninguna parte del mundo–, pero sí es la mejor fórmula para que cesen las hostilidades y se propicie una patria mejor para las nuevas generaciones. Nace un nuevo país. Dice Antanas Mockus: “Prefiero apoyar la paz y equivocarme, que apoyar la guerra y acertar”. Los ojos del mundo están puestos en Colombia. De nosotros depende el futuro.

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