28 de marzo de 2024

Una historia de nuestra Justicia

15 de agosto de 2016
Por Juan Sebastián López Salazar
Por Juan Sebastián López Salazar
15 de agosto de 2016

Juan Sebastián López S.

Juan Sebastián López SalazarEl sábado 10 de febrero de 1906, el señor presidente de la República, General Rafael Reyes Prieto, salió acompañado de su hija, doña Sofía Reyes de Valenzuela, a dar su acostumbrado paseo sabatino por Bogotá. El carruaje presidencial emprendió camino hacia el norte, por la calle real, rumbo a Barrocolorado.

En el carruaje presidencial también iba Bernardino Vargas, el postillón, y el edecán presidencial, Capitán Faustino Pomar, encargado de la seguridad del Presidente.

Cuando el General Reyes pasó por la esquina de San Diego, vio como un hombre de barba se quitaba el sombrero a su paso en señal de saludo, mientras otros tres montaban en sus caballos y salían detrás del carruaje. Estos movimientos llamaron la atención del señor Presidente, pero no quiso decir nada a su hija, quizás para no provocar nervios innecesarios en ella.

Cuando llegaron a Barrocolorado el Presidente, en una intuición, le pidió a Vargas que devolviera el carruaje. Al ver esto, los tres jinetes les rodearon y comenzaron a disparar sobre ellos. Desde adentro, valientemente, doña Sofía le gritó al Capitán Pomar que disparara él también, ya que se había pasmado con el ataque. Pomar reaccionó, sacó su revólver y abrió fuego hiriendo a uno de los atacantes en una pierna. La acción de defensa tuvo éxito y consiguió que los tres atacantes huyeran hacia el norte. El Presidente, que para fortuna estaba ileso, vio como otro jinete, que no había participado en el atentado, huyó rumbo al occidente, por la vía al Cementerio Central. Doña Sofía también estaba ilesa: una bala le había atravesado la copa del sombrero, pero no le causó un solo rasguño. Ocho disparos perforaron el carruaje presidencial, pero ninguno provocó algún daño.

La noticia conmocionó al país: se había intentado asesinar al señor Presidente mientras iba acompañado con su hija, cuya vida no pareció importarle a los asaltantes.  Nunca en la historia del país se había estado (ni se ha estado) tan cerca de ocasionarse intencionalmente la muerte de un presidente en ejercicio.

El General Reyes recibió un país en ruinas que recién salía de la Guerra de los Mil Días, la cual había arrojado cien mil muertos y destruido a la nación.  Para la época del atentado, crecía un rumor que causaba molestia en los sectores más católicos y conservadores del país: se decía que el señor Presidente les estaba cediendo el poder a los liberales, y esto era inconcebible, porque ellos habían perdido la guerra.

La investigación para capturar a los implicados en el atentado fue rápida y eficaz. El General Pedro A. Pedraza, Director General de la Policía, encabezó la búsqueda de los forajidos que habían huido rumbo al norte.

El primer capturado fue Juan Ortiz, el hombre que saludó al Presidente cuando pasó el carruaje por la esquina de San Diego, lo que causó la desconfianza del General Reyes. Los tres asaltantes fueron aprehendidos días después en una casa en donde se escondían en Suba. Para la época estaba vigente la pena capital, restaurada con la Constitución de 1886, por lo cual los capturados fueron juzgados y condenados a muerte.

A las once y quince minutos de la mañana del día 6 de marzo de 1906, fueron fusilados por parte de miembros de las Fuerzas Militares del Estado colombiano los señores Juan Ortiz, Carlos Roberto González, Fernando Aguilar y Marco Arturo Salgar, autores materiales del atentado contra la vida del señor Presidente de la República y su hija. Fueron pasados por las armas en Barrocolorado, donde habían ocurrido los hechos. Los cuatro sentenciados recibieron doble descarga, ya que después de la primera algunos continuaron con señales de vida.

El otro jinete que vio el Presidente huir hacia el occidente era el General Pedro León Acosta, combatiente del Partido Conservador en la Guerra de los Mil días y, además, acaudalado terrateniente. González, Aguilar y Salgar habían sido sus soldados en la guerra y aún se mantenían a sus órdenes. Ortiz fue un intermediario que, gracias a su fanatismo, sirvió para convencer a los tres soldados de atentar contra el señor Presidente, y el día del atentado influyó para que no se respetara la vida de doña Sofía Reyes de Valenzuela.

Acosta se refugió en Panamá. Algunos familiares suyos fueron investigados en el juicio que se le hizo a los fusilados, pero no fueron hallados responsables de delitos mayores, por lo cual tuvieron penas muy bajas. Aunque el hombre determinante en los hechos fue el General Pedro León, la participación de sus parientes había sido escasa.

Al enfrentarse ante una condena a muerte, Ortiz y sus cómplices comenzaron a denunciar el plan que había detrás del atentado. Carlos Roberto González, el herido en la pierna, contó, en sus declaraciones, que el Ministro de Guerra (Manuel María de Castro Uricoechea), el Comandante General del Ejército (Carlos María Sarria Valencia) y el propio Comandante General de la Policía, según lo previamente convenido, no harían nada por investigarlos o sancionarlos; que el General Guillermo Quintero Calderón ocuparía momentáneamente el puesto de Presidente de la República, mientras llegaba el General Ramón González Valencia, a asumir el cargo; que el General Aristides Fernández Mora ocuparía el Ministerio de Guerra y se encargaría del Ejército; y que todo había tenido el visto bueno del Doctor Miguel Antonio Caro.

El vínculo entre los asaltantes y los personajes del poder era el General Acosta, que años después fue indultado y regresó al país. Su familia, por cierto, era amiga de la familia del General Reyes.

Los únicos condenados severamente fueron los cuatros mencionados, a quienes el Estado y la sociedad endilgaron toda la responsabilidad de haber querido acabar con la vida del señor Presidente de la República, sin importar que no tuvieran claros motivos para el crimen.

Los Generales y demás personas de alta sociedad incriminados por los condenados no fueron investigados. El propio General Acosta nunca tuvo que rendir siquiera una declaración por esos hechos. La justicia se aplicó a los de ruana, pues así vestían el día del atentado.