28 de marzo de 2024

Se venden periodistas

28 de agosto de 2016
Por Jorge Emilio Sierra
Por Jorge Emilio Sierra
28 de agosto de 2016

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya

Sierra Jorge EmilioTodos hemos visto a personajes famosos que hacen publicidad de algún producto, situación a la que nos hemos acostumbrado. Son celebridades, por lo general, del cine y la televisión, o sea, de los medios masivos de comunicación que ahora están dedicados en mayor grado al entretenimiento, esa tabla de salvación o vía de escape en el convulsionado mundo moderno.

Se trata, claro está, de modelos o reinas de belleza, actores o actrices, cantantes de moda (como Shakira, por ejemplo) y deportistas con éxito (Messi, Cristiano Ronaldo, James…), entre muchas otras “personalidades” que gozan de fama, condición básica para ser contratadas por los poderosos anunciantes. Pero, ¿por qué –se preguntará- pasa esto, algo normal en nuestros días?

La respuesta es obvia: Los expertos en publicidad, marketing, posicionamiento de marca y cosas por el estilo, pero sobre todo los gerentes y dueños de empresas, saben que esa es una fórmula mágica para vender más sus productos, obtener más ganancias y triunfar en el mercado, pues cada quien desea parecerse a sus ídolos y compramos lo que ellos anuncian, sea una cerveza, una gaseosa, un carro de lujo o un lote en la luna.

Hasta ahí “todo bien, todo bien”, como decía el Pibe. Pero, ¿que también los periodistas hagamos esto? ¿Que incluso nuestras pantallas de T.V. sean invadidas por imágenes de conocidas presentadoras, bastante atractivas, leyendo mensajes comerciales que los genios de la publicidad les entregaron como si fueran noticias? ¿Que los periodistas-periodistas, al decir de la FM, se presten para ello?

¡No! En primer lugar, el mencionado truco (una noticia que no lo es) incurre en publicidad engañosa, nada menos. Y el periodista, por tanto, se presta en tal sentido para mentir o decir al menos una verdad a medias, al servicio de intereses económicos, no del bien común al que todos nos comprometemos cuando asumimos este oficio que tanto sacrificio nos exige… o debiera exigirnos. ¡Todo por un plato de lentejas!

Quienes actúan en esta forma, digámoslo sin rodeos, van en contra de los principios básicos de la ética periodística. Es como si tales “comunicadores” se vendieran a cualquier precio, o como si ellos mismos estuvieran en venta, ofrecidos al mejor postor, en una subasta pública donde llevan las de ganar por la celebridad de que disfrutan. Y como si hubieran reemplazado su noble profesión por la de vendedores ambulantes.

Sin duda, lo anterior refleja la corrupción reinante, la pérdida de valores morales o, lo que es peor, el reemplazo de los auténticos valores periodísticos por razones mercantiles, por las insaciables ganas de plata, sin importar un comino que se dé al traste con la credibilidad, el principal activo que debemos tener quienes consagramos nuestras vidas al “oficio más bello del mundo”. ¡No hay derecho!

¿Y qué decir de las empresas que los contratan? De hecho, detrás de cada corrupto está el corruptor, fácil de descubrir en este caso. ¿En qué queda, entonces, la responsabilidad social empresarial, hoy en boga? ¿No les interesan sino las cuantiosas ganancias económicas, sea como sea? ¿O ahí se identifican por completo con sus nuevos empleados, tan famosos? ¿Y la moral que debería limitar sus actos, ¡que se vaya al diablo!?

Por último, no faltan las empresas periodísticas puestas al banquillo. De hecho, la televisión y los diarios, las revistas y la radio, son negocios que están en mora de regirse por códigos éticos, por el buen gobierno corporativo, y actuar en consecuencia. Porque si la sal se corrompe…

Pero, ¿qué tal los medios informativos que en cierta forma obligan a sus periodistas a vender publicidad como parte de sus ingresos mensuales, de sus salarios, cuando saben que así son forzados a divulgar información que favorezca a quienes les tendieron la mano, dándoles limosna… o mermelada? ¿Es esa la forma de compensar los bajos sueldos que en muchos casos les hacen vender el alma al diablo -repetimos- por un plato de lentejas?

¡No hay derecho!