28 de marzo de 2024

Shakespeare y Hamlet

29 de mayo de 2016
Por Jorge Emilio Sierra
Por Jorge Emilio Sierra
29 de mayo de 2016

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

Sierra Jorge Emilio“Shakespeare es uno de los pilares de la cultura occidental”, llegó a decirse al término de la conmemoración de los 400 años del fallecimiento del célebre escritor inglés, acto efectuado el pasado 23 de mayo en el Paraninfo Félix Restrepo de la Academia Colombiana de la Lengua.

“Hamlet es el héroe de la cultura occidental” había dicho, por su parte, la conferencista Cristina Maya (Miembro de Número de la Academia), quien tuvo allí como referencia permanente a Harold Bloom, cuya obra sobre Shakespeare es de consulta obligada entre los expertos.

Es claro, entonces, que Shakespeare y Hamlet -uno de sus personajes emblemáticos- son fundamentales en la cultura occidental (cultura a la que también pertenecemos los latinoamericanos a pesar de nuestras diferencias -por ejemplo, con Europa-, además de las raíces indígenas, precolombinas, que igualmente forman parte de la historia local, regional).

Más aún, el profundo y documentado análisis de la expositora, quien se paseó con sapiencia por los textos shakespearianos y los del comentarista citado, concluía en algún momento que “la conciencia global (en el mundo contemporáneo) se identifica cada vez más con Hamlet”, en tácita referencia a los aspectos éticos, morales, que caracterizan al personaje.

¿Qué tan válida -cabe preguntar- es dicha afirmación? A eso intentaremos responder a continuación, basándonos obviamente en la intervención a que aludimos.

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“Hamlet” es, sin duda, una “intensa meditación sobre el dolor moral”, hecha por el príncipe que lleva ese nombre, quien, en una extraordinaria obra teatral, logra cobrar venganza por el abominable asesinato de su padre-rey, cuyo espectro le revela, en nocturnas apariciones, tan terrible secreto.

Es un dolor moral, claro está. Pero, va más allá incluso de la muerte paterna y se extiende, con angustia y con rabia, al dolor por la corrupción imperante en el reino, donde -para citar la frase que hoy repetimos a diario en el mundo entero- “algo hay podrido en Dinamarca”.

El príncipe Hamlet es como la conciencia moral de su época, pero también de la nuestra y de las que han sucedido desde entonces; situado en lo más alto del poder, nada menos que del poder político, enfrenta la corrupción a que no son ajenos los gobernantes; quita para ello las máscaras de sus enemigos, trascendiendo las apariencias que suelen ocultar los delitos que llevan a cuestas, y finalmente descubre el verdadero ser de cada uno y, en especial, de sí mismo, quien termina siendo una víctima más, con lo cual se cierra el círculo definitivo de la tragedia.

“Ser o no ser”, el gran dilema que Shakespeare, a través de Hamlet, nos enseña, es la síntesis por excelencia de esa dimensión moral de la obra, a la que ninguno de nosotros puede ser ajeno.

De hecho, el principal propósito de Hamlet -al decir de la académica, siempre siguiendo a Bloom- es “recomponer la moral de Dinamarca, víctima de la corrupción”. ¿Logró –preguntemos de nuevo- tan noble propósito? ¿O su sacrificio personal, donde él igualmente fue víctima según acabamos de señalar, muestra a las claras el fracaso de su difícil misión, quizás imposible?

Al margen de lo anterior, o quizás como su complemento ineludible, es preciso admitir que “Hamlet se acercó intensamente a lo humano”, puso a prueba su indomable voluntad individual, asumió por su cuenta la tragedia (sin que ella fuera la obra de los dioses o del destino) y sentó así las bases del individualismo actual, con una honda concepción ética, luchando -insistamos hasta el cansancio- contra la corrupción.

Pero, volvamos al interrogante señalado arriba: ¿La conciencia global, del mundo contemporáneo, se identifica cada vez más con Hamlet? ¿O cada vez, por el contrario, se aleja más de él, mientras la corrupción reina a sus anchas? That is the question.

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Todos admiramos, incluso amamos, a Hamlet, pero nunca quisiéramos parecernos a él. Y no tanto por verlo con la mirada del sicoanalista Sigmund Freud, quien al parecer analizó su tragedia como un simple trastorno de personalidad, cuyo único enemigo era él mismo, por tratarse de “un sicópata más”. No. Ni siquiera estamos de acuerdo con ese diagnóstico, en tácito respaldo a los enérgicos cuestionamientos de Bloom, para quien la crítica freudiana no pasaba de ser un chiste.

Nuestra actitud es fruto del temor, ciertamente. Tememos a Hamlet. Nos asustan sus reflexiones, sus profundos monólogos  cuya desolación no logra borrar el bello lenguaje poético en que se expresa, su elevado grado de conciencia, su estatura moral y su plena sujeción a tales principios, en nombre de los cuales no duda siquiera en quebrantar la ley y cometer crímenes tan atroces como los que condena. La sola mención de su nombre, en ocasiones, nos produce escalofrío, mientras su imagen se proyecta en los tiempos que corren como el desespero en medio de una terrible pesadilla de la que no podríamos despertar.

Sí, es temor lo que él nos causa. Miedo a que sus acusaciones sean también en contra nuestra, por la corrupción de la que ahora participamos, por la falta de principios éticos en la vida intelectual y colectiva, por el culto al poder en sus múltiples manifestaciones, por el relativismo moral en que “todo está permitido” (como decía otro oscuro personaje de Dostoievski), y hasta por la indiferencia frente a tales asuntos, actitud propia de esta “civilización del espectáculo” descrita, con mano maestra, por el Nobel Mario Vargas Llosa.

¿Qué tanto, además, la realidad de hoy, dolorosa para los seres pensantes o reflexivos, es obra, en gran medida, de Shakespeare y de su amado Hamlet, por la libertad sin límites (de origen protestante, dirá alguien), por el individualismo que encarnan, por ir más allá de las barreras legales si es preciso, y por dar al traste, en consecuencia, con el estado de derecho vigente en un sistema democrático que ambas figuras históricas contribuyeron a formar tras el fin de la Edad Media y cuando se abrían las puertas de la era moderna? ¿Será acaso por esto que le tememos?

¿Y ahí se explica por qué “la conciencia global (del mundo contemporáneo) se identifica cada vez más con Hamlet”, según concluyó Cristina Maya en la Academia Colombiana de la Lengua al conmemorarse 400 años de la muerte de Shakespeare? El debate está abierto, como se dijo al término de aquella histórica sesión. Al fin y al cabo cada uno de nosotros participa de la conciencia global en referencia. ¿No es así, apreciados lectores?

(*) Director de la Revista “Desarrollo Indoamericano”, Universidad Simón Bolívar – [email protected]